Soñar despiertos la fraternidad . Francisco Javier Vitoria Cormenzana
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Estas «estructuras de pecado» se fundan en el pecado personal y están unidas siempre a actos concretos de las personas, que las introducen y hacen difícil su eliminación. Y, así, estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres. Cuando no se cumplen los mandamientos, se ofende a Dios y se perjudica al prójimo, «introduciendo en el mundo condicionamientos y obstáculos que van mucho más allá de las acciones y de la breve vida del individuo. Afectan asimismo al desarrollo de los pueblos, cuya aparente dilación o lenta marcha debe ser juzgada también bajo esta luz» de las «estructuras de pecado».
A este análisis genérico de orden religioso, Juan Pablo II añade unas observaciones sobre dos actitudes que considera favorecedoras de las «estructuras de pecado»: «El afán de ganancia exclusiva, por una parte; y, por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad». Y a continuación, para caracterizarlas aún mejor, añade la expresión: «a cualquier precio». Y concluye: «En otras palabras, nos hallamos ante la absolutización de actitudes humanas, con todas sus posibles consecuencias. Ambas actitudes, aunque sean de por sí separables y cada una pueda darse sin la otra, se encuentran –en el panorama que tenemos ante nuestros ojos– indisolublemente unidas, tanto si predomina la una como la otra. Y, como es obvio, no son solamente los individuos quienes pueden ser víctimas de estas dos actitudes de pecado; pueden serlo también las naciones [...] Y esto favorece mayormente la introducción de las “estructuras de pecado”» (SRS 36-37).
c) «Esta economía mata»
El papa Francisco, en su Exhortación Evangelii gaudium, rechaza de manera vigorosa e indignada este modelo económico por su carácter cainita: «Esa economía mata». Tal es la gravedad de su iniquidad que no hay lugar para matices en su discurso:
Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil (EG 53).
Esta vez, la comprensión del texto papal no necesita de la ayuda de ningún experto en doctrina social de la Iglesia. El mensaje está rotundamente claro: «Esta economía mata». Y a este carácter homicida contribuye decisivamente la generación y promoción de una «cultura del descarte» que produce una inmensa cantidad de «población sobrante»:
Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte», que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados», sino desechos, «sobrantes» (EG 53; cf. LS 43).
La actual economía neoliberal favorece un modelo de desarrollo vicario en el que los ricos ejercen la función de representar a toda la humanidad en el disfrute de los bienes materiales de la creación 27, y en el que se considera normal que nazcan y mueran en la miseria millones de hombres y mujeres. A corto plazo, sus razonamientos económicos son homicidas, pues ni se conmueven frente al hambre de las multitudes ni experimentan el escándalo frente al desamparo de la pirámide creciente de excedentes humanos del sistema; y, a largo plazo, suicidas, pues son insostenibles en términos ecológicos, como la encíclica Laudato si’ ha puesto de manifiesto. Nos hallamos en «un sistema de relaciones comerciales y de propiedad estructuralmente perverso», que ha vedado a los pobres «el acceso a la propiedad de los bienes y recursos para satisfacer sus necesidades vitales» (LS 52). Opera en él una «cuestionable racionalidad económica» con el único «objetivo de maximizar los beneficios». Este «principio de maximización de la ganancia, que tiende a aislarse de toda otra consideración, es una distorsión conceptual de la economía: si aumenta la producción, interesa poco que se produzca a costa de los recursos futuros o de la salud del ambiente» (cf. LS 109; 127; 195).
d) El fundamentalismo económico
Mientras todo este destrozo humano y medioambiental ocurre, «los poderes económicos continúan justificando el actual sistema mundial, donde priman una especulación y una búsqueda de la renta financiera que tienden a ignorar todo contexto y los efectos sobre la dignidad humana y el medio ambiente. Así se manifiesta que la degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas» (LS 56) 28.
Tenía razón Luis de Sebastián cuando, poco después de la caída del muro de Berlín, denunció el fundamentalismo o fanatismo económico del neoliberalismo 29. Entonces, con el final del socialismo soviético, un proceso intenso de mesianización del mercado y la proclamación de un «evangelio» triunfalista, que descalificaba cualquier otra alternativa distinta a la neoliberal 30, fueron las dos manifestaciones más importantes del integrismo economicista. Quienes se consideraban los auténticos depositarios de esa «revelación» reclamaron fe en el valor absoluto de sus propuestas económicas y exigieron la aceptación ciega de todas las reglas que extraían de su doctrina. Se habían olvidado de que «el admitir como verdades absolutas las proposiciones de los economistas es pasar de la economía –que es una disciplina científica entre otras– al “economismo”, que resulta un integrismo tan devastador como los integrismos religiosos» 31.
Este fundamentalismo económico ha llegado hasta nuestros días. Nada se ha aprendido de la crisis financiera de 2007-2008 (cf. LS 109). El papa Francisco la rememora como «la ocasión para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios éticos y para una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia». Pero constata que «no hubo una reacción que llevara a repensar los criterios obsoletos que siguen rigiendo el mundo» (LS 189; cf. FT 170).
¿Cómo se ha producido tal parálisis? Para la razón económica hegemónica no tiene ningún valor que, desde hace casi cuatro décadas, todos los informes mundiales denuncien el carácter mitológico de la «fe» en que a mayor acumulación económica (crecimiento) corresponderá una mejor distribución de las riquezas y una mejoría en la vida de los pueblos pobres (desarrollo), y que a mayor eficiencia económica, mejor legitimación del sistema. Quienes detentan el poder económico siguen erre que erre en sus trece; o sea, imponiéndonos su «fe». Así los describe el papa Francisco:
En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando (EG 54).
Bajo pretextos de todo tipo defienden el carácter inevitable de los procesos en curso (cf. LS 123), acusan de capitulación intelectual y expulsan a las tinieblas del populismo irracional a todos aquellos que se niegan a aceptarlos. Parapetados en su fundamentalismo económico, hacen oídos sordos a quienes desde su misma comunidad científica les descubren falacias en las ciencias económicas 32 e ignoran