Soñar despiertos la fraternidad . Francisco Javier Vitoria Cormenzana
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Un mundo fratricida como el nuestro es el escenario donde la Iglesia pone en juego constantemente su propia condición de sacramento universal de fraternidad. Me permito releer desde la clave «fraternidad» la afirmación conciliar de la Iglesia como sacramento radical de salvación (LG 48; AG 1). Me lo permite no solo el espíritu del Vaticano II, sino su misma letra, cuando afirma: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Es decir, la Iglesia se entiende a sí misma como un pueblo reunido por Dios para facilitar eficazmente el encuentro en la historia con la salvación de Dios, presente en ella y comprendida como «unión íntima con Dios» (filiación) y «unidad de todo el género humano» (fraternidad). La Iglesia, por tanto, está llamada por Dios a ser una señal y un instrumento de fraternidad en y para este mundo cainita. El Concilio desea fervientemente que los hombres y las mujeres descubran la relevancia y el significado de la Iglesia para sus vidas en la fraternidad ejercida por el pueblo de Dios. Ella se constituye así como señal de salvación para la «humanidad sobrante», signo de esperanza en un mundo fratricida y luz para las gentes descartadas.
a) Visibilidad y percepción de la fraternidad eclesial
Este dinamismo sacramental de la Iglesia se lo confiere el Espíritu que la habita (LG 4), pero sin garantizarle de un modo absoluto su condición de «signo e instrumento». Este carácter también depende de la calidad fraterna y solidaria de la vida eclesial.
Según una fórmula clásica latina, sacramenta significando causant, la Iglesia realiza su condición sacramental precisamente al hacer visible y perceptible la fraternidad en nuestro mundo. Lo decisivo de esta percepción, si no queremos confundir el dinamismo sacramental con una fuerza mágica, es una llamada permanente a la purificación y renovación de la Iglesia, «a fin de que la señal de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la Iglesia» (LG 15). Sin la visibilidad y percepción de su condición fraterna y fraternizadora, ¿cómo conseguirá la Iglesia que el Evangelio de la fraternidad sea un seductor ofrecimiento de sentido y de dignidad para los individuos y la comunidad humana? ¿Cómo podrá convencer a los hombres y mujeres de hoy de que su vocación escondida, pero no perdida, es un «proyecto de fraternidad»?
Una Iglesia fraterna y fraternizadora podrá desencadenar dinamismos contrahegemónicos que activen la estructura dialógica de los seres humanos, que hermana a los individuos y a los pueblos en su diversidad cultural 61. Una Iglesia diestra en el oficio de la fraternidad acreditará mejor que sus discursos magisteriales y teológicos su fe en el Dios comunión trinitaria. Es decir, la fe en un solo Dios Padre que funda irrevocablemente en el mundo la promesa de una humanidad fraterna; en Jesús, el Hijo primogénito entre muchos hermanos, Buena Noticia para los pobres e imagen normativa de cómo la realización de aquella promesa va brotando y se realiza por el camino de la solidaridad kenótica con los empobrecidos, y en el Espíritu Santo, el medio divino que hace viable la comunión fraterna y la unidad en la diversidad de los hijos de Dios (cf. Hch 2,6.8.11).
b) La opción por los pobres
Si la realización de la Iglesia como fraternidad ha sido siempre necesaria y la primera de las urgencias eclesiales, aunque no haya sido su primera preocupación, hoy su perentoriedad es aún mayor. A ello contribuyen no solamente las voces interiores que exigen la depuración de toda discriminación y exclusión internas, sino muy especialmente ese clamor exterior de las víctimas inocentes de la lógica fratricida de nuestro mundo, que le recuerda justamente aquello que menos debería estar dispuesta a olvidar: la vida de los hermanos más pequeños del Señor (Mt 25,40). Más aún, la herida fraterna de nuestro mundo resulta una contundente impugnación dirigida a la propia fe de la Iglesia. La situación inhumana de los pobres en el mundo apunta crítica y directamente a la credibilidad de su convicción mesiánica («en este mundo hay salvación para los pobres»: Lc 4,16-21) hasta amenazarla con su pérdida. La ausencia en la mesa eucarística de los hermanos más pequeños del Señor (Mt 25,40) pone en solfa la configuración jesuánica, crística (LG 8) y mesiánica (LG 9) de la Iglesia.
Las venas abiertas del mundo demandan propuestas practicables de fraternidad que las suturen y pongan fin a esa hemorragia incontenible de vidas humanas que esta humanidad sufre y que ningún discurso es capaz de detener. La fraternidad entre los seres humanos y los pueblos que habitan la tierra es un referente imprescindible de cualquier ética de la resistencia que quiera enfrentarse a esa «leucemia» del individualismo posesivo y mercantilista que tanto debilita la calidad del flujo sanguíneo de la libertad y de la igualdad en la comunidad internacional. Estas demandas señalan una doble dirección a la andadura de la Iglesia: la de una creciente fraternidad interna y la de una intempestiva solidaridad fraternizadora con los desahuciados de la mesa del mundo 62.
Esta doble cuestión resulta decisiva para el ser y el vivir de la Iglesia como convocatoria de Jesús de Nazaret, sacramento del encuentro con Dios (E. Schillebeeckx). Y, en este sentido, sus miembros y las comunidades que la integran no debieran olvidar que, según la tesis Ubi Christus, ibi Ecclesia, la vida de la Iglesia deberá nutrir y regenerar su identidad en el acontecimiento de la presencia actual de Jesucristo. Si Jesucristo sigue hoy presente allí donde prometió estar presente (Mt 25,31ss), los «hermanos más pequeños» del Señor constituyen lugar primordial de la «conformación» de la Iglesia con Jesucristo. Ellos constituyen para la Iglesia el sacramento de iniciación a la voluntad salvífica universal de Dios. Así lo dice el papa Francisco:
Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos (EG 198).
5. Derechos y deberes de «fraternidad» e imagen de Dios
Paul Ricoeur sitúa las raíces de los derechos humanos justamente en el mismo lugar donde arranca la historia de la salvación judeocristiana: los gritos y los silencios de las víctimas. Primero fue el clamor (¡no hay derecho!) de quienes habían experimentado su propia humanidad condenada en el «infierno» de la deshumanización radical. Más tarde, el discurso de los derechos humanos 63. En el principio fue el grito indignado de un Dios (¡basta ya de aflicción y sufrimientos!) que no soportaba la visión de la situación inhumana de su pueblo: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para sacarlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). Mucho más tarde, la fundamentación de la dignidad humana: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya» (Gn 1,27).
Las fórmulas de los derechos humanos son el resultado penúltimo de un proceso emancipador que arranca de la indignación ante lo intolerable y llega al reconocimiento formal del derecho a ser hombre/mujer, a través del interminable éxodo de las reivindicaciones, las luchas y las revoluciones. El último tramo, su cumplimiento material, está por llegar.
a) Una mirada contemplativa sobre los itinerarios emancipadores
Sé que corro el riesgo de «poner el carro delante de los bueyes», pero no puedo ocultar la convicción que anima y dirige esta reflexión. En los diversos itinerarios emancipadores que han cristalizado en las formulaciones de los derechos y deberes de «fraternidad», la humanidad