La mirada neandertal. Valentín Villaverde Bonilla
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Cuando tomamos como elemento de comparación lo que en el campo de la antropología algunos estudiosos han venido a denominar «sociedades simples», caracterizadas por sistemas sociales de pequeña escala y formas de ver el mundo tan distintas de la nuestra, todas esas explicaciones son posibles: el éxito de la caza de un animal peligroso, el fracaso de esa misma acción con las consecuencias negativas para el cazador y el grupo, el mito de origen o de creación. Pero se trata de explicaciones notablemente distintas, unas referidas a la narración de actos cotidianos, otras con un profundo significado metafísico. Y ni siquiera a través de un estudio estadístico detenido, atento a las frecuencias de los temas, sus ubicaciones y las asociaciones en las que se integran las distintas especies representadas, resulta fácil dilucidar cuál de todas esas interpretaciones podría ser la adecuada (Sauvet et al., 2006).
Las imágenes tienen un componente formal y estético, atraen nuestra atención por su aspecto, por su ambigüedad o por su belleza, incluso por el tema que representan, pero su fuerza no está en la forma, sino en lo que comunican o, como propone David Freedberg (1992), en la respuesta que provocan en el espectador. El componente estético –o visual– no hace más que reforzar la capacidad comunicativa porque, como más adelante veremos, la imagen cautiva nuestra atención, hace más llamativo el mensaje transmitido, hace entrar en juego la emoción que facilita el recuerdo y permite que adquiera una dimensión inusual en un contexto no artístico. En las largas etapas del pasado en las que las sociedades eran ágrafas y la memoria constituía la única forma de almacenar información, es fácil entender el valor mnemotécnico de la imagen. Podríamos ampliar estas consideraciones a otros tipos de expresión artística no plástica, pero su documentación en el pasado lejano o es inexistente o está reducida a mínimos insuficientes para su análisis, por lo que quedarán fuera de estas páginas.
Hasta tal punto las imágenes forman parte de nuestra vida que resulta difícil pensar en un tiempo desprovisto de imágenes (Paillet, 2018). Especialmente si pensamos que la imagen visual no se limita al dibujo, sea este figurativo o no, o a la escultura y el modelado, sino que incluye también la decoración personal, ya sea en forma de adornos, pinturas, tatuajes o escarificaciones. Comunicamos con la cultura material que empleamos, y aprovechamos esa fuerza para consolidar relaciones sociales, establecer vínculos con desconocidos y transmitir estados de ánimo o apetencias de todo tipo. El cuerpo humano se convierte en un precioso vehículo de comunicación que las sociedades de organización social a pequeña escala han explotado habitualmente y que nosotros también aprovechamos para transmitir información. Basta echar una rápida mirada a las cifras económicas que mueve la moderna industria del adorno de alta gama y la bisutería, o de la moda, para darse cuenta de la importancia de las imágenes visuales corporales en nuestra actual sociedad.
El origen de la expresión artística, en nuestro caso, al referirnos a la prehistoria, el de las imágenes visuales, es un tema que centra una importante atención en las disciplinas paleoantropológicas o prehistóricas. La presencia del arte visual, en cualquiera de sus formas, se ha considerado como prueba de la existencia de una capacidad cognitiva «moderna», un término que considera nuestra cognición como algo único y netamente diferenciado del conjunto de capacidades de los humanos anteriores a nosotros. Como si la cultura surgiera de pronto, asociada a la cognición y a la capacidad creativa.
Cada vez resulta más frecuente considerar que la cultura y la socialización constituyen dos factores que modelan nuestra evolución biológica, que coevolucionaron mediante la selección natural. Desde esta perspectiva, son los requerimientos de la transmisión cultural, el aprendizaje y fidelidad de la transmisión de la información en la enseñanza, los factores que facilitaron el proceso de aumento cerebral. Y la especial característica de los humanos es, probablemente desde la aparición del género Homo, la de ser una especie social cuyo éxito se debe a la importancia de la cultura. Con estos planteamientos resulta imposible pensar en un proceso evolutivo en el que la cognición pueda considerarse el resultado de un cambio puntual. Por el contrario, todo incita a considerar la idea de que a lo largo de los tres últimos millones de años se produjo un progreso paulatino en las capacidades cognitivas de los humanos, tal y como sugiere el propio proceso de desarrollo cerebral.
Entonces, ¿cuándo se empezó a hacer uso de las imágenes? Con respecto a esta pregunta existe una importante diferencia de opinión entre los investigadores: una parte de los arqueólogos y paleontólogos considera que antes de la aparición de los «Humanos anatómicamente modernos» (a los que a partir de ahora nos referiremos como humanos modernos), del Homo sapiens sapiens, no existía la capacidad mental de crear y usar símbolos destinados a la comunicación, no existía el lenguaje, tal y como nosotros lo empleamos, lleno de metáforas, insinuaciones y dobles sentidos, o no existían objetos o representaciones que transmitieran información de carácter simbólico; mientras que otra parte considera que los orígenes de la expresión simbólica y del lenguaje, y el uso de símbolos visuales, tienen un origen más remoto y que algunas de estas capacidades estuvieron presentes en los grupos humanos que nos precedieron, al menos a partir del Pleistoceno medio.
Yo me encuentro precisamente entre los que defienden esta segunda opción, entre quienes piensan que los orígenes de la expresión simbólica hunden sus raíces en nuestro pasado evolutivo, y que esas capacidades estuvieron presentes a partir del momento en que el cerebro alcanzó un tamaño capaz de sustentar un proceso cultural acumulativo y amplias relaciones sociales.
El enfoque de estas páginas se vincula a mi propia experiencia como prehistoriador y el objetivo de este trabajo es trazar un panorama explicativo del nacimiento del arte visual combinando dos enfoques complementarios y necesarios, el que se sustenta en la valoración biológica del proceso evolutivo humano, y el arqueológico, que intenta conjugar las evidencias materiales con las propuestas teóricas y que hace particular referencia al proceso cultural. De entrada, debemos ser conscientes de que el dominio arqueológico es notoriamente limitado a la hora de indagar sobre los orígenes de la expresión visual simbólica, ya que muchos elementos que intervienen habitualmente en la decoración personal o el adorno no fosilizan. Las plumas, las escarificaciones, los tatuajes y los objetos realizados en madera u otros materiales orgánicos no se conservan normalmente, lo que reduce el inventario de las evidencias arqueológicas a un reducido número de objetos fabricados en piedra, hueso o concha, las obras realizadas mediante el uso de pigmentos de origen mineral u orgánico, y los grabados sobre piedra, hueso, asta o marfil. En los últimos años algunas evidencias de manipulación dejadas en los huesos, aquellas cuya razón de ser no puede vincularse a la extracción de alimento, se han añadido a este corpus documental necesario para evaluar las prácticas simbólicas asociadas al uso de imágenes visuales, y veremos, al valorar el corpus de información actualmente disponible, que plumas y garras de algunas aves formaron parte de la panoplia de adornos utilizados por los neandertales.
Las limitaciones no se reducen a la naturaleza de los materiales empleados, ya que la conservación diferencial afecta incluso a la documentación de obras realizadas en soportes pétreos expuestos a los elementos atmosféricos más intensos, y por supuesto nada queda de la pintura aplicada a pieles, maderas u otras materias perecederas. Con todo, la arqueología prehistórica permite, a través de la cuidadosa recolección de información contextual en las excavaciones, bosquejar los términos de este proceso creativo que alcanzó, sin duda alguna, su máximo durante el Paleolítico superior, a partir de hace aproximadamente 40.000 años, coincidiendo con la expansión de Homo sapiens por todo el Viejo Mundo, pero cuyo arranque fue anterior, en términos cronológicos y evolutivos, y al menos comprende a los neandertales. Algunas pruebas arqueológicas apuntan incluso a los humanos arcaicos del Pleistoceno medio, pero al ser más escasas son más difíciles de valorar.
La manera en la que voy a abordar la exposición de esta documentación, que sustenta la posibilidad de argumentar sobre la capacidad creativa y simbólica en términos evolutivos, será la de recurrir a todos aquellos aspectos de la conducta que sugieran capacidad simbólica, por lo que daremos cuenta no solo de los elementos «artísticos visuales», sino también de las prácticas funerarias,