La mirada neandertal. Valentín Villaverde Bonilla

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La mirada neandertal - Valentín Villaverde Bonilla Sin Fronteras

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que hace referencia a la voluntad de hacer especiales determinados objetos, acciones o cosas que hace la gente. Puesto que según señala esta autora no son las propiedades físicas o estéticas las que definen el objeto de arte, la atención habrá que dirigirla a las emociones que se asocian al arte, insistiendo en que la cohesión social se refuerza mediante el ritual colectivo. Es la dimensión social o colectiva la que facilita el proceso de «artificación», y la apreciación estética sería una de las emociones que intervienen en el sistema cognitivo humano, unida, entre otras, a la emoción que genera la afiliación social.

      Si bien es el individuo el autor de las obras de arte, el fenómeno artístico solo tendría sentido en términos sociales, lo cual resulta coherente con la idea de que el arte, en sus diversas facetas, tiene una evidente función comunicadora. Pero cabría argumentar que la función social no puede constituir la esencia del objeto de arte, ya que quedaríamos automáticamente descartados para la apreciación estética de los objetos que han sido producidos en sociedades alejadas temporal y culturalmente de nosotros. Incluso, llevando las cosas a un extremo quizá algo exagerado, nos podríamos cuestionar si podemos calificar de obra de arte un objeto que una vez fabricado no se integrara en el medio social por la razón que fuese. Pongamos el hipotético ejemplo de un artista paleolítico que muriera después de fabricar un objeto de arte y que con su muerte el objeto quedara enterrado hasta que un arqueólogo lo recuperara miles de años después; o que una vez fabricado se perdiera como consecuencia de un repentino abandono del lugar en el que se produjo la obra. Es obvio que el componente social, vehículo necesario para la artificación, no estaría presente en este objeto y, sin embargo, la intención «artificadora» sí que podría haberlo estado en el proceso de diseño y realización. La artificación, la voluntad de hacer algo especial, debe materializarse en el arte visual, tener un componente material, evaluable a partir de la forma y el tema. Probablemente, el objeto sería artístico solamente si fuera capaz de generar una apreciación estética, con independencia del componente social. Dicho de otra manera, no parece muy productivo mezclar la función con la definición del objeto de arte, pues las funciones son distintas según los contextos culturales e invalidarían cualquier acercamiento a objetos artísticos que no fueran resultantes de nuestro sistema cultural. Nuestra experiencia cotidiana nos dice que esto no es así.

      Si comparamos los requisitos con los que, desde un planteamiento completamente distinto, el de la antropología del arte, formula R. L. Anderson (1989) su definición de arte, la novedad más importante recae en la importancia que este autor otorga al significado cultural del estilo en la obra de arte. Toda obra de arte deberá corresponder a un estilo que garantiza su significado social; además, tendrá un componente sensitivo, y mostrará una especial habilidad, si bien en este caso puntualiza sobre el hecho de que no se trata de un magisterio como concepto universal, sino que este dependerá del contexto cultural y del medio artístico, y en esa habilidad intervendrán tanto las capacidades manuales como las cognitivas.

      Con todo, es K. Coe (2003) quien acota más los requisitos que debe cumplir una obra de arte para ser considerada como tal: que haya sido hecha por humanos, que haga uso del color, la línea o tenga un patrón o forma, y que no tenga otra función que la de atraer nuestra atención. A nadie se le escapará que esta definición tiene la virtud de dar cuenta de la importancia de la comunicación en la obra de arte, ya que cabe pensar que la focalización de la atención no se limita a la forma, sino que incluirá también el contenido, el mensaje que transmite o ayuda a transmitir. Sin embargo, tal y como Davies reflexiona al respecto de esta propuesta, la expresión taxativa «de que no tenga otra función» nos sitúa de nuevo en una posición incómoda cuando queremos valorar los objetos decorados que son funcionalmente activos, numerosos en las sociedades paleolíticas y en las sociedades simples. Esta definición nos vuelve a situar ante esa visión moderna que tiende a distinguir entre arte y artesanía, y considera al primero, en la más pura tradición kantiana, como algo desprovisto de otro valor que el puramente estético, la conocida idea de la inutilidad funcional de la obra de arte.

      Aunque buena parte de los especialistas en la historia del arte y antropología estarían de acuerdo con la idea de que para hablar de arte debemos estar ante el resultado de la actividad humana, no faltan quienes cuestionan este planteamiento y consideran que limitar el arte y la apreciación estética al producto de los seres humanos constituye una visión del mundo natural marcadamente etnocéntrica. Los trabajos de R. O. Prum1 pueden ayudarnos a explicar esta forma de ver las cosas. Este ornitólogo de la Universidad de Yale considera que el arte surge a través de un proceso estético que es generalizable a una buena parte de los seres vivos, en gran medida vinculado a la selección sexual, y por tanto no es exclusivo de los seres humanos. Según este autor, el arte consiste, en lo fundamental, en una forma de comunicación que ha coevolucionado con su evaluación, es decir, en un contexto social, y el arte y la estética son consecuencias emergentes de señales de comunicación emitidas por los organismos vivos. Como Prum nos recuerda, la apreciación estética que interviene en la selección sexual fue ya planteada por Darwin cuando defendió su importancia en términos evolutivos. La propuesta, sumamente sugerente al romper con la idea de la exclusividad del comportamiento artístico humano, exige alguna discusión. En primer lugar, el mismo autor insiste en que las experiencias estéticas no pueden valorarse más que en el ámbito histórico de su producción y uso (su evaluación), y por lo mismo lo único que podemos decir es que los comportamientos estéticos del reino animal, generadores de «belleza», constituyen un valor añadido de la apreciación estética humana de estos, pero no coevolucionan con nuestra evaluación. Son nuestra cultura y nuestra experiencia las que nos inducen a la apreciación de estos fenómenos, a la proyección de nuestras preferencias estéticas, a la contemplación de la belleza del mundo, ya sea esta de carácter biótico o abiótico. Sin embargo, nuestra apreciación de esta belleza se desvincula de su evaluación en términos coevolutivos. Apreciamos estéticamente la señal, pero sin que intervengamos en su evaluación, al menos en los términos coevolutivos que resultan fundamentales en la propuesta de este autor. Es nuestra cultura la que favorece la proyección estética de unas señales que nos son ajenas. Bastará un ejemplo para explicar esta idea: el canto nupcial de los pájaros, a diferencias de las llamadas de alerta, ha coevolucionado en cada especie a partir de la evaluación, el juicio estético que de este hacen los receptores de la señal, y está sujeto a las mismas variaciones culturales que se pueden establecer en las variantes artísticas de las sociedades humanas. En esta visión, «las sensibilidades estéticas» no son el simple resultado de los componentes estáticos, biológicos, esencialistas y positivos de la experiencia sensorial, del «cableado» de nuestro cerebro, y cambian porque están «continuamente moldeadas por coevolución por las entidades estéticas de su consideración». De manera que la naturaleza estética es tan históricamente dinámica como la naturaleza del arte, y ambos conceptos, arte y estética, son interdependientes. En todo caso, no está de más insistir que en esta propuesta la apreciación estética de la belleza del mundo animal no constituye más que una dimensión añadida al componente estético del rasgo que es objeto de la apreciación humana. La valoración estética del color del plumaje y la melodía del canto de determinadas aves, o los colores y dibujos de las alas de las mariposas, los aromas, formas y colores de ciertas flores, o cualquier atributo físico o comportamental esgrimido por los seres vivos, si han de entenderse como señales vinculadas a la selección sexual o la reproducción, se restringe evolutivamente al ámbito social o natural en el que surgieron esas señales comunicativas.

      En segundo lugar, el problema de la propuesta de Prum no está en la aceptación de las capacidades estéticas en el juicio de los animales no humanos, sino en considerar que los atributos físicos o fenotípicos que evolucionan de estos juicios estéticos puedan ser considerados arte. Estética, belleza y arte constituyen tres términos que se intercambian con facilidad en este discurso y su diferenciación resulta indispensable para no caer en contradicciones epistemológicas insalvables. Baste por el momento señalar que resulta muy forzado considerar como arte los colores del plumaje de las aves, la forma de las cornamentas de determinados mamíferos o el croar de las ranas en los periodos de celo. Volveremos sobre este tema al tratar específicamente la necesaria distinción entre estética y arte, por mucho que ambas estén correlacionadas;

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