La mirada neandertal. Valentín Villaverde Bonilla
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Sin embargo, el análisis de las primeras evidencias representativas de las figuras humanas resulta especialmente decepcionante con respecto a la presencia de los factores mencionados. Algunas de las primeras y en general escasas figuras humanas documentadas en los inicios del Paleolítico superior, durante el Auriñaciense (fase cultural que se desarrolló en Europa entre hace 40.000 y 34.000 años), carecen sencillamente de la representación de la cabeza. Es el caso de la estatuilla femenina de Hohle Fels, perfectamente detallada en lo que se refiere a los atributos femeninos, pero que en la parte que correspondería a la cabeza presenta una pequeña protuberancia perforada, destinada a la suspensión de la figura.4 O también, el de una representación parietal femenina pintada de Chauvet, en la que la atención se centra en el vientre, sexo y piernas, quedando el resto del cuerpo sin representar y ambiguamente confundido con el dibujo de la extremidad anterior de un bisonte y una pata de un león. Un caso particular lo constituye la escultura del llamado hombre-león de Hohlenstein-Stadel, cuya cabeza corresponde precisamente a la de un león, lo que claramente indica que no se trata de un retrato o la representación de una persona, sino de un ser mixto de indudable significado mítico o religioso. El resto de las figuras humanas del Auriñaciense carecen de rasgos faciales, al quedar reducidas a simples formas geométricas, ya sea de tipo triangular, como es el caso de una figura antropomorfa pintada de Fumane o de una escultura plana de Stratzing, ya de tendencia anular, circular o esférica, como ocurre en una escultura humana muy simplificada de Volgelherd, otra ejecutada en bajorrelieve del yacimiento de Geißenklörsterle, o las esculturas antropomorfas, pero de connotación fálica, de los yacimientos de Trou Magrite y Blanchard.
De igual manera, resulta raro que las abundantes estatuas femeninas realizadas durante el Gravetiense, etapa que duró del 34.000 al 26.000 antes del presente, den cuenta del detalle de los ojos. En la zona occidental europea los ejemplos se limitan a un ejemplar de Brassempouy, la conocida Dame de la capuche y otro de Grimaldi; en la zona central europea a una pieza de Dolni Vestonice, y en la zona oriental a una pieza de Ardeevo y varias de Malta, yacimiento en el que se registra una verdadera excepcionalidad en relación con este aspecto, ya que las esculturas que dan cuenta de los detalles faciales son numerosas.
Si consideramos la totalidad del Paleolítico superior, lo primero que llama la atención con respecto al tema que estamos tratando es el alto número de representaciones femeninas en las que la cabeza no se ha representado, un rasgo que contrasta abiertamente con el bajo porcentaje de figuras masculinas acéfalas. Hasta tal punto se trata de un elemento que caracteriza la representación femenina del Magdaleniense, que G. Bosinski (2011), en un estudio dedicado a valorar el papel de este tema al final del periodo glaciar, no duda en titular su monografía «Femmes sans tête». En este trabajo se señala que esa absoluta falta de atención por la cabeza, tanto en el arte mueble como en el parietal, no entra en contradicción con el protagonismo que adquiere en esa época la representación femenina, su participación en el arte mueble en composiciones escénicas de marcado componente social y la buscada ubicación de su representación en las cuevas, aprovechando resaltes o irregularidades del soporte, con una explícita sugestión de sexualidad y acompañamiento de seres sobrenaturales. A diferencia del arte de las primeras etapas del Paleolítico superior, durante el Magdaleniense medio y superior, entre hace 21.800 y 15.000 años, la figura femenina se esquematiza, se representa normalmente de perfil, y la atención se dirige a las nalgas y pechos o a la representación del sexo. Lejos de la individualización, se trata de representaciones totalmente estereotipadas, con una distribución espacial que sobrepasa claramente las dimensiones propias de los ámbitos territoriales grupales, lo que abunda en la idea de que estamos ante un arquetipo de carácter impersonal.
Y de nuevo, si valoramos el total de las figuras humanas representadas durante el paleolítico europeo, es curioso observar que mientras que son extrañas las figuras femeninas con el detalle de los ojos, la mayoría de las representaciones masculinas sí que dan cuenta de esta parte del rostro, lo que permite constatar la distinta forma de representar los dos sexos en el arte paleolítico, algo que no puede explicarse más que como resultado de un planteamiento cultural.
En cualquier caso, no debemos olvidar que lo esencial de estas representaciones es dar cuenta de los atributos sexuales, y que, en general y en comparación con la representación femenina, la figura masculina apenas está documentada en el Paleolítico superior inicial.
Al considerar esta baja atención por la cara y su detalle, resulta difícil valorar las primeras representaciones antropomorfas paleolíticas bajo el prisma de la representación de la belleza facial. Y no es que la cosa cambie cuando se considera la totalidad del arte del Magdaleniense, etapa que abarca del 24.600 al 15.000. Durante este periodo, en el que son más numerosas las representaciones humanas, resultan habituales los rostros de rasgos animalizados y las proporciones corporales se alejan del canon de normalidad y simetría bilateral, por lo que de nuevo resultan difíciles de asociar al concepto de belleza corporal. Sea cual fuere la intención de estas figuras, es seguro afirmar que no responden a la plasmación gráfica de un concepto de belleza.
Vista la práctica ausencia de detalles en las caras femeninas y la mínima documentación de las masculinas durante esas fechas, solo queda por analizar la importancia del criterio de neotenia en la ejecución de esas figuras. Y por no alargar excesivamente este apartado, nos limitaremos a las figurillas esculpidas del Gravetiense, pues permiten una rápida conclusión. Comenzaremos, sin embargo, por señalar que la unidad temática de las representaciones femeninas gravetienses encierra una elevada variación de formas, proporciones y detalles (Delporte, 1979). En la mayoría, al menos si nos centramos en las piezas del núcleo centroeuropeo y de la zonas francesa e italiana, concurren rasgos fisiológicos que traducen la representación de mujeres en avanzado estado de gestación y registran la huella de varios episodios previos de parto (Duhard, 1993). Lo que de nuevo nos lleva a la misma conclusión, fueran cuales fueran las razones que estuviesen detrás de la realización de las figurillas femeninas de esas fechas, la forma no responde a la idea de representación de un canon de belleza corporal en el que se resalte la nubilidad, pues también se alejan del prototipo que cabría esperar de estar reflejando la idea de juventud que sustentaría la neotenia. Otra cosa es que valoremos la atención prestada a los atributos sexuales, que parecen constituir el punto de atención de una buena parte de las figuras de cuerpo completo documentadas, hasta el punto de aprovechar en ocasiones los relieves naturales de las paredes de cuevas y abrigos para dar cuenta de falos, o de las hendiduras verticales para representar vulvas. Mientras que la representación del acto sexual está prácticamente ausente del arte paleolítico, los atributos sexuales sí que están presentes en todo tipo de soportes, y testimonian la importancia atribuida a la representación, incluso aislada, de los órganos sexuales en esas sociedades.
De acuerdo con lo señalado, no parece que en el arte paleolítico el ideal de belleza haya desempeñado un papel importante en relación con las representaciones humanas o antropomorfas, lo que incita a pensar que estas representaciones respondieron a otra intención que la de resaltar los atributos sexuales apropiados para la elección de pareja. Llegados a este punto, no está de más recordar que en todas las sociedades conocidas los aspectos sociales desempeñan un papel de primer orden tanto en la forma de percibir la belleza como en el comportamiento humano en general, de manera que en la elección de pareja no solo interviene la belleza física, sino otros atributos sociales y culturales asociados a las personas con las que nos vinculamos (Davies, 2012). Y tampoco podemos olvidar la importancia que adquiere la propia sensación de enamoramiento, un sentimiento que genera un vínculo emotivo que se ha registrado en la inmensa mayoría de las sociedades estudiadas. A nadie se le escapa la importante repercusión de este sentimiento en la cooperación de larga duración entre sexos e individuos y, de nuevo, su trascendental repercusión social y reproductiva en el proceso evolutivo humano, con independencia de la variedad de normas culturales o sociales a las que este sentimiento se pueda asociar (Buss, 2007).
Por lo que respecta