La mirada neandertal. Valentín Villaverde Bonilla
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Las aportaciones de la teoría de la Gestalt a la percepción sensorial constituyen uno de los primeros enfoques sistemáticos en este campo, en un intento de aproximación holística a la percepción. El punto de partida fue la consideración de que las percepciones no pueden separarse en los elementos básicos que integran una obra y que organizamos nuestra percepción a partir de las interpretaciones más simples, de manera que la percepción se puede definir como un proceso activo de búsqueda de orden, categorización e interpretación. Una aplicación sistemática de estos principios al análisis del arte, a mediados del siglo XX, se debe a Rudolf Arnheim (1974),2 quien considera que la experiencia visual es dinámica, ya que en ella opera un juego de tensiones o fuerzas psicológicas que tienen que ver con el tamaño, la forma, la ubicación y el color, y que estas se ajustan a las fuerzas perceptivas que el artista introduce en las obras mediante el balance, la armonía y la posición de los objetos. Son esas fuerzas, precisamente, las que Arnheim piensa que dan lugar a la experiencia estética, una experiencia que se nutre de los sentimientos de calma y tensión.
Un par de décadas después de la publicación de la primera edición de la obra de Arnheim, Daniel E. Berlyne (1971) tuvo el mérito de llamar la atención sobre la importancia de las emociones en el juicio estético, ya que hizo intervenir en la valoración estética no solo la belleza, sino aspectos tales como la sorpresa, la novedad, la complejidad, la ambigüedad o el desasosiego, cualidades que denomina colativas, en la medida en que tienen la propiedad de comparar los estímulos percibidos con otros que ya se experimentaron previamente. En su combinación y proporción, estos estímulos intervienen en la respuesta que la obra genera en aquel que la contempla. En su propuesta, serán precisamente las producciones artísticas que provoquen excitación o tensión psicológica las que favorecerán una experiencia estética más completa.
Como advierte Shimamura (2014), en la percepción de estas propiedades interviene la experiencia del espectador, de manera que no se trata de propiedades intrínsecas de la obra, sino que tienen que ver con la historia personal, con las experiencias previas acumuladas y con el contexto cultural y social del que cada individuo forma parte, lo que resulta tanto o más importante. Se trata, a pesar de las diferencias de enfoque, de una forma de ver el tema muy parecida a la de N. Goodman (1976), quien, tras considerar las manifestaciones del arte inscritas en un sistema simbólico, no duda en señalar que «no solamente descubrimos el mundo a través de nuestros símbolos, sino que además entendemos y revalorizamos nuestros símbolos de manera progresiva a la luz de nuestra experiencia creciente».
Son numerosos los trabajos centrados en la percepción que no se limitan a los aspectos formales de la imagen visualizada, sino que incorporan también los elementos psicológicos que se asocian a los estímulos visuales. Así, a finales de los ochenta del pasado siglo, el etólogo Eibl-Eibesfeldt (1988) insistía en la importancia que para el observador tiene el reconocimiento del orden en la estructura de la imagen visualizada, pero de igual manera recalcaba que lo realmente interesante es la sensación de recompensa que ese reconocimiento provoca, lo que denomina el «destello de reconocimiento». El mensaje, sea cual fuere, va a resultar reforzado a través de esta experiencia.
No dista mucho esta forma de entender la apreciación del arte de la que propone van Damme (1996), ya que a la vez que valora la doble vía por la que se llega al juicio estético –la evaluación de la forma y la interpretación cognitiva que evoca el significado y se vincula al sentimiento de gratificación–, insiste en la interdependencia de las dos, y nos recuerda que la apreciación estética resultante se ve mediatizada por la cultura.
Y porque es de las pocas propuestas de estudio de la imagen visual que llama la atención sobre la sensación de temor que desprenden ciertos temas, resulta importante mencionar a N. E. Aiken (1988: 110-121), para quien la angulosidad, especialmente asociada a las formas en zigzag, y la representación de los ojos son imágenes que provocan esta sensación. En el ámbito de la psicología de la percepción, no faltan estudios que proponen una interpretación similar y coinciden en señalar la predisposición de temor o de desafección frente a las formas angulares.3
También Eibl-Eibesfeldt considera la cultura como uno de los tres sesgos que condicionan nuestras experiencias estéticas, mientras que los otros dos serían el que compartimos con los vertebrados superiores, que tiene que ver con el sistema perceptivo visual, y el que es propio de nuestra especie, que cifra en lo que denomina los «estímulos clave», una propuesta de marcado enfoque etológico que enraíza en los trabajos de Tinbergen o Lorenz. Aunque Eibl-Eibesfeldt no aborda estos estímulos de manera sistemática, las características de los que cita nos permiten apreciar la idea que subyace en su propuesta: la infantilización de los rostros, la atención por los ojos, la antropización de los objetos y seres vivos, y la activación de nuestro sistema nervioso al observar los colores vivos, rasgo este último que asocia especialmente al rojo. Es decir, aspectos que tienen que ver tanto con la percepción visual como con la valoración psicológica, estos últimos relacionados con campos de notable importancia en la caracterización del fenómeno artístico y su apreciación estética: la existencia de ciertos universales y la teoría de la mente, consistente en la capacidad de atribuir estados mentales a los demás.
La tendencia a apreciar la belleza en los rasgos promedios faciales constituye un aspecto que se incluye en la mayor parte de los estudios dedicados a los fundamentos psicológicos de la percepción. Eible-Eibesfeldt cita el estudio inédito llevado a cabo por H. Daucher en 1979, en el que se comparaban veinte caras femeninas con la imagen obtenida a partir de su superposición, hasta configurar una imagen promedio. El rostro resultante fue considerado atractivo o bello por los encuestados, por lo que concluye que existe un patrón de referencia innato a partir del cual se evalúa lo que se percibe. Otros trabajos posteriores (Grammer y Thornhill, 1994) han insistido en estos mismos procedimientos, incluyendo también la simetría facial como uno de los elementos constitutivos de la belleza, si bien los dos aspectos remiten a distintas apreciaciones: la primera estaría relacionada con la ley del promedio, que tiene que ver con la conceptualización o la creación de los patrones evaluativos a los que hace referencia Eibl-Eibesfeldt, mientras que la segunda se ha vinculado a la implicación de salud que se asocia a la simetría corporal. En los dos casos, se trata de principios psicológicos de la percepción que remiten a factores adaptativos que se considera que están en relación con la identificación facial antropomorfa y con la elección de pareja, temas predilectos, junto con la neotenia, o persistencia de los caracteres juveniles, de las explicaciones adaptativas de la psicología evolutiva a la hora de dar cuenta del origen e importancia de la percepción de la belleza en relación con las estrategias reproductivas humanas como resultado de la selección natural. Aunque no faltan tampoco quienes relacionan estos dos rasgos con los mecanismos de reconocimiento facial que se adquiere desde la infancia, sustentados en la identificación del área de tendencia oval de la cara y la atención preferente por los ojos y la boca, y plantean que en todas las culturas las representaciones del rostro humano están presentes y a menudo exageran el tamaño de los ojos a expensas del resto de los detalles faciales. Al tratar de esta posibilidad, es una pena que las máscaras, ampliamente documentadas en todas las sociedades simples conocidas, no se hayan conservado en el arte paleolítico, pues en ellas se podría comprobar la exageración ocular a la que esas otras interpretaciones hacen referencia.
¿Y qué nos dice el análisis del arte paleolítico? Según hemos visto, algunos psicólogos cognitivos o evolutivos consideran que la belleza se evalúa a partir de patrones de referencia innatos que establecen un estándar con el que se compara lo percibido. Como acabamos de apuntar, aspectos de la percepción que se considera que afectan al conjunto de la humanidad y que Eible-Eibesfeldt señala expresamente serían: la simetría facial, la atención por los ojos (cuya representación exagerada algunos consideran un rasgo de carácter apotropaico destinado a traducir la importancia de la mirada y propiciar la vigilia para alejar el mal), el valor de la neotenia como factor de atractivo sexual, y la atracción por los colores cálidos, como el rojo. Para evaluar hasta qué punto se trata de universales que están presentes en los albores del arte paleolítico, parece oportuno