Panteón. Jorg Rupke
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Hay que tener en cuenta, sin embargo, que los cambios de organización social en este periodo eran más rápidos que los avances tecnológicos y que, a menudo, no duraban mucho. Hasta el punto que las pruebas arqueológicas nos permiten juzgar, los ritos y la manipulación del espacio y del tiempo (más difícil aún de percibir) relacionados con la religión deben haber estado entre los medios más eficaces para comunicar un mensaje duradero y para garantizar la persistencia de una disposición social. Lo que era crucial no era que un príncipe recibiera una tumba principesca, sino que la persona que construía la tumba «principesca» fuera visto como el hijo de un príncipe por sus contemporáneos (y por nosotros). Esta perspectiva nos ofrece una idea de «religión vivida». Es significativo que dichas tumbas precedieran a las casas palaciegas en varias generaciones[20].
Aunque este primer capítulo se ocupa principalmente de Italia y, en especial, de los desarrollos en la región central de Italia, a modo de comparación voy a prestar brevemente atención a los desarrollos del mundo griego. El ejemplo de las «tumbas principescas» nos ha hecho conjeturar una vez más que, en estos contextos, la comunicación religiosa proporcionaba al actor nuevas competencias y opciones que podían después encontrar una expresión en su posición social y quizás también en su poder. En el caso de Grecia, se puede confirmar mediante el hecho de que se fabricaran objetos de metal para usos específicamente religiosos, y que, por lo tanto, el uso del objeto en la religión, en un contexto funerario, por ejemplo, fuera primario y no secundario[21]. En los santuarios importantes del periodo de los palacios, encontramos a gobernantes que usan los mismos objetos que se usan en muchos otros escenarios, proporcionándonos así un vínculo entre esos contextos tan diferentes. De hecho, después de que finalizara la cultura palaciega, en una época tan temprana como el siglo XI, descubrimos se usan de nuevo, ocasionalmente, lugares de culto del periodo palaciego[22]. En las casas de los jefecillos tenían lugar más habitualmente unas prácticas de culto más espléndidas y evolucionadas, aunque no en espacios específicamente designados para el culto, y esta costumbre parece haber persistido durante un periodo posterior al establecimiento de grandes lugares públicos para el culto, un desarrollo que comenzó en el siglo IX[23]. Dichas localizaciones estructuradas coincidieron con la ampliación de las unidades políticas y proporcionaron un espacio para las celebraciones públicas, marcadas no solamente por el consumo comunitario de carne[24]. En algunos casos, no se formó un asentamiento importante en la vecindad de estos lugares de culto, de forma que, hasta alrededor del año 600 a.C., estos lugares no quedaron bajo el control de los puestos de poder regionales.
De la misma manera que observamos en Italia, vemos una diferenciación en el área de las prácticas de enterramiento griegas. Aquí la religión ofrecía oportunidades bien para crear o para consolidar las diferencias sociales, bien para mitigarlas. La cremación se extendió rápidamente a partir del siglo XII a.C. en adelante. Se asoció con los túmulos de tamaños muy variados y con los ajuares funerarios, de una cantidad y calidad también muy dispar. Pero el grado de variación nunca alcanzó la proporción que encontramos en los enterramientos etrusco-latinos del mismo periodo. A partir aproximadamente del año 750 a.C., se produjo un desplazamiento que hizo que la mayoría de la inversión religiosa se destinara a erigir monumentales santuarios en piedra, en un primer momento según un estilo que calcaba las estructuras domésticas contemporáneas[25]. Esto se vio primero en unas pocas localidades, de las cuales Samos es un destacado ejemplo, pero la tendencia se extendió rápidamente a lo largo de Grecia y después en el mundo de la Magna Grecia. En el siglo VI a.C. esta tendencia ya había llegado a Roma[26]. Más o menos al mismo tiempo, y con la misma rapidez, observamos un aumento de la producción de ofrendas votivas de gran formato, a menudo de un tamaño superior al real. Eran, en su mayor parte, descripciones completas en tres dimensiones (cuando no retratos) de madera[27], de bronce (sphyrelata)[28], de arcilla o de piedra y es posible que representaran a los donantes, tanto varones como mujeres. Estos lugares se convirtieron en las sedes de la autopromoción aristocrática y empezaron a competir unos con otros. En algunos casos, la rivalidad encontró su expresión en competiciones verdaderas, como los juegos de Olimpia (cuya fundación se data tradicionalmente en el año 776 a.C.) y en Corinto[29].
Si nos vamos ahora de la costa oriental y nos centramos en la fachada occidental de Italia, en Cerdeña, observamos una marcada continuidad[30] de la cultura nurágica originaria de la Edad del Bronce Temprana, con su multitud de estructuras de piedra locales, que tal vez tuvieran una función ritual. Estas continuaron usándose, pero con posterioridad al año 1000 a.C. aproximadamente, no se construyeron nuevos ejemplos[31]. El uso de materiales exóticos distingue a un pequeño número de ellas como proyectos construidos por las elites, que podían obtener materiales procedentes de orígenes remotos, pero, no obstante, cumplían en el nivel local la función de foci para la formación de identidad. Esta identidad se asociaba con una práctica concreta. Los individuos o los grupos, en contextos rituales, conservaban la tradición de insertar pequeñas figurinas de bronce en las grietas de los muros[32]. Las figuras y las escenas que representaban harían referencia a historias contadas con frecuencia y solo ver la parte visible de las figurinas habría sido suficiente para que los visitantes recordaran el relato. Esto no solamente garantizaba un mundo narrativo compartido, sino que, combinado con el uso ocasional de escenas que hacían referencia a acontecimientos actuales y a motivos personales, en un edificio constantemente renovado y bajo un uso constante, habrían conferido, tanto a la estructura como a su localización, un sentido de la permanencia, de estar allí eternamente para uso del pueblo. Aquí también la religión parece haber contribuido a posibilitar y estabilizar un desarrollado sentido de la territorialidad: es difícil imaginar que cualquiera hubiera tenido derecho a contribuir con su figurina. No conocemos el contenido de los relatos vinculados a las figurinas; pero podemos establecer que hay deidades claramente representadas por al menos una minoría de las figuras antropomórficas[33]. La estabilidad, tanto de la práctica como de la cultura local, puede medirse por el hecho de que el desarrollo local no parece haber sido afectado en general por el flujo de importaciones y por la presencia de comerciantes y artesanos fenicios[34].
3. DEPÓSITOS RITUALES
Volvamos ahora al tema de lo «especial», tal y como se ejemplificaba en la región central italiana en los inicios de la Edad del Hierro. En el sur del Lazio, a unos 60 kilómetros al sur de Roma, junto al riachuelo Asturia, se localizan los yacimientos de Campoverde y, unos kilómetros más al sur y descendiendo por el río, los de Satricum. La gente de esta zona, que seguramente constituía una unidad política, tenía la costumbre de arrojar vasijas de cerámica, tanto en miniatura como de tamaño normal, a los pozos excavados dentro de los asentamientos anteriores y al Laghetto del Monsignore, un pequeño lago cerca de Campoverde alimentado del agua procedente de manantiales. No todas las formas se encuentran en ambos tamaños, pero se ha podido demostrar, al menos en algunos casos, que las vasijas de los dos tamaños se fabricaban en el mismo lugar y con las mismas técnicas[35]. Aunque los objetos de cerámica forman el grueso de los hallazgos que han sobrevivido, los