Tristes por diseño. Geert Lovink
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El desencanto con Internet es un hecho1. La iluminación no nos trae liberación sino depresión. El aura alguna vez fabulosa, que rodeaba a nuestras queridas aplicaciones, blogs y redes sociales se ha desinflado. Deslizar, compartir y poner «Me gusta» se sienten como rutinas mecánicas, gestos vacíos. Hemos comenzado a borrar amigos y a dejar de seguir, pero no podemos permitirnos eliminar nuestras cuentas, ya que esto implica un suicidio social. Si «la verdad es lo que sea que produzca más globos oculares», como afirma Evgeny Morozov, la única opción que queda es una huelga general de clics. Como esto no está sucediendo, nos sentimos atrapados, encontrando consuelo en los memes.
El enfoque de múltiples verdades de la política de identidad, según Slavoj Žižek, ha producido una cultura del relativismo2. El «consentimiento de fabricación» de Lippmann y Chomsky se ha detenido. Como lo explica Žižek en una entrevista en la televisión británica, el Gran Hermano ha desaparecido3. Ya no existe el Servicio Mundial de la BBC, la voz de radio moderada que una vez nos proporcionó opiniones equilibradas e información fiable. Cada pieza de información conlleva la sospecha de autopromoción, elaborada por gerentes de relaciones públicas y consultores de comunicación, y por nosotros mismos como usuarios (somos nuestros propios becarios de marketing). Lo que está colapsando es la imaginación de una vida mejor. Al protestar, no son «los condenados de la Tierra» los que se están rebelando porque no tienen nada más que perder, sino la clase media estancada y los «jóvenes profesionales urbanos» que se enfrentan a una precariedad permanente.
La conformidad masiva no dio frutos. Una vez que el affaire con la aplicación se acaba y la adicción se revela, el estado de ánimo vira hacia el aborrecimiento y los pensamientos contemplan dejar el vicio de golpe. ¿Qué viene tras el detrimento exorbitante? Después de la arrogancia viene la culpa, la vergüenza y el remordimiento. La pregunta es cómo el descontento actual finalmente se desarrollará al nivel de la arquitectura de Internet. ¿Qué es el tecno-arrepentimiento? ¿Cómo podemos reintroducir la idea de una web descentralizada?, se pregunta la iluminada comunidad tecnológica norteamericana, después de décadas de apoyo poco crítico a sus propios adictivos monopolios en formación4. ¿Su respuesta? Escribe más código. En contraste, la respuesta europea al «Internet roto» es una iniciativa de infraestructura pública llamada soberanía tecnológica y la «pila pública» (veremos más sobre esto en el capítulo 5).
Lo que algunos ven como un alivio es experimentado por muchos como frustración, e incluso odio. El Otro en línea ya no puede ser clasificado como un «amigo». «Si la gente en el mundo exterior le asusta, la gente en Internet le aterrorizará», es una advertencia general que se aplica a todos los sitios. La conciencia sobre los trolls nunca ha sido tan alta. Incapaces de escapar y condenados a permanecer en línea, nuestro encuentro existencial con el troll parece inevitable. Los usuarios están bajo la amenaza de un colapso socioeconómico y, una vez pobres, están sujetos a la economía del posdinero, en la que solo circulan entidades imaginarias. Una vez que han sido dados de baja, estar en línea es su último refugio.
«Estamos aterrojodidos». Así es como Jarett Kobek resumió el sentimiento general en su novela I Hate the Internet, publicada en 2016. La culpa y la frustración son a la vez personales y políticas, a escala global. Ubicada en las calles gentrificadas de San Francisco, la historia describe cómo las computadoras coordinan la explotación de «la población excedente como esclavos perpetuos». ¿Qué sucede una vez que la comprendemos que «todas las computadoras del mundo fueron construidas por esclavos en China» y que tú eres la persona que usa esos mismos dispositivos? ¿Qué sucede cuando nos reconocemos personalmente como los cómplices culpables, «sufriendo la indignación moral de un escritor hipócrita que se ha beneficiado del botín de la esclavitud»?5
¿Qué sucede si la economía actual de Internet de lo gratuito es el escenario futuro predeterminado para el 99 %? Esta es la parte intrigante de la filosofía Hazlo Tú Mismo de Kobek, que él presenta como una ciencia ficción del presente. ¿Qué sucederá cuando la concentración de poder y dinero en manos de unos pocos se vuelva irreversible y abandonemos toda esperanza de una redistribución de ingresos? Para Kobek, este ya es el caso. El dinero tradicional ha fracasado, reemplazado por la microfama de los influencers, «la última moneda válida del mundo», que es incluso más susceptible a las oscilaciones que el dinero. «El dinero tradicional había dejado de ser un intercambio de humillación por comida y refugio. El dinero tradicional se había convertido en el equivalente de un mundo de fantasía».
Kobek se describe a sí mismo como un defensor de la «mala novela» en contraste con la ficción literaria de la Guerra Fría patrocinada por la CIA llamada «buena novela» –una categoría que continúa existiendo en la obra de Jonathan Franzen, «quien escribió sobre personas del Medio Oeste de los Estados Unidos que no tienen mucha eumelanina en sus epidermis». Las novelas malas se definen aquí como historias que «imitan a la red de computadoras en su obsesión con los medios de comunicación basura, en su presentación irrelevante e irregular de contenido», historias llenas de personajes que tienen un «profundo afecto por la literatura juvenil», como Heinlein, Tolkien y Rand. Todo esto te hace preguntarte en qué categoría podría encajar la actualización de Dave Eggers de 1984, The Circle. ¿Puede esta historia sobre la economía predictiva, impuesta por una fusión ficticia de Google y Facebook, ser clasificada como mala novela original en esta categoría? ¿Qué sucede cuando ya no somos capaces de distinguir entre utopía y distopía?
Para Kobek, la fama e Internet son dispositivos para despojarnos de agencia. La promesa de la fama engaña a las personas con imágenes de éxito grotesco. Mientras crean en sus sueños, todo el mundo es un artista y una celebridad, emulando a ejemplos como Beyoncé y Rihanna, que son inspiraciones en lugar de buitres. Tales casos de celebridades mostraron «cómo las personas impotentes mostraron sus súplicas ante sus amos». Los fans son compañeros de viaje en un viaje por la vida; no son consumidores que compran un producto o servicio. Según Kobek, «los pobres están condenados a Internet, un recurso maravilloso para ver televisión de mierda y experimentar angustia por los salarios de otras personas». Construido por «hombres sin sentido», Internet no invoca más que basura y odio, dejando a los pobres con las manos vacías, sin nada que vender. Los pobres hacen dinero para Facebook, nunca será al revés.
El estilo de Kobek se ha comparado con el de Houellebecq debido a la dureza de sus personajes. Deambulamos por el ambiente cínico de las startups de la Bahía de San Francisco donde manifestantes «lanzan piedras al bus de Google», pero Kobek se niega a llevarnos dentro. Esta es la perspectiva de los marginados y los desesperados, una perspectiva que al menos promete algunas ideas reales. Se nos hace notorio el imaginario colectivo desértico de la clase geek, esa mezcla de Hacker News, Reddit, 4chan, juegos y porno. A diferencia de una novela de ciberpunk, no ingresamos al ciberespacio, no nos enchufamos y nos deslizamos por los perfiles que fluyen a través de Instagram. No se trata de una «ilusión del fin». Y esta es la principal diferencia de la generación revolucionaria-utópica de 1968: tenemos la extraña sensación de que algo apenas ha comenzado. En esta era distópica e hiperconservadora, ya no nos enfrentamos al deber histórico de enfrentar la finalidad de los episodios de la sociedad, como el Estado del Bienestar, el Neoliberalismo, la Globalización o la Unión Europea. En cambio, nos han atraído a un estado perpetuo de retromanía, porque, como señaló el fenecido Mark Fisher, es el presente el que desapareció («Make America Dank Again»).
Dentro de estos pseudoeventos no hay cronología, ni desarrollo, ni principio ni medio, y mucho menos un final. Estamos más allá del proceso terminal, se trata del mosaico posmoderno. Todo se está acelerando. Este debe ser el estilo catastrófico del siglo