Luis Simarro. Heliodoro Carpintero Capell

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Luis Simarro - Heliodoro Carpintero Capell Fora de Col·lecció

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no sólo dejaba de tomar parte en el himno de admiración y agradecimiento que la humanidad entonaba en honor de los filósofos del siglo XVIII, sino que despreciando los más prácticos y elementales conocimientos, por entregarse a las fútiles y ridículas sutilezas teológicas, proscribía de las universidades las ciencias útiles tan completamente, que D. Diego de Torres descubrió por casualidad existiesen matemáticas, y Blanco White, que estudiaba en Sevilla, supo con admiración que había literatura… (íd.: 75-76).

      Y añade: «Imposible es de todo punto hablar de esta era de la historia española sin sentir que la vergüenza sube al rostro y la misantropía se apodera del corazón» (íd.: 76).

      En estas pocas palabras, encontramos recogido y sintetizado el espíritu renovador, reformista, que animaba a Simarro y que le llevaba a criticar de modo implacable la historia moderna de nuestro país y su alejamiento de la ciencia moderna y de la filosofía. En su discurso, se anticipaba a la gran polémica sobre «la ciencia española» que se desencadenó en 1876 entre los espíritus críticos sobre la aportación científica española en la Edad Moderna. Gumersindo de Azcárate, Manuel de la Revilla y otros veían frustrada esa posible ciencia por la presión de la Inquisición y la ortodoxia eclesiástica durante la modernidad, mientras surgía la defensa a ultranza de la labor de la Iglesia católica, hecha desde posiciones conservadoras por Gumersindo Laverde y Marcelino Menéndez Pelayo. Simarro, claramente alineado con las posiciones progresistas, echa de menos una ciencia moderna y una filosofía en nuestra historia, por culpa de un potente espíritu inquisitorial que ha impedido la reflexión en libertad. Su crítica, sin embargo, salva muchos nombres que no siempre fueron adecuadamente valorados.

      En efecto, en este panorama que siente como desolador, Simarro encuentra algunos nombres españoles a los que rinde tributo de admiración; entre ellos se cuentan los del P. Feijoo, el conde de Aranda, Olavide, Azara, Campomanes, Jovellanos. No obstante, lamenta que todavía haya quien alabe aquella «ominosa época» (íd.: 76). También valora positivamente la Constitución de 1812 y el liberalismo que la hizo posible, pues trajeron libertad y cultura, gracias a figuras como los «Quintanas y Esproncedas (…) los Martínez de la Rosa y Torenos (…), los Argüelles y Galianos…» (íd.: 78). Gracias al liberalismo, dirá, se logró disipar el fanatismo y la ignorancia, y ha mejorado la cultura –como lo prueban los nombres de muchos contemporáneos, artistas y políticos del mundo isabelino: Hartzenbusch, el duque de Rivas, Modesto Lafuente, Campoamor, Pi i Margall, Cánovas, Castelar y muchos más (íd.: 79-80). Hallamos aquí una sorprendente valoración positiva del tiempo inmediatamente anterior, en labios de un joven que participaba de los ideales republicanos y había andado en las barricadas.

      Pero sobre todo, se queja de que no haya una auténtica filosofía española. (Era una queja importante, hecha por un joven que creía que la filosofía había de ser la coronación de una cultura fuertemente apoyada en la ciencia y el saber natural). Se ha intentado, dice el conferenciante, traer pensamiento de fuera, recurrir a la importación –tal sería el caso de «Balmes, Sanz del Río, Nieto» (íd.: 105)–, pero ha sido sin éxito. De esta suerte, en el mundo de la filosofía española no hay sino «una confusa mezcla de reminiscencias escolásticas con teorías Yoístas, de eclecticismo francés con ultramontanismo católico y de ininteligibles traducciones alemanas con el racionalismo revolucionario» (íd.: 105). Lo que hay en el fondo, dice con fórmula muy personal y sugestiva, es simplemente «el neo-platonismo y el neo-catolicismo (…) filosofía cristiana y sistema ecléctico…» (íd.: 107), dos sistemas que, en su opinión, ya habrían sido ampliamente superados en el resto de Europa. Filosóficamente, estaríamos viviendo todavía en el pasado.

      En efecto, hacía tiempo ya que en Europa vino a suceder a la Ilustración una reacción espiritualista, bajo esas dos formas del «neo-platonismo» y «neocatolicismo», que ahora estarían ocupando la escena española. Considera que ambas son unas «doctrinas místicas, trascendentales e idealistas» (íd.: 108), principalmente francesas, alejadas de la experiencia real, que han dejado «en el vacío a la razón» (íd.: 109). Esta habría sido la obra de Cousin, Jouffroy, Maine de Biran y otros nombres análogos. Pero en Francia, al fin y al cabo, todas estas elucubraciones vinieron a propiciar una reacción que ha traído la vuelta al «antiguo hogar de la filosofía positiva», o sea, que ha forzado al sabio a volver al laboratorio, a los anfiteatros de anatomía y a los gabinetes de física. Gracias a ello, en Europa se ha acertado a rectificar, y con ello ha ido creciendo y avanzando el positivismo.

      Para Simarro, el surgimiento de esta doctrina ha dado nueva fuerza a la experiencia y al sentido común. Se vuelve de nuevo a emplear la inducción y la observación, se razona a posteriori, se «proclama la relatividad de todas las teorías, la libertad de todas las ideas y el respeto a todas las opiniones» (íd.: 109). Ahora, además, en vez de fantasear, el filósofo prefiere «ignorar determinados asuntos» (íd.: 110) donde su método no le permite trabajar con evidencias, para no caer en el error. Este es el nuevo espíritu que la Revolución parece haber traído a nuestra patria, donde habría arrancado «de los labios de la ciencia el impío sello que la mano de la reacción colocara» (íd.: 111). Y ahora la razón «vuelve, cual hijo pródigo, por la senda del sentido común al antiguo hogar de la filosofía positiva» (íd.: 109). Este es el mensaje que el conferenciante quiere trasmitir a sus oyentes: la buena nueva del positivismo y la recuperación del espíritu positivo.

      Simarro cree que este cambio no es una pura variación en el campo de las ideas, sino que es la llegada de un nuevo modo de pensar, del que se ha de beneficiar la sociedad y en general la vida española. Esta nueva manera de ver las cosas, esta nueva mentalidad, es lo que nuestra sociedad necesita, y es justamente lo que aún nos falta consolidar. Simarro recuerda las obras de los autores alemanes, como Virchow, Moleschott, Vogt, Büchner –todos ellos autores fuertemente materialistas–, y las de los pensadores franceses de la nueva escuela positivista –Littré, Comte, Fleury o Leuret–, al tiempo que critica las de nuestros pensadores místicos y espiritualistas. Estos últimos, añade con fraseología romántica, «caerán en el ridículo de los perros que ladran a la Luna si tratan de oponerse a la majestuosa marcha de la humanidad que recorre impasible la órbita de su destino» (íd.: 108).

      La nueva filosofía, el positivismo científico, representa una nueva manera de ver las cosas. Es una manera de pensar que nuestra sociedad necesita implantar para estar a la altura de los tiempos. El joven intelectual valenciano, en los días inquietos de la república, se siente obligado a realizar esta labor de apostolado del pensamiento científico. La nueva mentalidad nos obliga a atenernos a la experiencia sensible y concreta, que se muestra a través de un mundo de fenómenos, por debajo del cual no sabemos, ni podemos saber, lo que hay. Se ponen en cuestión las supuestas bases metafísicas de la experiencia y se toma la ciencia como saber seguro y fundamental.

      Dice el joven apóstol del positivismo:

      El positivismo surge armado como Minerva del cerebro de la civilización moderna (…) brilla en sus ojos el entusiasmo de la ciencia, y en los severos contornos de sus labios parece leerse la inmortal frase de Sócrates: «sólo sé que nada sé» (íd.: 109).

      Recogía así la tesis de uno de los grandes promotores de la nueva visión del mundo científico-positivo, Herbert Spencer, quien como es bien sabido, consideró como «incognoscible» el supuesto fundamento metafísico de todo lo real, algo que tal vez pensamos, pero que no podemos probar ni llegamos a alcanzar a través de nuestros sentidos (Gaup, 1930). También en Alemania otro científico famoso, Emil DuBois-Reyrnond (1818-1896), iba a afirmar casi por los mismos días que Simarro –en 1872, también– que la ciencia debía ceñirse al estudio de los fenómenos, y que, frente a todo lo que esté más allá de estos últimos, sea o no su soporte o fundamento, solo cabía decir tres palabras: «Ignoramus et ignorabimus» –o sea, que ignoramos y que habremos de seguir ignorando en el futuro–. Estas palabras de su Ueber die Grenzen des Naturerkennens (1872) se convertirían en lema del agnosticismo metafísico moderno, ampliamente aceptado por científicos e intelectuales de la época. Ahí estaba situado el joven estudiante

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