Luis Simarro. Heliodoro Carpintero Capell
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A través de estas páginas vemos que su joven autor se sitúa personalmente, dentro de este debate, a favor claramente del nuevo espíritu de los tiempos. Estará, desde entonces y en el porvenir, a favor del positivismo y del evolucionismo o «transformismo», como acabamos de ver. La declaración de principios en que la conferencia consiste la irá revalidando en sucesivas ocasiones a lo largo de su vida. Procurará atenerse a los hechos, especialmente a los hechos concretos y positivos captados mediante la observación y puestos en relación mediante la experimentación; será además partidario de una concepción causal determinista, que asuma la evolución y la complejidad creciente de la vida orgánica, regida por los valores de la utilidad y la adaptación. El relativismo de las ideas irá unido en su espíritu al reconocimiento y la defensa de la libertad personal, y todo ello le enfrentará enérgicamente a cualquier dogmatismo y fundamentalismo religioso, político y social.
El texto de aquella conferencia no llega mucho más lejos intelectualmente, pero como gesto público es una obra que da expresión a una fuerte crítica hacia las presiones censoras de la libertad de pensamiento que Iglesia y Estado impusieron en los siglos de la modernidad, y representa también una enérgica defensa de la acción social del intelectual, llamado a criticar los errores y presiones. Es una llamada a favor del pensamiento moderno que se estaba afirmando en aquellos días fuera de nuestras fronteras, así como una enérgica declaración de europeísmo, como vía para transformar la sociedad.
La conferencia trajo sin duda algunas consecuencias desagradables a su autor, por el hecho de mantener las ideas que acabamos de resumir. Muy probablemente, la familiaridad y el aprecio que aquí se descubren hacia estas doctrinas, y sin duda, el gesto público de dar a la imprenta esta proclama positivista, pudieron constituir un factor, tal vez el principal, que determinara su choque académico y personal con uno de los catedráticos más poderosos de la Facultad de Medicina valenciana, hecho que tuvo efectos.
En efecto, el joven Simarro terminó enfrentándose al catedrático de cirugía Enrique Ferrer Viñerta (1830-1891) y, de resultas de este choque, optó por trasladarse a Madrid para terminar sus estudios.
Ferrer era un gran cirujano, que además ocupaba un puesto central en el mundo académico de la Facultad, de la que fue decano muchos años. Tenía prestigio en las aulas y también en la ciudad. Ideológicamente, era un vitalista enfrentado directamente con el mecanicismo propio de las ideas transformistas. En 1872, el mismo año de la conferencia de su alumno, en pleno trasiego de ideas progresistas, ocupó la tribuna del Instituto Médico Valenciano para pronunciar una lección de tema polémico: «La vida es independiente de las leyes de la materia inerte», sin duda una defensa del vitalismo frente a los materialismos. Este mismo curso 1872-1873, el estudiante estaba matriculado como alumno libre y aprobó todas las asignaturas excepto la Clínica quirúrgica, que impartía Ferrer. El profesor vitalista y el alumno evolucionista mantenían posiciones incompatibles entre sí, no solo en lo científico, sino también en lo político. El choque trascendió los límites estrictos del aula universitaria. Simarro suspendió, irremediablemente, la asignatura de Ferrer. Un sentido pragmático le aconsejó cambiarse de facultad para terminar una carrera por la que ya sentía una atracción creciente.
HACIA UNA MEDICINA SOCIAL
Aquel médico en ciernes que aún era había aprendido en su propia carne lo importante que es la acción de los individuos en la sociedad y la eficacia de una presencia personal en tribunas e instituciones públicas. Había estado implicado en la Junta revolucionaria y establecido contactos con prohombres del progresismo valenciano. Su sentido de responsabilidad social le animó a impartir lecciones de higiene laboral en el Centro Republicano de la clase obrera de Valencia, ya en 1870. Sin duda pensaba que el saber había de estar puesto al servicio de los demás, y muy particularmente al servicio de las clases más menesterosas. En particular, los temas de la higiene tenían entonces una innegable actualidad, especialmente en lo relativo a la prevención de la lepra, el cólera y el paludismo. Pocos años después, iba a conmocionarse la conciencia de los ciudadanos y de los hombres de ciencia ante el hallazgo, no sin problemas ni dificultades, de la vacuna del cólera por el médico catalán Jaime Ferrán (1885), como después veremos.
Su preocupación encajaba con los objetivos y esfuerzos que desde mediados de la década de 1850 había ido adquiriendo un movimiento defensor del «higienismo», en el que convergían figuras de la medicina, la sociedad y la política. Se pretendía promover la salud desde la sociedad.
La medicina se fue abriendo a esta perspectiva social en la segunda mitad del siglo XIX, especialmente al desarrollarse los aspectos de prevención de la enfermedad, que vinieron a ordenarse en un cuerpo teórico-práctico de «higiene pública». Precisamente en 1875 Max von Pettenkofer (1818-1901), profesor en Múnich (Alemania), logró establecer el primer Instituto de Higiene que se conoce. La salud se iba convirtiendo en un tema colectivo, social, más allá de lo puramente personal, aunque en medio de dificultades sorprendentes. A comienzos de la década de 1860, todavía fracasó el médico húngaro Philippe-Ignace Semmelweis (1818-1865) en su lucha a favor de la limpieza y la esterilización de manos e instrumentos médicos en la práctica obstétrica. Semmelweis fue un descubridor no atendido que trataba de alertar sobre los riesgos que tenía la infección clínica que azotaba las salas de parto de los hospitales, donde innumerables mujeres parturientas morían de fiebres puerperales. Solo cuando los hallazgos de Louis Pasteur (1822-1895) y de Robert Koch (1843-1910) pusieron más allá de toda duda razonable la existencia de microbios, organismos microscópicos cuya acción sobre los organismos era patógena, cobraron nueva fuerza las tesis del médico húngaro, quien a raíz de su fracaso había terminado sus días en un manicomio. Los hallazgos de los microbios, de las vacunas, la lucha contra las epidemias, las técnicas de esterilización e higiene, no eran simples hallazgos de una ciencia en expansión, sino un conjunto de factores que determinarían la emergencia de una nueva mentalidad médica: la «mentalidad etiopatológica», que vino a sustituir a la anatomo-patológica precedente.
Fue un cambio esencial. Como ha escrito Laín,
no (…) es fácil imaginar la fabulosa impresión que en los médicos del último cuarto del siglo XIX produjo (la) larga serie de hallazgos etiológicos. La idea, por demás fundada, de que la medicina entraba en una etapa histórica nueva, y la ilusión, harto más discutible, de que la enfermedad infecciosa iba a desaparecer pronto de la superficie del planeta, alentaron en casi todas las mentes. No debe sorprender que se intentase construir una nosología etiopatológicamente orientada, rival de las que anatomopatólogos y fisiopatólogos habían propuesto en los decenios anteriores a Pasteur y Koch (Laín, 1963: 586-587).
Todo esto era lo que estaba en juego, por debajo de las preocupaciones higienistas de Simarro. No solo el cumplimiento de un importante deber del médico para con la sociedad, tratando de librarla de enfermedades y de padecimientos, y defendiendo y promoviendo la causa de la salud individual y colectiva, sino también un modelo teórico médico de fondo, desde el cual había que pensar los problemas de la salud y la enfermedad de un modo sólidamente fundado en los hechos positivos que la investigación iba esclareciendo.
En último término, lo que en todos estos temas quedaba puesto en cuestión era el proyecto de médico, como hombre de ciencia, que el joven estudiante terminaría por asumir. Estaba en juego una idea de terapeuta de enfermedades que había de ser a la vez un higienista con sentido social. Desde su juventud parece Simarro haber vivido este doble compromiso, que lo ligaba a la vez con la ciencia