Delitos Esotéricos. Stefano Vignaroli
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Escuché un ruido fuerte que provenía del estudio y corrí a la habitación de mi padre con un feo presentimiento. Lo encontré tirado sobre el escritorio, al lado una lacónica nota, donde sólo había escrito una palabra: Perdonadme.
No conseguí derramar ni una lágrima. Mi madre ni siquiera pareció disgustada por la pérdida, es más, quizás para ella había sido una liberación. Sentía la necesidad de hablar con alguien que no fuese mi madre, con alguien que me comprendiese, y el único con quien podía hacerlo era con Stefano. Lo fui a ver a su estudio veterinario, en las afueras de Jesi, y sólo entre sus brazos conseguí dar rienda suelta a todas mis lágrimas.
―He sufrido mucho estos últimos años, he visto demasiado mal a mi alrededor y me gustaría ponerle remedio ocupándome de un trabajo que sea útil a alguien y, al mismo tiempo, que me satisfaga personalmente. ¡Dame un consejo, te lo ruego!
Él me había sonreído, intentando enjuagar mis lágrimas.
―Te has diplomado hace poco con la máxima nota, tienes un buen conocimiento de psicología y de sociología, además, adoras a los animales, en concreto a los perros. Si te interesa, un cliente mío, un superintendente de la Polizia di Stato, me ha explicado hace unos días un proyecto para la creación de una unidad canina dependiente de la Jefatura de Ancona. A la espera de que lleguen los fondos y los equipamientos, le ha sido asignado un pastor alemán, para utilizar como perro antidroga en el puerto. ¿Por qué no pruebas la carrera de policía? ¡Ahí te veo perfecta! Luego, una vez que hayas entrado, tendrás la posibilidad de hacer valer tus cualidades de experta en perros. Yo estoy aquí y te ayudaré siempre cuando lo necesites.
En ese momento, había juzgado la idea un poco estrafalaria pero luego, considerando que no creía que fuese una mujer idónea para el matrimonio, dada la pésima experiencia que tuve de mis padres, unos días después me presenté en la Jefatura de Ancona y cumplimenté la petición de admisión para el curso de cadetes.
Terminado el curso, la carrera no fue tan fácil como había pensado. Transcurrió bastante tiempo antes de que pasase al servicio activo y, mientras tanto, me había inscripto en la facultad de Derecho en Macerata, dedicándome sobre todo a la criminología.
No había conseguido ni siquiera hacer un examen, ya que finalmente llegó la carta de empleo con la designación de agente de policía de primera, asignada a la Jefatura de Ancona. Al principio parecía que a nadie le interesaban mis cualidades de criminóloga ni mis dotes para saber trabajar con los perros. Pasaba largas jornadas a bordo del coche de policía por las calles de la ciudad, parando autos en los puestos de control o arrestando a borrachos, drogodependientes o prostitutas. Realmente no era el trabajo que me había esperado y además, acabado el turno, estaba tan exhausta que era impensable coger los libros para ponerse a estudiar.
Pero no bajaba la guardia y siempre buscaba la ocasión de demostrar a mis superiores mis autenticas capacidades. Después de un par de años de servicio, la promoción al grado de subinspectora era automática y de esta manera se había abierto para mí la posibilidad de seguir a los compañeros inspectores en algunas investigaciones.
La idea de un grupo de perros dependiente de la Jefatura de Ancona había sido monopolizada por un colega, el subinspector Carli, destacado en el puerto, donde éste último no hacía otra cosa que olisquear, con su pastor alemán, a cualquier turista de paso, de manera que quitaba al desgraciado de turno, de vez en cuando, unos pocos gramos de la ropa interior. Pero la auténtica droga, la que sabíamos que se movía por kilos en el puerto de Ancona, nunca la había interceptado.
Finalmente, un día se presentó mi gran ocasión. Junto con el inspector Ennio Santinelli, un tipo listo, pero al que le faltaba ese toque especial que sirve para distinguirse de los otros, estaba investigando sobre un tráfico de perros robados, que según creíamos eran exportados al extranjero, después de quitarles el posible tatuaje. Según el compañero eran por lo general canes de caza que luego se vendían en Grecia, Albania y Turquía. Tal como yo lo veía había algo más, ya que a menudo se trataba de canes mestizos y de todas las edades, incluso ancianos. Había preguntado a Stefano y tampoco a él, como veterinario, la cosa no le cuadraba demasiado.
―Si se quiere especular con tráfico internacional de perros, o son perros de caza con una excelente genealogía y jóvenes, o son perros entrenados para la lucha. Aquí hay algo que no encaja ―me había dicho por teléfono.
Una mañana de marzo llegó a la central un fax desde Grecia. Una asociación animalista indicaba que en Patrasso, a bordo de un transbordador destinado a Ancona, había sido embarcado un TIR que oficialmente transportaba caballos. Pero, mezclados con los equinos había por lo menos un centenar de perros transportados en condiciones inhumanas. El subinspector Carli aquel día no estaba de servicio y el inspector Santinelli, un poco debido al frío intenso de la mañana, un poco porque no quería invadir el campo del colega, era reacio a ir al puerto.
―No creo que esto nos interese demasiado ―había dicho Santinelli ―Ve tú, Caterina, a echar un vistazo y, si lo crees necesario, haz que intervenga el servicio veterinario público.
En cuanto llegué al embarcadero donde estaba atracado el transbordador proveniente de Grecia, enseguida noté un gran alboroto de los animalistas que reclamaban la confiscación inmediata de los animales. Por otra parte, el capitán del transbordador sostenía que dentro del barco, según los acuerdos internacionales, las autoridades italianas no podía intervenir y él había recibido un mensaje del armador griego de que no hiciese desembarcar el TIR, que volvería a Patrasso. Todo esto me convenció, cada vez más, de que me encontraba en presencia de un sombrío tráfico. Había pedido los papeles del TIR, el plan de viaje y los documentos de los animales. Camión, unidad de tracción y remolque, provenían de Turquía y tenían como destino final Hannover. Por los documentos de transporte resultaba que el vehículo debía transportar sólo caballos destinados al matadero. Intentando explicarme en lengua inglesa con el conductor griego, había conseguido sonsacarle la información que, entre los caballos, se transportaban también algunos perros. Me había mostrado algunos certificados sanitarios, que demostraban la vacunación antirrábica y otros tratamientos, pero que, escritos en griego, eran muy poco comprensibles. El conductor afirmaba que tenía unos cuarenta perros a bordo mientras que los animalistas sostenían que había por lo menos un centenar. Hubiera querido hacer desembarcar el camión para comprobarlo con calma pero el capitán de la nave continuaba oponiéndose. Necesitaba una estratagema. Había cogido el teléfono móvil y, aunque en aquella época las tarifas de telefonía móvil eran todavía muy altas, había llamado a Stefano, que me proporcionó el consejo.
―Si los animales llevan viajando más de 24 horas, por su bienestar y según las leyes internacionales vigentes, deben tomar agua, ser alimentados y dejarlos descansar, así que imponte sobre el capitán y haz desembarcar el TIR. Verás como no podrá oponerse. Si no se atuviese a las reglas, de hecho, se arriesgaría a perder su bien retribuido trabajo.
El capitán había amenazado con que, a continuación, protestaría oficialmente, pero por el momento había hecho desembarcar el camión. En su interior, en efecto, había pocos caballos y muchísimos perros. Había llamado enseguida al inspector Santinelli y al magistrado de turno, porque tenía la intención de confiscar toda la carga. Lo conseguí superando la reticencia de mi colega y del magistrado, que estaban realmente inquietos, ya que debería encontrar un puesto adecuado para todos los animales.
Cuando conseguí comprobar el número de los perros, ciento dos en el recuento final, me asombró el hecho de que todos eran de tamaño mediano, todos mestizos y todos con grupas de prominente musculatura.
¿Por qué