Delitos Esotéricos. Stefano Vignaroli
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Al comienzo del verano de 1997 estábamos preparados para partir. La inauguración del destacamento había tenido lugar en presencia de importantes autoridades, el Prefecto, los Alcaldes de Ancona y de Falconara Marittima y funcionarios del Ministerio del Interior. Al acabar nuestra demostración de trabajo con los perros, en acciones simuladas de búsqueda de droga, de explosivos y de acciones dirigidas a capturar delincuentes, la jornada había concluido con una exhibición de los Frecce Tricolori3. Para mi consternación, única nota triste del día, me enteré de que esa era la última aparición en público en que participaba el jefe superior de policía Ianello, ahora ya próximo a la jubilación.
Con ni siquiera 26 años, en definitiva, tenía un cargo de responsabilidad y de gran satisfacción. Realmente el apoyo de Stefano, ya sea como médico de nuestros perros, ya sea como amigo de confianza, nunca había fallado. Todos los perros escogidos trabajaban a la perfección. Sólo con respecto al rottweiler me tuve que arrepentir de la elección.
―Para contener a la multitud ―me había advertido Stefano ―necesitas perros que monten una escena, que infundan temor en quien los tiene delante, ya sean los hinchas del estadio o los manifestantes en una plaza. Pero los perros no deben provocar nunca lesiones personales. El rottweiler es un traidor. Parece un bonachón, está allí tranquilo y te mira, parece que ni se preocupa por ti. Pero como te tenga a tiro, sin ni siquiera advertir con un gruñido, es capaz de destrozarte vivo. La fuerza de sus mandíbulas es superior a la de cualquiera otra raza de perros. Medida con el dinamómetro, la fuerza de su mordida llega a los 230 kilos con los 80 del pastor alemán y los 120 del mastín napolitano. Es, en la práctica, una máquina de guerra. ¡Jamás te fíes de él!
Para mi consternación, después de que Thor, este era el nombre que le había sido asignado, había sido el responsable de alguna fea broma adiestrándose con su guía, fue necesario reformarlo. Habitualmente un perro se reforma al acabar su carrera, cuando ya es muy viejo para llevar a cabo sus funciones y, en la mayor parte de los casos, el guía, que ya ahora tiene una relación particular con el perro, lo adopta y lo mantiene junto a él, al considerar, de hecho, que es un animal que todavía tiene unos años de vida. Si eso no ocurre, el perro reformado debe ser sometido a eutanasia, incluso porque no es concebible que perros adiestrados de esta manera acaben en manos de personas que no son de fiar. Era consciente de que el fin de Thor sería la inyección letal y no conseguía tranquilizarme, pero miraba a su guía, con el brazo todavía vendado y no podía asumir la responsabilidad de que eso ocurriese otra vez. Thor había sido sustituido enseguida por otro pastor alemán, esta vez escogido por mí en un criadero local. Lo cogería desde cachorro y lo adiestraría yo misma hasta el momento de asignarlo a un guía.
Aparte del desagradable episodio de Thor, las jornadas transcurrían veloces. Todos los días el equipo estaba ocupado en adiestrar por lo menos dos o tres horas, luego estaban los servicios, el control antidroga en la aduana del aeropuerto, los servicios durante la ferias y mercados en búsqueda de posibles carteristas o traficantes. A veces nos llamaban también de lugares distantes, para intervenir en protección civil, en ocasión de terremotos u otras calamidades naturales, para recuperar posibles supervivientes debajo de los escombros, o para la búsqueda de personas perdidas en la montaña, no sólo en ocasión de desprendimientos o avalanchas, sino también porque, a lo mejor, se habían extraviado durante una excursión. La fama de mi equipo, con el tiempo, había superado los límites de Le Marche y a menudo éramos llamados para servicios muy distantes de nuestra base. En el equipo faltaba un perro que supiese rastrear una pista, seguir los rastros, en definitiva, ayudar al policía también en una investigación, además de en una acción. Llegaría enseguida y sería mi Furia, un springer spaniel, hijo de una perra del inspector Santinelli.
El flujo de mis pensamientos fue, en un momento dado, interrumpido definitivamente, por la frenada del avión en la pista y por la consiguiente apertura de la puerta. Estaba a punto de comenzar un nuevo capítulo de mi vida.
1 Capítulo 2
Estaba intentando orientarme en la sala de llegadas del aeropuerto para comprender dónde estaba la cinta transportadora por la que llegarían mis maletas cuando un energúmeno con el uniforme de verano de la Polizia di Stato se acercó a mí con aire decidido. Una altura de al menos un metro noventa centímetros, pelo cortado a cepillo, ojos azules y perfectamente afeitado, los bícipes a duras penas podían ser contenidos por las mangas cortas del uniforme. Esbozó un saludo militar, luego, pensándolo mejor, me tendió la mano.
―¡Comisaria Ruggeri, imagino! Soy el inspector Mauro Giampieri y desde este momento estoy a su servicio. Tengo instrucciones precisas de parte del jefe superior de policía, debemos irnos enseguida a la escena de un crimen ocurrido esta noche en Triora, un pueblo en el interior de Imperia. Ya le he ordenado a un agente que retire su equipaje y lo lleve a la jefatura. Sígame, no tenemos tiempo que perder.
Estaba un poco mareada y lo seguí sin poner objeciones, aunque me hubiera gustado comenzar de una manera distinta, cogiendo un taxi hasta Imperia e instalarme en mi puesto de trabajo después de haberme refrescado un poco, por lo menos, en el hotel. Cuando luego vi el coche de color blanco y azul de la Polizia di Stato, en el aparcamiento reservado a las fuerzas del orden, hacia el que nos estábamos dirigiendo, no pude evitar sentir un escalofrío: un Lamborghini Gallardo nuevecito. Sabía que existía ese auto maravilloso, capaz de alcanzar una velocidad de 320 kilómetros por hora, equipado con un ordenador con distintas funciones, conectado por satélite a los archivos informáticos de la Criminalpol y de la Interpol, sólo por haber leído algo sobre esto en nuestras revistas.
―Creía que esta joya estaba reservada a la Polizia Stradale ―dije, intentando romper el hielo con el inspector que continuaba manteniendo su paso decidido. Cuando estábamos a unos pasos del coche, los cuatro intermitentes destellaron mientras emitían un bip.
―Este es distinto del que tiene la Polizia Stradale, no como modelo, sino por dotación y prestaciones. Tendré la oportunidad de explicarle muchas cosas mientras vamos de camino, ¡siéntese!
Cuando estuvimos en el coche, insertó una tarjeta en una fisura especial en el volante y compuso un código en un pequeño teclado numérico. Estaba a punto de pulsar el botón de marcha del motor pero se paró y comenzó a trastear con un contenedor.
―¡Su antebrazo derecho, Comisaria! Le inocularé un microchip que contiene ciertos detalles sobre usted, como datos personales, grupo sanguíneo, historial clínico pero que también funcionará como rastreador vía satélite si fuese necesario. Será un momento, no le dolerá. Estas son las órdenes, por desgracia. Yo también me he tenido que poner uno.
La pseudo disciplina militar me estaba poniendo de los nervios e inicié una protesta. ―¡No soy un perro que pueda perderse!
Con movimientos rápidos, abrió una bolsa estéril donde había un algodón embebido de desinfectante y luego, de otra, extrajo una jeringa con una aguja de gran calibre. A pesar de mis protestas, aferró mi brazo y puso en práctica el procedimiento.
―Mantenga el algodón presionado durante unos segundos y póngase el cinturón de seguridad. Nos vamos.
La aceleración pegó mi espalda al asiento del auto. El Lamborghini, en unos segundos, alcanzó una velocidad muy superior a la permitida por el código de circulación, en fin, se metió por la entrada de la autopista y se puso a viajar a una velocidad que rozaba los 200 kilómetros por hora.
―Usted, inspector, parece más un militar que un policía. No conozco su currículo pero creo que lo estudiaré con atención. De todos modos, dado que debemos trabajar juntos y yo siempre he odiado los formalismos, le propondría que nos tuteásemos y llamarnos por nuestros nombres de pila, yo soy Caterina.
Me respondió,