Política y prácticas de la educación de personas adultas. Francisco Beltrán Llavador

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Política y prácticas de la educación de personas adultas - Francisco Beltrán Llavador Educació. Sèrie Materials

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la caverna, cuando se entroniza el diálogo hasta convertirlo en un fin en sí mismo, la búsqueda y la construcción de la ver-dad se convierte en un asunto de opinión, las sombras se toman por las auténticas figuras de la realidad, y el conocimiento se debilita hasta el punto de creer ingenuamente que es un tema de conversación. La primacía desmesurada de las formas actuales de diálogo –su burda traducción en pactos, acuerdos, negociaciones, con-sensos– puede suponer el enmascaramiento por parte del pensamiento débil de aquello que tuvo su origen más noble y más genuino en el pensamiento fuerte, esto es, la dialéctica. En el corazón de la dialéctica, o del diálogo como indagación auténtica del sentido de las cosas, aguarda viva esa «memoria» del logos, que desde nuestra alienación y nuestra amnesia nos resistimos a recobrar.

      Como educadores, no del todo vencidos ni convencidos por el sentido común («consenso») de la retórica dominante, tenemos el derecho toda vez que la responsabilidad de pensar fuerte, apelando a la inteligencia de la razón, exigiéndonos a nosotros mismos, frente a otras voluntades, compromisos fuertes.

      Del hilo de esta contenida reflexión ya se pueden extraer algunos elementos para retomar el impulso crítico al que la EA, junto con otras iniciativas, debe su origen. Eso no significa que pretendamos defender la necesidad de un ideal retorno al pasado, pero sí la urgencia de reelaborar un discurso que está siendo secuestrado bajo argumentos, esgrimidos a modo de coartada, como el de la adaptación a «las grandes transformaciones producidas» y el del «acelerado cambio de los conocimientos y de los procesos culturales y productivos». Después del trayecto sugerido en este capítulo y que nos ha conducido hasta aquí, lo que nos proponemos en este último apartado, para no darnos por vencidos, es esbozar unas cuantas convicciones que forman parte de ese proceso dialéctico (o dialógico) que Freire llamó de «concienciación». Estas convicciones deben contemplarse como unas primeras acotaciones o apuntes para la reelaboración de ese discurso crítico que está siendo colonizado y sometido por los medios y los poderes en dominio y que a todos, población y público adultos, nos pertenece por derecho propio.

      En la presentación de este capítulo habíamos mencionado la figura de una «amnesia organizada» como una amenaza presente en las sociedades avanzadas. Pues bien, no darse por vencido ante esta amenaza significa hoy en día intentar escapar de la atracción de ese agujero negro del olvido que está devorando parcelas considerables del mundo de la vida. Ese olvido organizado no es más que un desprecio por la Historia que nos explica y a la que debemos seguir interrogando incesantemente si todavía creemos en una transformación justa de las condiciones de vida y de trabajo. Devaluando el valor de un historicismo que es si-nónimo de conocimiento y de compromiso social, en nuestras días la moneda en alza que circula es un ahistoricismo ciego que pretende reducir toda una empresa de dimensiones como las de la modernidad a su expresión más chata y mezquina, dando por saldado todo un proyecto histórico y por lo tanto eximiéndonos de la responsabilidad ante cualquier deuda con el pasado y con nuestros sucesores. Ese ahistoricismo encontró recientemente su formulación más grosera y desafiante en un reciente y célebre artículo surgido de la factoría del Imperio, en el que su autor, Francis Fukuyama, planteaba un supuesto fin de la historia ante la caída de los regímenes comunistas y la hegemonía planetaria del paraíso capitalista.

      Por lo que atañe a nuestro reducido sector de análisis, la EA aparece como un indicador más de esas contradicciones que permanecen sin resolver y que cuestionan la unidireccionalidad del progreso social y cultural. Las contradicciones que plantea la EA deben sumarse a todas aquellas que, afortunadamente, desmienten contra todo pronóstico que la Historia está sentenciada a muerte. Sin negar el indudable progreso social y cultural de nuestra sociedad, así como la necesidad de reformas educativas como la presente, observamos que el cambio producido no siempre significa avance, sino más bien desplazamiento, mutación o ajuste. En efecto, nuestro progreso viene acompañado de fenómenos como el mal llamado «fracaso escolar» –una forma más de fracaso social–, la idiotización por los medios de comunicación, la falta de estímulo participativo en los individuos y en los colectivos, y un largo etcétera. Signos, todos ellos, que nos apartan de un optimismo gratuito y que nos obligan a decantarnos hacia un camino de mayor racionalidad, hacia esa «mayoría de edad» que ya Kant reclamaba, y que todavía no parece haberse alcanzado.

      Muy estrechamente ligado con la necesidad de retomar la perspectiva histórica como una guía de nuestras acciones, no darse por vencidos implica también la tentativa de rescatar de ese olvido deliberado cuestiones que siguen siendo no sólo importantes, sino «básicas». Así, si nos remitimos de nuevo a nuestra presente Reforma, se hace necesario recuperar una pregunta –la pregunta– que sustenta a las demás y que se ha silenciado, acallada por el nuevo orden del discurso internacional (ahora que somos europeos), sometida por ese poder del discurso que no es sino un reflejo del discurso del poder. La pregunta, ya lo dijimos, es la cuestión del «porqué», la que inevitablemente nos devuelve al terreno propio de las razones y de los fines, esto es, al lugar de pertenencia de la racionalidad emancipatoria, al seno donde la conciencia, parafraseando a Rigo-berta Menchú, se nos nace y se nos hace.

      Todo un proyecto educativo de la envergadura de nuestra Reforma que está obviando esta pregunta –ya sea que la considere innecesaria, ya sea que la dé por superada, empobreciendo en cualquier caso su contenido– corre el riesgo de quedar convertido en discurso débil, en retórica ambigua que acabará prestando un gran servicio a una tecnocracia que sólo se rige por una lógica lineal y plana, que sólo entiende el idioma de la cantidad («rentabilidad», «eficacia», «eficiencia») y no el de la calidad, cuyo máximo interés reside en su autoconservación y en la eliminación de todo cuanto suponga una amenaza al engranaje de su maquinaria. Por eso, hoy más que nunca, corresponde ejercer el derecho a la duda a través de esa pregunta que es previa a las demás. Y en el caso de la EA, esa pregunta no debe ser exclusiva de cuantos trabajamos en este ámbito, sino que debe abrirse a sectores mucho más amplios para que pueda ser compartida con toda la población adulta hacia la que se orienta nuestra tarea.

      En la medida en que seamos capaces de compartir ese interrogante, y todos los que le acompañan, estaremos haciendo de la participación un principio de acción racional. Una de las críticas más generalizadas y más «razonables» que ha recibido la Reforma por parte del profesorado, ha sido precisamente la que señala el escaso margen de participación y debate que ésta ha generado para su construcción. Tampoco aquí la EA escapa a esa crítica. En nuestro caso, todavía más si cabe, no deberíamos permitir que esa misma demanda que como educadores formulamos a la hora de reclamar mayores cuotas de participación, sea dirigida hacia nosotros por parte de la población adulta. Antes bien, para que ese tipo de crítica no tenga lugar, y con el fin de auspiciar una auténtica participación como acción no sólo comunicativa, sino también, y sobre todo, transformativa, deberíamos comenzar a crear las condiciones para una cultura de la pregunta, de la duda razonable. No darse por vencidos significaría en este caso no quedar convencidos por los discursos dominantes sin haberlos sometido primero al juicio crítico que dictamine el tribunal de la razón. Pero ello pasa, muchas veces, desde el disenso y la resistencia activa antes que desde el consenso o negociación de acuerdos, por la conquista progresiva de espacios de reflexión participativa así como de participación reflexiva.

      Por último, la posibilidad, y por tanto la necesidad, de repensar y reelaborar desde la EA el discurso secuestrado de la modernidad brinda varias oportunidades que no podemos desperdiciar.

      En primer lugar, proporciona a la población adulta una situación generadora o contexto generador, es decir, todo un sistema de retos a superar, que se abre a un proceso por el que se van construyendo nuevos significados, constituyendo y ampliando el horizonte de sentido. La población adulta que atraviesa las instituciones de EA puede encontrar en ellas la ocasión de reconocer la deprivación cultural de que es objeto no como un hecho dado, con una aceptación o resignación

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