Framers. Viktor Mayer-Schonberger
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Desde su colorida oficina repleta de plantas en Cambridge, Massachusetts, Regina Barzilay, una profesora de inteligencia artificial (IA) del MIT, esbozó una solución. Normalmente el desarrollo de medicamentos se centra en encontrar sustancias con una “huella” molecular similar a las que ya sabemos que funcionan. En general este método suele dar buenos resultados, pero no en el caso de los antibióticos. Ya se han examinado la mayoría de las sustancias con una composición similar, pero debido a que estos nuevos antibióticos tienen una estructura tan parecida a la de los antibióticos vigentes las bacterias enseguida desarrollan resistencia. Por ese motivo Barzilay, junto con un equipo diverso compuesto por biólogos e informáticos dirigido por Jim Collins, un profesor de bioingeniería del MIT, adoptó un método alternativo. ¿Y si en vez de buscar sustancias con similitudes estructurales se centrasen en encontrar las que logran el efecto deseado, es decir, matar bacterias? Replantearon el problema no desde una perspectiva biológica, sino de datos.
Barzilay, carismática y segura de sí misma, no parece la típica cerebrito, pero ya está acostumbrada a desafiar las categorías establecidas. Creció hablando ruso bajo el régimen comunista en lo que hoy en día es Moldavia, estudió en Israel en hebreo y continuó su carrera académica en Estados Unidos. En 2014, justo cuando acababa de ser madre primeriza a sus cuarenta años, le diagnosticaron un cáncer de mama que acabó superando después de un complicado tratamiento. Este calvario hizo que se replanteara su investigación y se centrara en la IA aplicada al ámbito médico. Con los años su investigación fue generando un interés creciente hasta recibir una Beca MacArthur, popularmente conocida como la beca de los genios.
Barzilay y su equipo se pusieron manos a la obra. Entrenaron un algoritmo con más de dos mil trescientos compuestos con propiedades antimicrobianas para saber si alguno de ellos era capaz de inhibir el crecimiento de la Escherichia coli, una bacteria muy nociva. Luego aplicaron el mismo modelo a unas seis mil moléculas del Drug Repurposing Hub y posteriormente a más de cien millones de moléculas de otra base de datos para predecir cuáles podrían ser efectivas. A principios de 2020 por fin dieron con lo que buscaban. El algoritmo señaló una molécula a la bautizaron con el nombre de halicina en honor a HAL, el ordenador rebelde de la película 2001: Una odisea del espacio.4
El descubrimiento de un superfármaco capaz de contrarrestar las superbacterias llenó los titulares de todo el mundo. Fue aplaudido por ser un momento de progreso tecnológico, de superioridad de las máquinas frente al hombre. “La IA descubre un antibiótico para tratar las enfermedades fármacorresistentes”, rezaba el titular en primera plana del Financial Times.
Pero ese titular no reflejaba lo que había ocurrido realmente. No fue una victoria de la IA, sino un triunfo de la cognición humana: de nuestra capacidad de estar a la altura de un desafío crucial, de haber sabido concebirlo de manera diferente y alterar ciertos aspectos para abrir nuevos caminos que nos condujeran hasta una solución. El mérito no fue de las nuevas tecnologías, sino de las capacidades humanas.
“Los humanos fueron los que seleccionaron los compuestos adecuados, los que sabían lo que estaban haciendo cuando proporcionaron todo el material al modelo para que aprendiera”, explica Barzilay.5 Fueron los humanos los que definieron el problema, los que pensaron cómo abordarlo, los que eligieron las moléculas que se utilizaron para entrenar el algoritmo y los que luego seleccionaron la base de datos de sustancias que tenía que examinarse. Y cuando aparecieron algunas candidatas, también fueron los humanos los que aplicaron de nuevo su prisma biológico para comprender por qué aquellas sustancias resultaban efectivas.
El proceso para descubrir la halicina fue mucho más que un impresionante avance científico o un gran paso para acelerar y bajar los costes del proceso de desarrollo de los fármacos. Para lograrlo, Barzilay y su equipo tuvieron que utilizar su libertad cognitiva. No sacaron la idea de un libro, ni la heredaron de una tradición científica ni se les ocurrió al atar unos cabos obvios. La idea surgió porque adoptaron una facultad cognitiva única que poseen todos los humanos.
los modelos mentales y el mundo
Los humanos utilizamos modelos mentales para pensar. Son representaciones de la realidad que nos ayudan comprender mejor el mundo. Nos permiten ver patrones, predecir cómo se desarrollarán los acontecimientos y entender las circunstancias con las que nos encontramos. De lo contrario, la realidad nos parecería una avalancha de información, una maraña incompleta de experiencias y sensaciones. Los modelos mentales nos ayudan a poner orden. Nos permiten centrarnos en lo esencial e ignorar todo lo demás, como cuando en una fiesta estamos concentrados en la conversación que estamos manteniendo y omitimos el parloteo que nos rodea. Confeccionamos una simulación de la realidad en nuestra mente para anticipar cómo podría desarrollarse una determinada situación.
Utilizamos modelos mentales continuamente, incluso aunque no nos demos cuenta. Pero hay ciertos momentos en los que sí somos plenamente conscientes de estar evaluando una situación y en los que somos capaces de mantener o cambiar nuestra perspectiva deliberadamente. Suele ocurrir cuando tenemos que tomar una decisión con consecuencias trascendentales como, por ejemplo, cambiar de trabajo, tener hijos, comprar una casa, cerrar una fábrica o construir un rascacielos. En estos casos, nos resulta evidente que nuestras decisiones no se basan simplemente en el razonamiento que aplicamos, sino en algo mucho más fundamental: la perspectiva singular a través de la cual examinamos la situación, es decir, nuestra manera de percibir cómo funciona el mundo. Este nivel subyacente de cognición está compuesto de modelos mentales.
Hace tiempo que sabemos y que damos por sentado que tenemos que interpretar el mundo para poder existir en él, que nuestra manera de percibir la realidad tiene influencia directa en nuestras acciones. Y precisamente por eso el logro de Regina Barzilay fue tan impresionante. Consiguió concebir el problema correctamente. Aplicó un modelo mental; dejó de centrarse en la estructura de las moléculas (es decir, en el mecanismo que las hacía efectivas) y pasó a prestar atención a su funcionalidad (es decir, a si eran efectivas o no). Al enmarcar el problema de manera diferente, Barzilay y su equipo consiguieron realizar un descubrimiento que hasta entonces nadie había sido capaz de lograr.
Barzilay es una enmarcadora. Al enmarcar correctamente la situación, consiguió desbloquear nuevas soluciones.
Los modelos mentales que elegimos y aplicamos son marcos: determinan nuestra manera de comprender el mundo y de actuar en él. Los marcos nos permiten generalizar y realizar abstracciones que podemos aplicar a otras situaciones. Gracias a ellos podemos enfrentarnos a situaciones nuevas en vez de tener que volver a aprenderlo todo desde cero. Los marcos siempre están operando de fondo. Pero también podemos parar un momento y preguntarnos deliberadamente qué marco estamos aplicando y si es el más adecuado teniendo en cuenta las circunstancias. Y en caso de que no lo sea podemos escoger otro que encaje mejor. O incluso podemos inventar un marco completamente nuevo.
Enmarcar bien es una parte tan fundamental de la cognición humana, y hasta hace relativamente poco incluso las personas que estudian el funcionamiento de la mente apenas se habían centrado en profundizar en esta capacidad. Su importancia quedó eclipsada por otras capacidades mentales como por ejemplo la percepción y la memoria. Pero a medida que hemos ido tomando consciencia de la necesidad de mejorar el proceso de toma de decisiones, el papel fundamental que tienen los marcos