Constelaciones visuales. Alejandro Garay Celeita
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En la película hay una presunción constante del viajero, quien es visto como aquel cuya obsesión parece el registrar todo aquello que experimenta a partir de sus sentidos. La obra muestra las ansiedades de los dos viajeros a lo largo del río, como una puesta en escena de unas prácticas que hacen parte de una larga tradición occidental del oficio del viaje. Ellos ven satisfechas sus incertezas en la práctica de la escritura del diario, la toma de fotografías, los dibujos botánicos y, desde luego, la escritura de cartas. Todas estas son formas repetitivas que configuran unas maneras de pensarse como hombres del afuera, de una metrópolis, y que, como sujetos de paso, son parte de unas estructuras de conocimiento cuyas finalidades son tan opacas como los resultados mismos de sus viajes.
El abrazo de la serpiente, en cierta medida, medita sobre la presencia del viajero y sus efectos en unas políticas narrativas sobre la nación. En especial, sobre cómo este encuentro entre el europeo y el nativo forja unas maneras decisivas para pensar ciertas cuestiones sobre el paisaje, la naturaleza y el otro, tanto en su construcción y reconstrucción como en su destrucción. En este sentido, la película acoge las fuentes históricas del siglo XIX y, en extensión, las del siglo XX, las transforma y las pone en circulación. En este trayecto existe una alegoría de un trabajo con el archivo y la escritura como legitimadores visuales de cierto revisionismo de las estructurales coloniales y de sus efectos, algunos de ellos asociados a una posición cultural dominante frente a una visión primitiva de lo natural. De esta manera, la fuente del viajero acude como el lugar del archivo y, por tanto, de la memoria, por lo que está sujeta a una serie de interpretaciones e intervenciones constantes, algunas de orden histórico y político y otras, no menos importantes, asociadas a lo simbólico y lo imaginativo. Por tanto, una primera indicación importante sobre las fuentes del viajero que está presente a lo largo de este libro es el reconocimiento de un vínculo indisoluble entre el viajero, el archivo y la memoria. Una memoria que, sobre todo, será considerada como vida que, tal como sugiere Pierre Nora, es llevada por grupos vivientes, en evolución permanente, “abierta a la dialéctica del recuerdo y de la amnesia inconsciente de sus deformaciones sucesivas, vulnerable a todas las utilizaciones y manipulaciones, susceptible a las largas latencias y repentinas revitalizaciones”2.
Este libro le apuesta a ser la primera investigación monográfica sobre la producción visual de los viajeros extranjeros que visitaron Colombia durante el siglo XIX. Aunque hay algunas investigaciones, aún no existe, en la historiografía nacional, una publicación panorámica sobre la importante y valiosa obra visual de los viajeros y su significado en las narrativas sobre el pasado y su impacto en el presente del país. Por tanto, este libro se centra principalmente en la imagen y la escritura en la práctica del viaje. ¿De qué tipo de viaje, qué clase de imagen y qué escritura se habla en este libro? En primer lugar, el viaje como una actividad que está íntimamente ligada a la condición y a unas narrativas humanas; tal como acontece en El abrazo de la serpiente, en el que sus protagonistas se embarcan en un movimiento físico, en un desplazamiento que transgrede tanto el exterior como el interior del sujeto, en una inevitable idea de cambio y de transformación. Tzvetan Todorov se refiere a esta concepción en el siguiente apartado:
¿Qué es lo que no es un viaje? Tan pronto como se atribuye a la palabra un sentido figurado extendido —y nunca se ha podido dejar de hacerlo—, el viaje coincide con la vida, ni más ni menos: ¿es la vida algo más que el paso del nacimiento a la muerte? El movimiento en el espacio es el primer signo, el signo más fácil de cambio; vida y cambio son sinónimos. La narrativa también se nutre del cambio; en este sentido viaje y narrativa se implican mutuamente. El viaje en el espacio simboliza el paso del tiempo, el movimiento físico simboliza el cambio interior; todo es un viaje, pero como resultado este “todo” no tiene una identidad específica. El viaje trasciende todas las categorías, hasta e incluyendo la del cambio en uno mismo y en el otro, ya que desde la más remota antigüedad, los viajes de descubrimiento (exploraciones de lo desconocido) y los viajes de regreso a casa (la reapropiación de lo familiar) han encontrado uno al lado del otro: los argonautas eran grandes viajeros, pero también lo era Ulises3.
La misma práctica del viaje es tan pretérita como su escritura. El tipo de escritura asociado con el viajero está lleno de referencias biográficas y autobiográficas, históricas, literarias, etnográficas y de unas formas constantes para suplir las propias motivaciones del viaje; de sus deseos conscientes e inconscientes. Se trata de un producto híbrido que resulta de unas negociaciones entre el viajero, su pensamiento, sus expectativas, sus experiencias en el lugar visitado y, no menos importante, de unos recursos de una escritura claramente heterogénea. No se puede olvidar que desde América Latina se producen unos primeros relatos como escrituras de viajes que encarnan unas formas epistemológicas como un intento conceptual de imaginar todo un continente, sin olvidar, como lo sugieren los estudios de Enrique Dussel, cómo muchos de los recursos, tanto literarios como etnográficos, ya hacían parte de unas mitologías y, por tanto, de unas escrituras previas al mundo de la conquista4.
En el periodo estudiando en este libro, que comprende buena parte del siglo XIX (1820-1890), la escritura del viaje está identificada por unos intereses concretos; las naciones europeas, debido a su fuerte influencia económica, política y cultural, moldearon unas formas específicas de autoridad, explotación y dominio, como una nueva forma de colonialismo presente en diferentes partes del mundo. La historiografía ha discutido ampliamente este periodo bajo diferentes conceptos, la noción, por ejemplo, de informal empire intentó pensar estos vínculos como un modelo que procuraba unas relaciones menos formales entre las diferentes élites, en especial de ciertas potencias económicas de la época como Inglaterra, Francia y Alemania, y otros países que estaban en una posición de desventaja, como en el caso de diversas naciones de América del Sur5. Teorías más alineadas con estudios contemporáneos, mejor debatidas a lo largo de este libro, han procurado un lenguaje que suple la necesidad por entender la complejidad de estas relaciones; términos como el de transnacional, indigenismo o, en el caso de los viajeros, los conceptos conocidos de Mary Louis Pratt de “zonas de contacto” y el de Johannes Fabian “the ectasis”6, en los cuales el viaje es visto a partir de una concepción múltiple de “presencias simultáneas, de interacción, de prácticas entrelazadas”7 o como un lugar de un choque simultáneo que hace referencia a cómo la práctica de la escritura está ampliamente mediada no solo por unas maneras propias de lo textual sino también por unas relaciones en las que se entremezclan formas propias del colonialismo, la experiencia del viajero, las disciplinas humanísticas y científicas y, finalmente, aquello que proviene de “las visiones de la ‘intelligentsia’ de los lugares visitados por los extranjeros”, tal como lo sostiene Jorge Cañizares-Esguerra8.
En el mundo anglosajón, la década de los setenta produjo una serie de estudios que transformaron cierta perspectiva del género de la literatura de viajes. La publicación de Orientalismo de Edward Said en 1978, libro que causó polémica desde su aparición9, o la edición del libro del antropólogo Talal Asad, Anthropology of the Colonial Encounter (1973), han propiciado nuevas rutas de entendimiento, superando,