El reformismo social en España (1870-1900). Miguel Ángel Cabrera
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Una evidencia de que el reformismo social no es un fenómeno ideológico, sino que es de naturaleza distinta y tiene su origen en la mutación del paradigma teórico liberal propiciada por la frustración de expectativas es la génesis de su propuesta de intervención del Estado, uno de los componentes primordiales y más distintivos del reformismo. La intervención estatal en la esfera económica y laboral es una medida de nuevo cuño, que no formaba parte previamente del programa de ninguna de las corrientes liberales que abrazaron el reformismo social ni pudo constituir, por tanto, una contribución de ninguna de ellas a este último (con anterioridad, sólo era propugnada por el socialismo). En particular, antes de la década de 1870, la intervención estatal como medio de resolución de la denominada cuestión social era rechazada de manera unánime por todas las corrientes del republicanismo y por los economistas de orientación krausista. La propuesta de intervención del Estado surgió como consecuencia de la necesidad de hacer frente al recrudecimiento del problema social y de encontrar nuevos medios para resolver éste que fueran más eficaces que los proporcionados por el liberalismo clásico. De hecho, como veremos, si la intervención estatal se convirtió en el más importante y característico de esos medios fue precisamente porque entrañaba una rectificación de dicho liberalismo.
Las únicas diferencias apreciables que se observan entre los reformistas sociales se dan no en el punto de llegada, sino más bien en el punto de partida de su viaje hacia el reformismo social. Pues mientras los liberales críticos o republicanos ponen el acento en el fracaso del liberalismo clásico para realizar su proyecto, los liberales conservadores, además de ello, tienden a atribuir cierta responsabilidad a la revolución liberal por el recrudecimiento del problema social. Como es de sobra conocido, el conservadurismo decimonónico reprochaba a la revolución liberal el que no hubiera sido capaz de instaurar un orden social tan estable como el que había derrocado. Según la crítica conservadora, la revolución liberal destruyó el sistema de valores del régimen anterior, pero no había implantado un nuevo sistema de valores capaz de garantizar una estabilidad y un consenso similares a los prevalecientes con anterioridad. Esta había sido una de las consecuencias de la secularización llevada a cabo por la revolución liberal y del consiguiente abandono de la religión como dispositivo de consenso social. Como sostiene, por ejemplo, Eduardo Sanz Escartín, al tratar del origen del problema social, la secularización había traído como consecuencia que en las clases bajas se debilitaran sus sentimientos de resignación y de aceptación del orden social y que ya no se sintieran satisfechas con una recompensa tras la muerte y exigieran el bienestar en esta vida. De modo que, según él, al romper los antiguos lazos morales que daban estabilidad a la sociedad, la revolución liberal abrió una fase histórica de lucha de clases.42 Es en razón de este diagnóstico que el liberalismo conservador propone, a lo largo del siglo XIX, como remedios de la llamada cuestión social la restauración del sistema de valores religioso, el ejercicio del paternalismo y de la caridad de las clases altas y la resignación de las clases bajas. Además, el conservadurismo reprocha al liberalismo hegemónico el haber alentado y propiciado la movilización y la participación política de las clases bajas, lo cual habría contribuido también a favorecer la agitación de éstas. Por último, hay que tener en cuenta que el individualismo profesado por el conservadurismo tiene un carácter menos homogéneo que el del liberalismo ortodoxo. Pues aunque los conservadores son acérrimos partidarios del individualismo económico y del régimen de libre concurrencia, a la vez tienen una concepción más organicista de la sociedad.
Así pues, el hecho de que el reformismo social tenga su origen inmediato en la crisis del individualismo económico hizo que muchos conservadores llegaran a abrazar y promover el reformismo social. Al mismo tiempo, sin embargo, sus recelos precedentes con respecto al individualismo político ortodoxo y su concepción organicista de la sociedad fueron factores que facilitaron, sin duda, la rápida transición de esos conservadores hacia el reformismo social y la defensa de la intervención del Estado, que tenían como base, precisamente, una reformulación organicista del individualismo. Su menor apego al individualismo ortodoxo contribuyó, asimismo, sin duda, a que los conservadores llegaran a adoptar posturas reformistas más radicales que los republicanos, como en el caso de la regulación de la jornada laboral, que comenzaron a defender abiertamente a partir de finales de siglo. De hecho, los propios conservadores llegaron hasta el punto, incluso, de arrogarse la condición de reformistas sociales por excelencia, es decir, de ejecutores naturales de las reformas sociales y de la renovación del sistema liberal destinada a resolver el problema social. Es lo que hace, por ejemplo, Eduardo Dato, al sostener que los conservadores eran los llamados de manera natural a realizar esas reformas y resolver ese problema. Según él, aparte de que despierta menos desconfianza y recelos en las clases altas, el conservadurismo está más cualificado para realizar las reformas sociales necesarias porque es menos «individualista» y, por tanto, atiende no sólo al individuo, sino a la «masa».43 Lo que cuenta, no obstante, con respecto a la génesis, los postulados y la práctica del reformismo social es que, una vez aceptada la necesidad de adoptar reformas sociales, no se observan diferencias sustanciales entre los reformistas sociales en razón de sus antecedentes ideológicos. Ya se trate de reformistas sociales de filiación política conservadora, republicana o liberal, los términos de su crítica al individualismo económico clásico, su diagnóstico sobre las causas del problema social, sus propuestas de reforma social y el papel que atribuyen al Estado son similares.44
Conviene tener siempre presente, por último, que el reformismo social es un fenómeno transnacional, y no exclusivamente español. Y que, además, las ideas, argumentos teóricos y propuestas prácticas del liberalismo reformista hispano tienen, en su casi totalidad, una procedencia exterior. Los reformistas españoles apenas hicieron contribución original alguna en este terreno, sino que se limitaron a reproducir y a adaptar los debates, las críticas y los argumentos previamente desarrollados en otros países. De igual modo que sus propuestas de reforma social y sus iniciativas legislativas fueron con frecuencia meras imitaciones de sus homónimas extranjeras, al menos durante estas primeras décadas. La especificidad española es casi puramente de orden cronológico, puesto que la crisis del liberalismo clásico se inició en España más tarde que en otros países, como Alemania, Gran Bretaña y Francia. Este retraso temporal se debió al hecho de que en España la implantación del régimen económico liberal fue posterior y su período de vigencia había sido menor. También en España, como en esos países, fue necesario que transcurriera el tiempo suficiente para que se produjera la frustración de expectativas con respecto al liberalismo clásico. Hasta que en España no se comenzó a experimentar en la práctica la ineficacia estabilizadora del individualismo