Blasco Ibáñez en Norteamérica. Emilio Sales Dasí
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¿Cuándo podré tener unos días libres para escribir?…110
Con el plan de trabajo pergeñado no resultaba difícil aventurar que la transición entre los meses de noviembre y diciembre cobraría forma bajo el mismo signo del movimiento delirante. Si acaso, le podían ofrecer alguna tregua momentánea las recepciones con personajes interesantes, pensemos en las comidas compartidas con la actriz peruana S. Díaz de Rábago o con la contralto del mismo país Margarita Álvarez111. Tal vez entre refrigerios y risas era posible remontarse sobre la fatiga y el dolor por la pérdida de un hijo, incluso para lanzar de nuevo a volar la imaginación. Así, por ejemplo, su estancia en Búfalo le permitió conocer al rabino Louis Kopald, del templo Beth Zion. A partir de la conversación mantenida con él, surgió la idea para una futura novela que bien podría titularse El judío. Puesto que Blasco intuía más privilegios en los hebreos de América que en aquellos otros diseminados por diferentes lugares del mundo, su inspiración le dictaba la oportunidad de una historia protagonizada por un judío de Salónica que viajaba hasta los Estados Unidos y cuya percepción de las cosas entraba en abierto contraste con la de otro personaje de su mismo pueblo, afincado en la república de las barras y las estrellas, y por ello, con una cosmovisión más progresista y optimista112.
Esa historia nunca llegó a escribirla. Lo que sí que continuó fue su gira de conferencias. El 11 de diciembre, estuvo en Pittsburgh, más concretamente en el Carnegie Music, correspondiendo a las atenciones de The Author's Club de la ciudad, del que era presidente Georges N. Sollom, con la enésima exposición sobre los «cinco jinetes»113. Inmediatamente después, le esperaba con los brazos abiertos la ciudad de Chicago. No obstante, al ser alojado en el Congress Hotel, en la mejor de sus habitaciones, algo ocurrió que propiciaría, casi cuatro años más tarde, las declaraciones poco gratas del señor James B. Pond sobre el comportamiento del escritor. El responsable de la agencia que le había contratado señalaba que Blasco tenía, digámoslo así, un temperamento excesivo. Además, él era «the most accomplished cusser I ever knew. If he got himself well started on a series of Spanish oaths, few people could hope to equal his unusual and most comprehensive selection of swearwords and fiery delivery»114. Para desempeñarse como su intérprete, la agencia había elegido a un ex oficial del ejército norteamericano, que era incapaz de soportar el flujo constante de un léxico que no estaba autorizado en ningún diccionario. Por ende, el intérprete acabó supuestamente desquiciado en dos semanas y quería sacar su revólver: «He was a wild man, eager to slay!». Lo tuvieron que despedir abonándole el salario estipulado. En su lugar, el elegido fue un puertorriqueño, Robert King Atwell, que conocía a la perfección el rico vocabulario castellano.
Pero regresemos a su habitación en el Congress. Aunque tenía unas espléndidas vistas a un lago, quedaba muy próxima al ferrocarril. Disgustado por el ruido de los trenes, parece ser que Blasco reaccionó colérico, lanzando todo tipo de juramentos y saltando sobre su sombrero. Justo en ese momento, se abrió la puerta de la habitación con tan mala suerte que un grupo de reporteros descubrieron su enojo. El intérprete trató de disculpar al escritor argumentando que, habiendo comprado el sombrero esa misma mañana, no le encajaba. Sin embargo, entre los periodistas había algunos sudamericanos que habían oído a Blasco y denunciaron los hipotéticos errores en la traducción de sus palabras. Al final, las víctimas del enfado del autor, según relataba Pond, fueron el malhadado sombrero y el intérprete puertorriqueño.
Dejando a un lado la anécdota, durante los días que pasó en Chicago, es muy posible que se produjera una primera puesta en común con June Mathis, la encargada de adaptar para el cinematógrafo Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Tampoco tuvieron mucho tiempo para ahondar en dicho asunto, ya que el 15 de diciembre era presentado en Des Moines, por el Iowa Press and Authors' Club, para pronunciar la conferencia «La América que conocemos»115. Al día siguiente estuvo en Omaha. En el hotel Fontenelle, ante la Society of Fine Artes, con el señor Albert Smith como intérprete, reiteró las consabidas alabanzas a Nueva York, se atrevió a refutar la idea de que los Estados Unidos era una nación carente de arte y vida espiritual. Significó para ello la importancia de la obra del poeta romántico Longfellow, la genialidad de Whitman y la poderosa capacidad imaginativa de Poe. Prosiguiendo con la enumeración de personalidades norteamericanas, los elogios vinieron a recaer sobre sus grandes presidentes: Washington, el ciudadano-soldado heroico y abnegado; Lincoln, el mártir de la libertad; Roosevelt, apóstol de la vida, y Wilson, notable estadista y poeta. Blasco, a quien la prensa local le atribuía un cierto parecido con Enrico Caruso116, sabía perfectamente cómo ganarse la voluntad de su auditorio.
Coincidiendo con Christmas Eve, el novelista sufrió un nuevo contratiempo. Cierto editor argentino le había interpuesto demandas «por valor de varios miles de pesos». Los tribunales de su país solicitaron el embargo de los derechos de autor que le correspondían por la venta de sus libros, y la corte de distrito de Nueva York dictó la orden a favor del demandante117. Aun así, la actividad de Blasco no cesó, ni siquiera en pleno período navideño. La American Association of Teachers of Spanish celebraba su tercer encuentro anual en la Universidad George Washington, en su facultad de Derecho, con la asistencia de cientos de delegados. El día 27, el rector de la Universidad, Dr. William Miller Collier, pronunció el discurso de bienvenida, interviniendo como oradores principales el embajador de España, Sr. Juan Riaño y Gayangos, y Blasco Ibáñez118. Todavía el 30 de diciembre podríamos localizarlo, otra vez, en Nueva York disfrutando de un almuerzo en el Dutch Treat Club y manteniendo el contacto con ese mundo de artistas, escritores e ilustradores que tanto contribuían al glamour de la metrópoli.
Camino de Hollywood
Con la llegada del nuevo año Blasco emprendió de nuevo un itinerario que tendría como ansiado destino los estudios cinematográficos instalados en Hollywood, a la par que se desarrollaba la segunda parte de su gira de conferencias por los estados del Sur119.
El 18 de enero se detuvo en Albuquerque, donde ofrecería una charla en el Liberty Hall, ante el capítulo local de la AATS120. Antes de eso, él y su secretario, fueron guiados en excursión por un comité encabezado por el profesor universitario Roscoe Hill y del que formaban parte los señores Néstor y Anastasio Montoya, Frank A. Hubbell y A. R. Hebenstreil. En sendos automóviles, habida cuenta del interés del escritor por ver un rancho, se trasladaron hasta la granja Hubbell y a la Isleta, paraje este último que causó una grata impresión al autor, ya que por su colorido, su arquitectura, la presencia de indios y otras características geográficas le traía a la memoria sus recuerdos de Sudamérica. Tras la cena, organizada en casa del profesor Hill, los asistentes pudieron trasladar sus preguntas a Blasco, quien demostraba especial magnetismo con todos los allí reunidos. Sobre todo, destacó su opinión de que América del Sur seguía siendo la tierra de las oportunidades. En ella habían triunfado muchos alemanes, que aprendían el castellano en su país para viajar luego al otro lado del Atlántico. Sobre los Estados Unidos dijo que algunas de sus regiones se parecían mucho a otras de España, provocándole un gran orgullo que muchos anglosajones dominaran perfectamente el castellano121.
El lunes 19 llegaba a la ciudad histórica de Santa Fe, en la cual buscaba reminiscencias del pasado hispano. De ahí su interés al visitar el museo local y la Library of Historian Benjamin M. Read por los fondos que le permitían acceder a un mejor conocimiento de la historia de la España colonial. Sobre todo, en el primer edificio sorprendió por su erudición incluso a los universitarios que le acompañaban. Cuando un sacerdote hizo sonar una campana que estaba expuesta como reliquia con varios siglos de antigüedad, emitió un veredicto tajante: aquello era falso. Bastó con darle la vuelta a la pieza para verificar cuándo y dónde había sido fabricada. De repente, su mirada se detuvo en unas pinturas con unas carabelas en las que supuestamente viajó Colón al Nuevo Mundo:
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