México ante el conflicto Centroamericano: Testimonio de una época. Mario Vázquez Olivera
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Tenemos cierta obligación de ser consistentes, de no abandonar ciertos principios que [...] han definido a la nación desde su independencia; pero no va a ser fácil [...] porque al hacerlo –y tendremos que hacerlo– [...] nos vamos a encontrar en un plano de confrontación con los Estados Unidos y habrá que mantener esa posición como nos ha ocurrido en el pasado en muchas otras ocasiones [...] a pesar de todos los riesgos que pudiera representar [...].
Hacer valer el principio de la no intervención en esta coyuntura era una decisión política pero también una definición histórica. No hacerlo “afectaría profundamente nuestro ser nacional” sostenía el secretario de Relaciones Exteriores. “Dejaríamos de ser México”, sentenciaba categórico.
Intentos de mediación
En los meses que siguieron a la reunión de embajadores, el gobierno mexicano resolvió dar un paso decidido en relación al conflicto salvadoreño, que tras la ofensiva guerrillera de enero había caído en cierto impasse. Aunque las acciones de guerra se extendieron a amplias zonas del país, era claro que el FMLN no tenía capacidad para lanzar una nueva ofensiva general en el corto plazo y enfrentaba los embates del ejército gubernamental. Por su parte, Estados Unidos y la Junta de Gobierno se negaban a entablar cualquier tipo de negociación con la insurgencia. Ante esta situación el presidente López Portillo dio paso a una propuesta que conjugaba un llamado a la solución negociada del conflicto y lo planteado por Iruegas en la reunión de embajadores en el sentido de respaldar la “legitimación internacional” del FMLN. En el impulso de esta iniciativa se consideró también otra idea esbozada por Castañeda en el encuentro de febrero: la de impulsar una acción colectiva, junto con otros gobiernos de la región, en aras de “restablecer cierto grado de paz” en Centroamérica.39 Aunque al no encontrar otro gobierno latinoamericano que acompañara su propuesta, el secretario Castañeda buscó el respaldo del gobierno de Francia que encabezaba el socialista François Mitterrand.40
El 28 de agosto de 1981 se dio a conocer la famosa Declaración Franco-Mexicana sobre el conflicto salvadoreño firmada por los cancilleres de ambos países. En ella se establecía que El Salvador estaba urgido de cambios sociales, económicos y políticos “fundamentales” y se reconocía a la coalición insurgente como una “fuerza política representativa”, avalando su disposición a “asumir las obligaciones y ejercer los derechos” derivados de dicha condición. Francia y México hacían un llamado a la comunidad internacional para evitar “toda [...] injerencia en los asuntos internos de El Salvador”, pero a la vez manifestaban con claridad que la solución del conflicto debía contemplar el establecimiento de “un nuevo orden interno”, la reestructuración de las fuerzas armadas y la celebración de elecciones “auténticamente libres”.41
Así como en su momento la ruptura de relaciones con el régimen somocista había mostrado la disposición del presidente López Portillo a asumir un acompañamiento activo del proceso nicaragüense, esta declaración sobre El Salvador estableció las definiciones fundamentales que regirían la actuación mexicana ante el conflicto regional de allí en adelante, señalando que los procesos revolucionarios tenían su origen en causas internas, que la solución de los conflictos pasaba por la negociación entre las partes enfrentadas y debía conducir a transformaciones sustantivas sociales y políticas y que, en la medida en que el bando insurgente asumiera este compromiso, contaría con el apoyo del Estado mexicano.
Consecuentemente con ello, poco después, el gobierno mexicano auspició la instalación de la representación oficial del FMLN-FDR en el Distrito Federal. Con el transcurso de los años esta suerte de “embajada” llegó a contar con diversas oficinas, personal operativo y cuadros especializados en la gestión diplomática. Este fue un recurso estratégico que los rebeldes aprovecharon con singular habilidad a todo lo largo de la guerra. A la vez, las embajadas mexicanas, no solo en la región sino en otras partes del mundo, prestaron apoyo de muy distinto tipo a la movilidad, las comunicaciones y las gestiones internacionales de los “diplomáticos” guerrilleros.42
En un artículo publicado recientemente la profesora Ana Covarrubias destaca un aspecto poco mencionado sobre la Declaración Franco-Mexicana: el fuerte contraste entre la recepción favorable que tuvo por parte de gobiernos europeos como los de Noruega, Suecia, Holanda, Irlanda y la República Democrática Alemana, mientras que en América Latina únicamente Nicaragua y Granada se adhirieron a ella. Covarrubias señala que, en el ámbito regional, la declaración tuvo como consecuencia el aislamiento de México, pues además de la reacción airada de El Salvador y los Estados Unidos, el gobierno venezolano encabezó una postura de rechazo tajante a la misma, la llamada Declaración de Caracas, que secundaron Colombia, Argentina, Bolivia, Chile, Guatemala, Honduras, Paraguay y República Dominicana. Al parecer, esta reacción ya había sido prevista por el secretario Castañeda, quien la minimizó al declarar: “No es la primera vez que México se encuentra aislado de sus hermanos latinoamericanos, ni tampoco será la última”.43
Ciertamente el gobierno mexicano se mantuvo firme y no cejó en su empeño de contener la agresiva política estadounidense. Con este fin propuso diversas iniciativas en pro del diálogo y la negociación entre las partes enfrentadas. En noviembre de 1981 tuvieron lugar en territorio mexicano pláticas secretas entre el secretario de Estado estadounidense, Alexander Haig, y el vicepresidente cubano, Carlos Rafael Rodríguez. Para lograr que se sentaran a la mesa el presidente López Portillo había echado mano de todos sus argumentos, llegando inclusive a pedirle a Ronald Reagan que “le devolviera el favor que le había hecho al dejar de invitar a Castro” a la Cumbre del Diálogo Norte-Sur. Sin embargo, durante las pláticas quedó claro que para Estados Unidos resultaba inaceptable la alianza de Cuba con la Unión Soviética, su intervención militar en África, la presencia de asesores cubanos en Nicaragua y el apoyo a las guerrillas de Guatemala y El Salvador. El secretario Haig cerró las pláticas con una demanda: “Si quieren hablar en serio, nosotros también. Pero necesitamos un contexto para las discusiones, y algún tipo de señal de su parte de que lograremos resultados”.44 Estados Unidos no abandonaría tan fácilmente su postura, y eso se confirmó cuando, de manera casi simultánea a dichas pláticas, fueron asignados 20 millones de dólares para acciones encubiertas contra Nicaragua.
No obstante la reticencia de Reagan, México lo volvería a intentar. El 21 de febrero de 1982, durante su segunda visita a Nicaragua, López Portillo definió la situación en el Circuncaribe como un problema de tres nudos: la relación Cuba-Estados Unidos, Estados Unidos-Nicaragua y el conflicto en El Salvador. Señaló que la forma de resolverlos estaba condicionada a negociaciones bilaterales y paralelas, y se ofreció como intermediario para facilitar las conversaciones. Cuba y Nicaragua aceptaron de inmediato, pero Washington solo aceptó luego de fuertes presiones de la oposición demócrata: “No estábamos interesados en la iniciativa desde el principio... pero el Congreso y la opinión publica nos emboscaron. Teníamos que acceder a negociar o parecer poco razonables”.45
En marzo, Fidel Castro escuchó de voz de Vernon Walters las condiciones de Estados Unidos para la normalización de la relación bilateral. Cuba debía cesar su apoyo a las guerrillas en Centroamérica y Colombia, retirarse de Angola y Nicaragua y aceptar el regreso de los delincuentes enviados en El Mariel. La respuesta de Castro fue que el regreso de los “excluibles” era un tema sencillo, que desde hacía un año Cuba había suspendido el abastecimiento logístico a Nicaragua y al FMLN y que estaba dispuesto “a apoyar constructivamente el plan de López Portillo para llegar a un acuerdo en El Salvador”. Sin embargo, ni Walters ni Reagan quisieron confiar en el líder cubano y en consecuencia este nuevo encuentro propiciado por México culminó también con un fracaso.46