México ante el conflicto Centroamericano: Testimonio de una época. Mario Vázquez Olivera

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México ante el conflicto Centroamericano: Testimonio de una época - Mario Vázquez Olivera Pública memoría

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y Álvarez de la Rosa, y que era el trasfondo de la diplomacia activa propia del sexenio de López Portillo, a la reunión de embajadores fueron invitados tres de los principales responsables de señalar el rumbo económico de México: el secretario de Patrimonio y Fomento Industrial, José Andrés de Oteyza, el subsecretario de Comercio Exterior, Héctor Hernández, y Rodolfo Moctezuma Cid, encargado de la Dirección de Proyectos Especiales de la Presidencia. Ellos expusieron ante los diplomáticos las proyecciones del desarrollo nacional a los cuales nos hemos referido, así como ciertos aspectos que dificultaban su concreción.

      El secretario Oteyza subrayó que el proceso de industrialización llevaba casi cuatro décadas. En dicho lapso se había desarrollado una industria protegida y subsidiada, ­modelo que no era funcional para impulsar la exportación de manufacturas. Lo ­ejemplificaba de la siguiente manera: DINA, la empresa estatal fabricante de automotores, producía tractores con tecnología japonesa que se vendían en el mercado mexicano, pero que resultaba imposible exportarlos ya que, aun considerando el costo de transportación, a los países de Centroamérica y el Caribe les era más barato comprar tractores directamente a Japón. Lograr que la producción mexicana fuera competitiva implicaba llevar a cabo transformaciones estructurales, pero México necesitaba empezar a exportar para cambiar las dinámicas de producción. Un ejemplo era la forma en que se aprovechaba la relación especial que había con Cuba, que compraba tractores mexicanos a pesar del sobreprecio. La lección era clara: el establecimiento de nuevas alianzas podría permitirle a México incrementar y diversificar sus exportaciones a Centroamérica y el Caribe.

      Esta expectativa en el terreno económico se correspondía con lo expresado por el secretario Castañeda acerca de la posibilidad que se planteaba para México, si no de ejercer un liderazgo regional, cuando menos sí de “influir positivamente para que algún día haya en esos países Gobiernos que sean para nosotros interlocutores básicos, que si bien puedan no estar de acuerdo con todas nuestras posiciones, por lo menos permitan con México un dialogo constructivo”. Y como ejemplo de estas relaciones, mencionaba los casos de Nicaragua, Venezuela y Cuba.

      Es de notar que estos ambiciosos proyectos en materia económica y política tuvieran como escenario de instrumentación una zona en conflicto. Pero en la perspectiva del canciller, la turbulencia política que experimentaba Centroamérica había que interpretarla como una coyuntura histórica; la crisis anunciaba “una etapa de transformaciones fundamentales [...] una época que podría propiciar profundas transformaciones de carácter social”. Si bien Castañeda fue muy cuidadoso al expresar sus puntos de vista al respecto, algunos de los representantes mexicanos en Centroamérica que asistían a la reunión manifestaron abiertamente su convicción de que dicha circunstancia configuraba un escenario de oportunidad que podría permitirle a México impulsar sus objetivos económicos, forjar nuevas alianzas y fortalecerse políticamente.

      “Si estamos fortaleciendo y ayudando a la Revolución sandinista estamos fortaleciendo la nuestra”, sentenció el embajador en Nicaragua, Julio Zamora Bátiz, al definir el carácter del apoyo mexicano: “Entre más Gobiernos democráticos y progresistas existan en América Latina, mayor ayuda tendremos en nuestra tarea de desarrollarnos y de defendernos de las acometidas del imperialismo”. Por su parte Gustavo Iruegas, destacado en El Salvador, también señalaba sin ambages:

      Por razones morales, por motivos de seguridad, por conveniencia económica, porque es necesario frenar al imperialismo y porque el imperativo histórico así lo exige, México debe alentar la existencia en la región de gobiernos democráticos de amplio respaldo popular, de carácter nacionalista, y comprometidos en la búsqueda de la justicia social para sus propios pueblos.

      El apoyo mexicano al gobierno sandinista, la situación de Guatemala y la postura ante el proceso revolucionario salvadoreño fueron materia de interesantes discusiones a lo largo de la reunión. El embajador Zamora Bátiz destacó la magnitud de la ayuda brindada a Nicaragua desde la caída de Somoza. Según sus datos, México era, sin lugar a dudas, el principal apoyo económico del régimen revolucionario, aunque ciertamente la ayuda fluía de manera desordenada por la propia descoordinación de las instancias mexicanas. Este apoyo era altamente ponderado por los dirigentes sandinistas que profesaban hacia México y su presidente “gran respeto... gran consideración” y no dejaban de expresar “su interés por vincularse más, económicamente” a nuestro país. No obstante el diplomático se mostraba un tanto escéptico con respecto a sus resultados a más largo plazo, señalando el riesgo de que el esfuerzo mexicano pudiera ser capitalizado por “el otro imperialismo”, refiriéndose a la creciente influencia cubana y del bloque socialista en el país centroamericano, para lo cual proponía “ser más consistentes” en buscar que el respaldo a la revolución en Centroamérica abonara efectivamente al establecimiento de “gobiernos representativos... que no se deterioren hacia una dictadura”.

      Sobre esto último el secretario Castañeda señaló que el presidente había ordenado darle seguridades al gobierno guatemalteco de que no había rebeldes de su país en territorio nacional, pero que de ninguna manera México cooperaría “en la guerra contra las guerrillas de oposición y la oposición que tienen allá”. Y asimismo hizo mención de que las recientes maniobras del ejército mexicano en la frontera sur habían tenido también el propósito de “mandar una señal a Guatemala muy directa, muy sutil”.

      En cuanto al caso salvadoreño, el análisis de Gustavo Iruegas se enfocó en las consecuencias inmediatas de la “Ofensiva final” lanzada por la guerrilla apenas un mes antes. Según su opinión, aunque esta acción militar no había culminado con una victoria, el FMLN había mostrado que tenía capacidad para derrotar al gobierno. A partir de enero el conflicto se desarrollaba en el campo como un “enfrentamiento entre dos ejércitos”, e incluso la insurgencia contemplaba la instalación de un gobierno provisional en alguno de los territorios que tenía bajo su control. Pero el curso del conflicto era incierto. El ejército salvadoreño estaba recibiendo armamento y asesoría estadounidense. Iruegas preveía que, si los rebeldes no alcanzaban el triunfo en los próximos tres meses, podría generarse un escenario catastrófico:

      Se iniciará entonces una guerra popular que rebasará las fronteras de El Salvador, acelerará y modificará el proceso revolucionario guatemalteco, se complicará con la programada independencia de Belice, se extenderá a territorio hondureño, involucrará al gobierno revolucionario de Nicaragua, amenazará al gobierno revolucionario de Cuba y beneficiará a la economía de guerra norteamericana. México no podrá considerarse ajeno al conflicto.

      Según Iruegas, la insurgencia salvadoreña consideraba al gobierno mexicano como su aliado político más importante. Él estaba convencido de que nuestro país estaba “llamado a protagonizar momentos difíciles en el desarrollo del proceso revolucionario”. Los rebeldes salvadoreños necesitaban urgentemente el “solidario aporte de la nación y el Estado mexicanos en su proceso de legitimación internacional”. Y, ante la creciente intervención de Estados Unidos, México debía empeñar su “gran fuerza moral que tantos años de actuación internacional

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