Señor, ten piedad. Scott Hahn
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Mi padre no era lo que cualquiera podría llamar un creyente devoto. Ni siquiera estaba seguro de creer en Dios. No obstante, a lo largo de los años, he descubierto gradualmente que en aquel momento solitario en que cumplí los trece, mi padre representaba para mí la paternidad de Dios, y empecé a poner las cosas en claro. Ya no disfrutaría con mis «triunfantes» mentiras y mis hurtos. Mi culpa estaba en evidencia; me sentía avergonzado de mí mismo y más solo de lo que había estado nunca.
Me gustaría poder decir que aquel fue el momento de mi conversión a Cristo: un milagro repentino y deslumbrante, como el encuentro de San Pablo con Jesús en el camino de Damasco, pero no fue el caso. Era, todavía, un despertar, un comienzo.
Mi delincuencia juvenil destacaba, quizá, entre la mayoría de los jóvenes. Sin embargo, no estoy seguro de ser el único en buscar excusas: lo hacemos todos, lo hace cada generación desde Adán y Eva. A veces un poco, otras mucho. Lo hacemos en nuestras conversaciones cotidianas y en nuestros ensueños personales. Cuando relatamos nuestros problemas —en el trabajo o en el hogar— ¿incluimos los detalles que podrían dejar caer una sombra sobre nuestra responsabilidad en el asunto? O, al contrario, ¿nos describimos como un héroe o una víctima indefensa en una oficina o en un drama doméstico? Si tú y yo estudiamos seriamente el modo en que hablamos de los sucesos de la vida cotidiana, probablemente encontraremos ejemplos en los que exageramos nuestro victimismo y magnificamos las faltas de los demás, mientras ignoramos las nuestras. Encontramos excusas y circunstancias atenuantes para nuestros propios errores, pero nos mostramos claramente implacables relatando los de nuestros vecinos o colegas. Con frecuencia, amigos y familiares creerán nuestra versión de la historia y, con frecuencia, empezaremos a creerla nosotros mismos.
Todo esto, te dirán algunas personas, es —como la aversión a la confesión— «bastante natural». Pero eso no es cierto. No es natural en absoluto. Falsificar los hechos significa realmente destruir la naturaleza. Destruye las cosas-como-son, junto con el delicado tejido de causa y efecto, y los sustituye con las cosas-como-desearíamos-que-fueran: castillos en el aire.
OLVIDADO, NO PERDONADO
Uno de mis filósofos favoritos, Josef Pieper, escribió que esta «falsificación de la memoria» se encuentra entre nuestros peores enemigos, porque ataca «a las raíces más profundas» de nuestra vida moral y espiritual. «No hay un modo más insidioso de establecer el error que esta falsificación de la memoria por medio de ligeros retoques, sustituciones, atenuaciones, omisiones o cambios en el énfasis»[2].
Una vez que hacemos esto —y todos lo hacemos— comenzamos a perder el auténtico hilo narrativo en nuestra vida. Las cosas ya no tienen sentido para nosotros. Las relaciones se enfrían. Perdemos el rumbo y nuestras señas de identidad.
Lo diré de nuevo: esto es algo que todos hacemos, aunque nunca debemos pensar que es lo natural. Por eso, tales síntomas de malestar nos son, quizá, tan familiares a todos. Entonces, ¿cómo superar ese desasosiego, que es pandémico, y tan sutil que impide el diagnóstico? Incluso Josef Pieper encuentra la tarea abrumadora. «El peligro, decía, es mayor por ser tan imperceptible... Tampoco pueden detectarse rápidamente tales falsificaciones explorando la conciencia, aunque se aplique a esta tarea. La sinceridad del recuerdo solamente puede asegurarse por una rectitud del conjunto del ser humano».
No es fácil, pero es alcanzable, como vemos en las vidas de los santos. Lo que es más, semejante rectitud es la que Dios pide a todos y cada uno de nosotros. «Sed perfectos, dijo Jesús, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Si Dios nos ha ordenado esto, seguramente nos dará la fuerza para llevarlo a cabo. Sobre todo, en ese breve mandato nos revela incluso la fuente de nuestro poder: la paternidad de Dios. «Sed perfectos... como vuestro Padre».
Si hubiera pasado mi adolescencia a la vista de mi padre de la tierra, nunca habría robado, y ciertamente, nunca le habría mentido.
Sin embargo, Dios es nuestro Padre y vivimos en cada instante bajo Su mirada; y a pesar de todo, pecamos. Nos comportamos como los niños que piensan que mamá no los ve si ellos no ven a mamá. Así que se vuelven de espaldas y consiguen las galletas prohibidas.
Vivimos siempre en la presencia de nuestro Padre, que nos quiere perfectos. Si nuestro padre de la tierra desea que llevemos a cabo una tarea, se asegurará de que contemos con todo lo necesario para realizarla. Con toda seguridad, nuestro Padre celestial —que es Todopoderoso y Dueño de todo— hará lo mismo.
Lo esencial es que reconozcamos Su presencia constante, de modo que advirtamos que, en cierto sentido, siempre estamos bajo juicio. Sin embargo, Dios no preside nuestras vidas como un magistrado en el tribunal: nos juzga como juzga un padre, con amor. Es, por supuesto, una espada de doble filo, porque los padres pedirán a sus hijos más de lo que pide un juez al acusado, pero también mostrarán mayor clemencia.
EL CAMINO MÁS TRANSITADO
Ansiamos conseguir la paz en brazos de nuestro Padre, pero algo oscuro en nuestro interior nos dice que es más fácil volverle la espalda. Deseamos vivir en medio de la verdad, sin secretos que guardar ni mentiras que proteger, pero algo en nuestro interior nos dice que es mejor no hablar de nuestros pecados.
«Hay caminos que parecen rectos al hombre», dice el sabio rey en la Biblia, «pero al fin son caminos de la muerte» (Prov 14, 12). ¿Cómo reconocer este camino sin salida cuando lo vemos? Podemos tener la seguridad de que no es el camino —por recto que nos parezca— que nos aleje de confesar nuestros pecados a Dios del modo en que Él lo desea. Lamentablemente, nuestros antepasados recorrieron dicho camino casi desde el principio de su viaje terrenal.
[1] Juego de palabras entre el apellido Scott y un juego de ordenador (n. del t).
[2] J. Pieper, The Four Cardinal Virtues, Notre Dame, Ind., University of Notre Dame Press, 1966, p. 15.
II.
ACTOS DE CONTRICIÓN: LAS RAÍCES MÁS PROFUNDAS DE LA PENITENCIA
MUCHAS PERSONAS CREEN que la confesión es algo que ha sido introducido por la Iglesia Católica. En cierto sentido es así, pues la confesión es un sacramento de la Nueva Alianza, y por lo tanto no pudo ser instituido hasta que Jesús selló dicha alianza con Su sangre (Mt 26, 27). No obstante, en la tradición de Israel, a la que Jesús era fiel, la promulgación de la Alianza contenía disposiciones para el perdón de los pecados[1].
La confesión, pues, era nueva, pero sólo en el sentido en que una flor es nueva. Estaba presente desde el principio de los tiempos —como una flor en sus semillas, brotes y capullos— y aparece en numerosas páginas del Antiguo Testamento. La confesión, la penitencia y la reconciliación existen desde que hay pecado en el mundo.
Abre tu Biblia, empieza desde el principio, y no necesitarás ir muy lejos para encontrar los primeros anuncios de la confesión. De hecho, aparece con el pecado original, el primer pecado del primer hombre y la primera mujer.
LA VERDAD DESNUDA
Adán y Eva pecaron. En este momento, no es preciso entrar en la naturaleza de su pecado. (Lo estudiaremos en profundidad en un capítulo posterior.) Bastará que todo lo que sepamos de su pecado sea que desobedecieron al Señor Dios. Era su Creador; era su Padre, y ellos habían violado su único mandato: «De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Gen 2, 16-17).
Tentados