Señor, ten piedad. Scott Hahn
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Señor, ten piedad - Scott Hahn страница 6
[4] Cf. San Josemaría Escrivá, Camino, Madrid, Rialp, 80.ª ed. 2004, n. 933.
[5] G. J. Wenham, The Book of Leviticus, Grand Rapids, Mich., Eerdmans, 1979, pp. 52-55. Cf. G. J. Wenham, Numbers: An Introduction and Commentary, Inter-Varsity Press, 1981, pp. 26-30. Cf. también: A. I. Baumgarten (ed.), Sacrifice and Religious Experience, Leiden, E. J. Brill, 2002; S. Sykes, Sacrifice and Redemption, New York, Cambridge University Press, 1991. Sobre el modo en que el antiguo Israel consideraba la culpabilidad y la inocencia, el sufrimiento y la penitencia, cf. G. Kwakkel, According to my Righteousness, Leiden, E. J. Brill, 2002; F. Lindstrom, Suffering and Sin, Estocolmo, Almqvist & Wiksell, 1994.
[6] Cf. J. Bonsirven, Palestinian Judaism in the Time of Jesus, New York, Holt, Rinehart and Winston, 1964, p. 116: «La penitencia incluye varios actos. Primero habría una confesión de los pecados, que debería preceder a alguna ofrenda. Es también aconsejable confesar una vez al año, en el Día de la Expiación, junto al sumo sacerdote, y alguna vez más durante la vida de uno (Tos. Yom. Hakkippurim, v. 14). Para que fuera sincera, debería incluir una detallada admisión de todas las faltas de las que uno fuera culpable, y la promesa de no volver a pecar. Si estas dos condiciones no se cumplen, es falsa penitencia, y no puede obtener el perdón divino (Tos. Taan, 1, 8). Además, si has hecho el mal a alguien, debes reparar el daño y reconciliarte con él».
[7] Para una reciente y fructífera aplicación de la «teoría de palabras que actúan» a la confesión de los pecados y a la absolución (como «palabras que realizan»), cf. R. S. Briggs, Words in Action. Speech act Theory and Biblical Interpretation, New York, T&T Clark, 2001, pp. 217-255.
III.
UN NUEVO ORDEN EN EL TRIBUNAL: EL FLORECIMIENTO PLENO DEL SACRAMENTO
LOS ACTOS DE CONTRICIÓN DE Israel eran profundos y personales. Indudablemente, eran memorables y tienen que haber producido un efecto duradero en las vidas de muchas personas. Así, cuando encontramos a Jesús y a sus apóstoles hablando de confesión y de perdón, debíamos tener presente lo que esas palabras significaban para ellos, y debíamos tener presente, con toda claridad, los hechos que esas palabras significaban.
No podemos valorar en absoluto el Nuevo Testamento si no entendemos los sacramentos del Antiguo Testamento. Jesús no vino a sustituir algo malo por algo bueno; más bien, vino a tomar algo grande y santo —algo que el mismo Dios había comenzado ya— y lo llevó a un cumplimiento divino.
Tomemos la Pascua, por ejemplo. El banquete del antiguo Israel celebraba la noche en que cada familia del pueblo de Dios sacrificaba un cordero, y así, el ángel de la muerte libraba de ella al hijo primogénito (Ex 12). La Pascua del primogénito representa uno de los acontecimientos fundamentales en la historia de Israel, pero palidece comparada con la Pascua de Cristo, el Cordero de Dios que vino a salvar al mundo entero. La renovación de la alianza de Israel con Dios tenía lugar anualmente en la fiesta de la Pascua, pero la Pascua de Cristo —Su padecimiento, muerte y resurrección— se re-presenta diariamente en la Misa.
La Antigua Alianza no murió, agotada y exhausta, sino que adquirió vida nueva con la Nueva Alianza de Jesucristo. En su forma antigua, los sacrificios de la Antigua Alianza no fueron suficientes y siempre indicaban algo más grande que ellos. Dios los había establecido para presagiar su futuro cumplimiento, y lo hacían, por una parte, como indicio de la grandeza que se avecinaba, pero por otra, mostraban su insuficiencia.
A pesar de los sacrificios y de los antiguos sacramentos de la confesión, los hombres caían en el pecado una y otra vez; y ningún ofrecimiento podría borrar sus ofensas a un Dios infinitamente perfecto, a un Padre plenamente amoroso. La Epístola a los Hebreos dice que el Sumo Sacerdote de Jerusalén «ofrece reiteradamente los mismos sacrificios, que nunca pueden borrar los pecados» (Heb 10, 11).
Los antiguos medios no lo hacían. Si los sacramentos debían quitar los pecados del mundo y los pecados personales, el mismo Dios tendría que administrarlos. Y eso fue lo que hizo.
EL PARALÍTICO DE DIOS
«Errar es humano, perdonar es divino». Miles de años antes de que Alexander Pope escribiera estas palabras, este proverbio era el sello de la religión de Israel. El pueblo pecaba, incluso «el justo siete veces cae y se levanta» (Prov 24, 16). Perdonar los pecados, sin embargo, era competencia exclusiva de Dios. Los sacrificios y las confesiones del hombre no implicaban el perdón de Dios. Errar era humano, pero perdonar era divino: un acto soberano de Dios.
Así, cuando Jesús declaró el perdón de los pecados, planteó un dilema al pueblo: o bien estaba usurpando una autoridad que pertenecía a Dios, o Él era Dios encarnado. En ningún lugar como en el relato del encuentro de Jesús con un paralítico —que aparece en tres de los cuatro evangelios— se demuestra esto tan dramáticamente:
Dijo al paralítico: «Hijo, tus pecados son perdonados». Había allí sentados algunos de los escribas que pensaban para sí: «¿Cómo habla éste así? ¡Blasfema! ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» Al instante, conociendo Jesús en su espíritu lo que discurrían en su interior, les dijo: «¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: “Tus pecados son perdonados”, o decir: “Levántate, toma tu camilla y anda”? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra potestad para perdonar los pecados —le dice al paralítico—, a ti te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa». (Mc 2, 5-11).
«Tus pecados están perdonados». Aquí, Jesús está atribuyéndose un poder que ni siquiera posee el Sumo Sacerdote del Templo. Al declarar la remisión total de los pecados de alguien está ejerciendo una prerrogativa divina. Para Jesús, sanar el alma era una acción divina mucho mayor que la de sanar el cuerpo. Ciertamente, llevaba a cabo la segunda para significar la primera. El hecho de sanar es un signo externo de una (más grande) realidad interior.
Este es un tema de enormes consecuencias. Los que fueron testigos de la acción de Jesús sabían que se enfrentaban a una decisión: o ponían su fe en Su divinidad o tenían que condenarle como blasfemo. Los escribas le acusaban de blasfemo en el fondo de sus corazones. La Iglesia, por su parte, le llamaba Dios.
UN PODER NUEVO
La fe en el poder de Cristo para perdonar pecados es una señal del creyente. Por otra parte, hemos de reconocer que ha elegido ejercitar ese poder de un modo peculiar. El día que resucitó de la muerte, Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo: «La paz sea con vosotros. Como me envió el Padre, así os envío yo». Luego hizo algo curioso. Compartió con ellos —los primeros sacerdotes de la Nueva Alianza— Su propia vida y Su propio poder. «Dicho esto, sopló sobre ellos, y les dice: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les son perdonados, a quienes se los retengáis, les son retenidos”» (Jn 20, 22-23).
Estaba nombrándoles sacerdotes para administrar un sacramento, pero también jueces que juzgaran la actuación de los creyentes. Por tanto, les otorgaba un poder que superaba al que tuvieron antiguamente los sacerdotes de Israel. Los rabinos se referían a este antiguo poder sacerdotal como «el de atar y desatar», y Jesús emplea idénticas palabras para describir el que estaba otorgando a sus discípulos[1]. Para los rabinos, atar o desatar significaba juzgar si alguien estaba en comunión con el pueblo elegido, o fuera de la vida y el culto del grupo. Según los rabinos, los sacerdotes tenían el poder de reconciliar y de excomulgar.
Sin