Señor, ten piedad. Scott Hahn
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Antes de que los apóstoles pudieran ejercer este poder sobre las almas, necesitaban oír las confesiones en voz alta (o denunciadas públicamente). En caso contrario, no sabrían lo que podrían atar o desatar.
UNA BASE COMÚN
Jesús era un judío, un hijo fiel de Israel, así como sus apóstoles. Como judíos, compartían una herencia común, recuerdos comunes, y un lenguaje común de experiencia religiosa. Cuando Jesús hablaba de confesión y penitencia, recurría a aquellos recuerdos, a aquel lenguaje, y a aquella experiencia, sabiendo muy bien lo que sus palabras significarían para los judíos que le escuchaban.
Cuando los apóstoles oían a Jesús hablar de perdón y de confesión, le comprendían gracias a lo que ya conocían: los sacramentos de la Antigua Alianza, estudiados en el capítulo anterior. Una vez más, Jesús no vino a abolir la Antigua Alianza: la llevó a su cumplimiento. La revistió del boato de la Antigua Alianza con mayores cualidades. De un modo misterioso, la Antigua Alianza se cierra —y se incluye— en la Nueva Alianza.
Con este dato in mente, debíamos retroceder y releer lo que los apóstoles dijeron sobre este tema, intentar comprender sus términos tal y como ellos debieron entenderlos, y compartir su vocabulario y los recuerdos de lo que vivieron con Jesús.
«Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonar nuestros pecados y purificarnos de toda injusticia» (Jn 1, 9). San Pablo va más allá, aclarando que la confesión es algo que haces «con la boca», no sólo con el corazón y la mente (Rom 10, 10).
¿Con quién, entonces, hemos de confesarnos? Con Dios, por supuesto, pero del modo en que Él lo ha establecido a través de Jesucristo: con un sacerdote. Santiago dedica al tema de la confesión el final de su capítulo sobre los deberes sacramentales del clero. El término que usa para los sacerdotes es el griego presbíteros, que significa literalmente «ancianos»[2], pero que es la raíz de la palabra inglesa priest:
¿Enferma alguien entre vosotros? Llame a los ancianos [presbíteros] de la Iglesia para que oren por él, al tiempo que le ungen con óleo en nombre del Señor. Y la oración hecha con fe salvará al enfermo, y el Señor le curará; y si ha cometido pecado, le será perdonado. Por tanto, confesaos mutuamente los pecados, y orad unos por otros para que seáis salvos (Sant 5, 14-16).
Cada vez que encuentres la expresión por tanto en la Escritura, te preguntarás para qué aparece ahí. En este pasaje, Santiago sitúa la práctica de la confesión en conexión con la fuerza sanante del ministerio sacerdotal. Porque los sacerdotes son sanadores: los llamamos para que unjan nuestros cuerpos cuando estamos enfermos; y, por tanto, aún más ávidamente acudimos a ellos en busca de la fuerza sanante del sacramento del perdón cuando nuestras almas están enfermas por el pecado.
Advirtamos que Santiago no exhorta a su congregación a que confiese sus pecados solamente a Jesús, ni les dice que confiesen sus pecados silenciosamente, en sus corazones. Pueden hacer todas esas cosas, y todas son meritorias, pero aún no serán fieles a la palabra de Dios predicada por Santiago, no hasta que confiesen sus pecados «a otro» en voz alta, y concretamente a un presbítero, un sacerdote. La figura del padre está siempre presente.
Desde los días de Adán, Dios había guiado a su pueblo para que hiciera sus confesiones de un modo seguro y eficaz. Ahora, en la plenitud de los tiempos, en la era de la Iglesia de Jesucristo, podrían hacerlo.
PRIMERAS CONFESIONES
En este punto, podría sernos útil corregir un malentendido sobre las primeras generaciones de la Iglesia. Muchas personas cometen hoy el error de creer que el cristianismo representó un brusco abandono del pensamiento y las prácticas del antiguo Israel: un hecho tan completamente nuevo que difícilmente hubieran aceptado los contemporáneos de Jesús.
No obstante, la verdad es absolutamente la contraria. De hecho, los primeros cristianos seguían firmemente adheridos a muchas prácticas del antiguo judaísmo, revestidas ahora de un nuevo poder. Los cristianos edificaban sus propias sinagogas y, hasta el 70 d.C. frecuentaban el templo de Jerusalén. Algunos observaban el tradicional descanso del Sabbath en sábado, así como el Día del Señor en domingo. Para el culto, empleaban muchas de las oraciones, bendiciones y formas litúrgicas del judaísmo. Recientemente, los expertos han mostrado un interés renovado por «las raíces judías de la liturgia cristiana», y muchos destacados eruditos han trabajado para demostrar que las comidas rituales y los sacrificios de Israel se desarrollan en la comida ritual y en el sacrificio que es el núcleo de la vida cristiana: la Misa[3].
Esto es también cierto en lo que la Iglesia llama hoy el sacramento de la confesión, el sacramento de la penitencia, el sacramento del perdón o el sacramento de la reconciliación. El Israel renovado, la Iglesia Católica, no abandonó la impactante práctica de sus antepasados. Así, encontramos a cristianos confesando en la primera generación y en cada generación posterior.
La idea de la confesión aparece dos veces en el documento judeo-cristiano más antiguo, aparte de la Biblia: la Didaché o Enseñanza de los Apóstoles, que es un compendio de instrucciones morales, doctrinales y litúrgicas. Algunos eruditos modernos afirman que esos pasajes fueron redactados en Palestina o en Antioquía en torno al año 48 d.C.[4].
«En la iglesia (asamblea) confiesa tus pecados, ordena la Didaché, y no te acerques a tu oración con mala conciencia» (4, 14). Este pasaje aparece al final de una extensa lista de mandatos morales y de instrucciones para la penitencia.
Un capítulo posterior habla de la importancia de la confesión antes de recibir la Eucaristía: «Los días del Señor reuníos para la partición del pan y la acción de gracias (eucaristía en griego), después de haber confesado vuestros pecados, para que sea puro vuestro sacrificio» (14, 1).
A finales del siglo I, probablemente entre el 70 y el 80 d.C., aparece la Epístola de Bernabé, en la que se repite, literalmente, el mandato de la Didaché: «En la iglesia confiesa tus pecados, y no te acerques a tu oración con mala conciencia» (19).
Tanto la Didaché como Bernabé pueden implicar que los cristianos confesaban sus pecados públicamente, porque «en la Iglesia» puede traducirse también por «en la asamblea». Sabemos que, en muchos lugares, la Iglesia administraba de este modo la penitencia. Esta práctica se abandonó siglos más tarde por razones pastorales fáciles de adivinar: evitar la violencia del penitente, la vergüenza de las víctimas, y por un tema de delicadeza. De este modo la Iglesia aplicaba su misericordia de un modo aún más compasivo.
Nuestro siguiente testigo aparece a la vuelta del siglo I, alrededor del 107 d.C.: San Ignacio, obispo de Antioquía, desarrolla la idea de la penitencia al servicio de la comunión, como escribe a los fieles de Filadelfia, en Asia Menor: «El Señor garantiza su perdón a todos los que se arrepienten, si, a través de la penitencia, vuelven a la unidad de Dios y a la comunión con el obispo» (Carta a los fieles de Filadelfia 8, 1). El sello del cristiano que persevera, según San Ignacio, es la fidelidad a la confesión. «Así como muchos son de Dios y de Jesucristo, están también con el obispo. Y así como muchos, gracias al ejercicio de la penitencia, volverán a la unidad de la Iglesia, también pertenecerán a Dios, y podrán vivir según Jesucristo» (Carta a los fieles de Filadelfia 3, 2).
Para los Padres de la Iglesia la alternativa a la confesión es clara y escalofriante. En el año 96 d.C., el Papa Clemente de Roma dijo: «Es bueno para un hombre confesar sus transgresiones en vez de endurecer su corazón» (Carta a los Corintios 51, 3).