Señor, ten piedad. Scott Hahn
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Por ejemplo, antiguamente, en algunos lugares el obispo enseñaba que determinados pecados —como el asesinato, el adulterio y la apostasía— deberían confesarse, pero la absolución no se conseguía en esta vida. Los cristianos que cometían esos pecados no volverían a recibir la comunión, aunque podían esperar la misericordia de Dios a la hora de la muerte. En otros lugares, los obispos perdonaban esos mismos pecados, pero sólo después de que el pecador llevaba a cabo unas duras penitencias cuyo cumplimiento le exigía años de difícil esfuerzo diario. Con el paso del tiempo, la Iglesia modificó dichas prácticas para hacerlas menos gravosas, y ayudar a los cristianos a buscar fuerza en la Eucaristía para evitar el pecado y que los pecadores arrepentidos cayeran en la desesperación.
No todos los cristianos estaban dispuestos a admitir a los pecadores de vuelta al redil. Algunos argumentaban que la Iglesia estaba mejor sin semejantes personas débiles e inadaptadas. El asunto alcanzó su punto crítico en el Norte de África cuando un hombre llamado Cipriano era el obispo de Cartago (248258 d.C.). Fue la época de las persecuciones; algunos cristianos se enfrentaban valerosamente a la muerte, mientras otros, da pena decirlo, renunciaban a Cristo ante la amenaza de las torturas o de la muerte. Más tarde, algunos de los que habían «fallado» en su fe lamentaban su decisión y solicitaban la readmisión en la Iglesia, pero se encontraban con la oposición de otros cristianos que habían sobrevivido al suplicio sin renunciar a Cristo.
Cipriano insistía en que los pecadores arrepentidos deberían ser admitidos a la Eucaristía tras cumplir las penitencias impuestas por la Iglesia. Rogaba a los pecadores, grandes o pequeños, que aprovecharan el sacramento de la confesión, porque, en tiempos de persecución, no sabían el día ni la hora en que serían llamados. (Ciertamente, en cualquier época, nosotros tampoco sabemos el día ni la hora en que tendremos que enfrentarnos con nuestro juicio definitivo). San Cipriano decía:
Os lo suplico, hermanos queridos, que cada uno confiese su propio pecado, mientras el que ha pecado todavía esté en este mundo, mientras pueda hacer su confesión, mientras la satisfacción y la remisión impuesta por los sacerdotes sea agradable al Señor. Volvamos al Señor de todo corazón y, manifestando nuestro arrepentimiento por los pecados con auténtico dolor, supliquemos la misericordia de Dios... Él mismo nos dice el modo en que debemos pedir: «Volved a mí, nos dice, con todo vuestro corazón, con ayuno, con lágrimas y con duelo; y rasgad vuestros corazones y no vuestras vestiduras» (Jl 2, 12)[5].
Cipriano podría hacer eco al profeta Joel exhortando a los «gentiles» a confesar sus pecados. ¿Por qué? Porque el profeta, el Salvador y el santo compartían el mismo criterio sobre la confesión, la conversión y la alianza. Desde el mismo Cristo, la misión de la Iglesia fue proclamar el conocimiento del Evangelio como la buena nueva: «y en su nombre había de predicarse la penitencia para la remisión de los pecados a todas las gentes, empezando desde Jerusalén» (Lc 24, 47).
Leyendo a los Padres de la Iglesia, encontramos que las personas de cualquier lugar que seguían a Cristo, confesaban sus pecados a los sacerdotes de la Iglesia. Esto lo vemos en los escritos de San Ireneo de Lyon, que ejerció su ministerio en Francia desde el 177 al 200 d.C. Lo encontramos en Tertuliano, en África del Norte, alrededor del 203 d.C.; y en San Hipólito de Roma, alrededor del 215 d.C. Orígenes, el erudito egipcio, en torno al 250 d.C. escribió sobre «el perdón de los pecados a través de la penitencia... cuando el pecador... no se avergüenza de dar a conocer sus pecados al sacerdote del Señor y busca la curación según el que dice: “Te confesé mi pecado y no oculté mi iniquidad; dije: ‘Confesaré a Yahvé mi pecado’ y tú perdonaste la culpa de mi pecado”» (Sal 32, 5)[6].
EL MEJOR ASIENTO DE LA CASA
Todo viene junto. Dios desea nuestra confesión porque es una condición previa para Su misericordia. Éste es Su constante mensaje desde los días de Adán y de Caín a lo largo de todas las generaciones de la Iglesia de Jesucristo. Era misericordioso desde el principio, pero esa misericordia se fue revelando gradualmente a lo largo del tiempo. Así, en el Antiguo Testamento, ordenó a los israelitas que construyeran un «trono de misericordia» —el Trono del mismo Dios— y colocarlo en el Santo de los Santos sobre el Arca de la Alianza. Allí, el trono era inaccesible para todo el mundo excepto para el Sumo Sacerdote, aunque él sólo podía acercarse una vez al año, el día de la Expiación, cuando rociaba la sangre de un sacrificio por los pecados del pueblo.
En la Antigua Alianza, el trono de la misericordia era inaccesible y estaba vacío. En la Nueva Alianza el trono está ocupado, por fin, por un Sumo Sacerdote, Jesucristo, que es capaz de compadecerse de los débiles (Heb 4, 15). Además, este Sumo Sacerdote no desea que estemos lejos temblando y llenos de temor, sino que nos adelantemos. «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, a fin de conseguir misericordia y hallar la gracia para el auxilio oportuno» (Heb 4, 16).
Esta llamada solamente podría llegar con la plenitud de la revelación divina, porque la misericordia de Dios es su mayor atributo. ¿Por qué es el mayor? No porque nos haga sentirnos mejor, o porque nos resulta más atractivo que Su poder, sabiduría y bondad. Es su mayor atributo porque es la suma y la esencia de Su poder, de Su sabiduría y de Su bondad. Podemos reconocer esos atributos que pertenecen a Su poder, a Su sabiduría y a Su bondad, pero la misericordia es algo más. Ciertamente, es la convergencia de esos tres atributos. La misericordia es poder de Dios, sabiduría y bondad manifestados en unidad. Dios enseñó a Moisés que la misericordia estaba unida a Su nombre que, para los israelitas, significa la identidad personal: «Yo haré pasar ante ti toda Mi bondad y pronunciaré ante ti Mi nombre, Yahvé, pues yo hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia de quien tengo misericordia» (Ex 33, 19).
La misericordia nos ha sido revelada plenamente en Jesucristo. Sin embargo, es preciso que lo entendamos correctamente. La misericordia no es la compasión, ni es el paso libre para «pecar descaradamente» porque sabemos que, al final, podemos librarnos. Como veremos en un capítulo posterior, la misericordia no elimina el castigo, sino al contrario, asegura que cada castigo servirá de remedio misericordioso. Santo Tomás de Aquino insistía en que misericordia y justicia son inseparables. «La misericordia y la justicia están tan unidas que se atemperan la una a la otra: la justicia sin misericordia es crueldad, la misericordia sin justicia es desintegración»[7].
La Enciclopedia Católica lo expresa sucintamente: «La misericordia no anula la justicia, sino más bien la trasciende y convierte al pecador en un justo llevándole al arrepentimiento y a la apertura al Espíritu Santo»[8].
[1] El poder de atar y desatar que Cristo confirió a los doce apóstoles (Mt 18, 18) es parte integrante de «las llaves del Reino de los Cielos» que Cristo entregó a Pedro (Mt 16, 17-19); ambos se refieren al perdón de los pecados; cf. CCE, 553: «El poder de “atar y desatar” connota la autoridad para absolver los pecados...» (cf. también CCE, 979, 981, 1444).
[2] Cf. Presbyterorum Ordinis («Decree on the Ministry and Life of Priest»), en A. Flannely (ed.), Vatican Council II: The Conciliar and the Post-conciliar Documents, Grand Rapids, Mich., Eerdmans, 1992, 863-902. Sobre el papel sacerdotal de los «elders» en Jas 5, 14-16, ver M. Miguens, Church Ministries in New Testament Times, Aarlington, Va., Christian Culture Press, 1976, pp. 78-79; cf. también A. Campbell, The Elders: Seniority Within Earliest Christianity, Edimburg, T&T Clark, 1994, p. 234.
[3] Cf. L. M. White, «The Social Origins of Christian Architecture: Architectural Adoption Among Pagans, Jews and Christians», Harvard