Hijas del viejo sur. AAVV
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En la cultura de la segregación, el cuerpo se convirtió en un escenario crucial de lucha política. El cuerpo de la mujer blanca, fundamentalmente la lady, se suponía alejado de la sexualidad, y al mismo tiempo seriamente amenazado por ella, especialmente la sexualidad negra. A la mujer se la identificaba con la civilización blanca, y la sexualidad negra era una amenaza terrible para la sociedad. Los políticos más demagogos y retrógrados advertían del peligro que corrían los blancos si las razas se mezclaban. La segregación era, así, esencial para mantener la pureza y la blancura del sur libres de la polución de la sexualidad negra, de una raza supuestamente degenerada y sin parámetros morales. No solo había que controlar la sexualidad negra; la mujer blanca no podía tener relaciones con hombres negros.
Tanto cuando explotaba sexualmente a la mujer negra como cuando linchaba hombres negros, el hombre blanco tenía en mente el mismo objetivo: la preservación de la pureza de la mujer blanca. La obsesión por controlar la sexualidad negra y proteger la castidad de las ladies está íntimamente relacionada con los numerosos linchamientos de negros a partir de 1889. En el complejo ritual de los linchamientos, la castración de la víctima era una costumbre frecuente. En su novela Light in August (1932), William Faulkner refleja perfectamente los mecanismos psicológicos en acción en el linchamiento del protagonista, el mulato Joe Christmas. Percy Grimm, un soltero de 25 años, capitán de la Guardia Nacional de Misisipi, y que nació demasiado tarde para demostrar su hombría en la Gran Guerra, persigue a Joe Christmas como un fanático hasta la muerte. Mientras Joe Christmas agoniza, Grimm le corta los genitales con un cuchillo de carnicero y dice: “Now you’ll let white women alone, even in hell” (439).
Se ha escrito mucho sobre el miedo de los blancos a la sexualidad negra que, por otro lado, tanto les fascina. Dicho miedo es un ingrediente esencial del racismo blanco, y su reconocimiento supone una debilidad para los blancos. A pesar de que todavía persiste en la mitología popular, la creencia de que los negros están mejor dotados sexualmente hace tiempo que ha sido refutada científicamente. La frecuente castración de las víctimas de linchamientos está relacionada con ese miedo oculto al sexo y al matrimonio interracial. Los linchamientos tenían casi siempre una vertiente explícitamente sexual; incluso si la víctima no estaba acusada de violación, la violencia de las turbas se dirigía a los genitales. Los linchamientos se convirtieron durante décadas en un espectáculo moderno en el sur: los espectadores usaban cámaras fotográficas, se fletaban trenes especiales para los que venían de otras localidades, y los periódicos y las radios locales anunciaban la hora y el lugar. Estos espectáculos desarrollaron un peculiar ritual: el proceso empezaba habitualmente con la persecución del sospechoso o el asalto de la cárcel; después venía la identificación pública a cargo de la supuesta víctima, antes de la preparación del lugar y el anuncio del acontecimiento. Este comenzaba con la mutilación, normalmente del pene y los testículos, después se torturaba para divertir a la concurrencia, y la ejecución concluía con la quema, el acuchillamiento o el fusilamiento. Los dedos y otras partes del cuerpo se cortaban para llevárselos como souvenirs. El orden social dependía del control de los cuerpos negros, cuerpos que había que fragmentar para ahuyentar el terror sexual que suscitaban. Una de las causas más frecuentes del linchamiento de negros era el rumor de que un hombre negro había violado o matado a una mujer blanca, o a un niño. Las mujeres y los niños asistían a los linchamientos justamente para subrayar el mensaje y el significado de tales actos en el imaginario colectivo. Elizabeth Turner cita las palabras de Rebecca Latimer Felton, una ferviente sufragista del sur, que escribió en el Atlanta Journal en 1897: “When there is not enough religion in the pulpits to organize a crusade against sin; nor justice in the court houses to promptly punish crime; nor manhood enough in the nation to put a sheltering arm about innocence and virtue—if it needs lynching to protect woman’s dearest possession from the ravenous human beasts, then I say lynch a thousand times a week if necessary” (en Turner 61-62). La igualdad de la mujer propugnada por algunas era solo para la de raza blanca, pues la negra ni siquiera era mujer en el sentido pleno de la palabra.
A medida que los negros iban progresando socialmente y se hacían comerciantes, abogados, médicos, etc., los blancos transformaron su paternalismo en hostilidad: los negros habían pasado de ser esclavos, y legalmente inferiores, a ser competidores en lo económico, lo cultural y lo sexual. El miedo al éxito social de los negros dio origen a un racismo todavía más violento basado en la imagen del hombre negro como codicioso, peligroso y perezoso y en la de la mujer negra como sexualmente promiscua (Turner 54). Así pues, el género y la sexualidad estuvieron desde el principio en la médula de la ideología de la segregación, que fue un factor fundamental de la vida del sur hasta la aprobación de la Civil Rights Act en 1964.
Durante el largo período de la segregación se reinstauró la prohibición de las relaciones sexuales entre blancos y negros, aunque solo funcionase en una dirección, ya que el hombre blanco se aprovechaba de la mujer negra de forma prácticamente impune, siempre que no se formalizase la relación. Las llamadas antimiscegenation laws se remontan a la época colonial y en el período anterior a la guerra civil tenían dos funciones: asegurar la propagación de la esclavitud al privar a los niños negros hijos de padres blancos de filiación legal con estos y, por tanto, del derecho a la libertad, y asegurar a los hombres blancos el control de las acciones de sus mujeres. El sistema esclavista ocultaba y dejaba impunes las relaciones entre hombres blancos y esclavas, mientras que las relaciones de las pocas mujeres que poseían esclavos con hombres negros eran siempre más visibles y controladas. Ida B. Wells, la famosa activista negra nacida en Misisipi, denunció la hipocresía de estas prácticas. El linchamiento de tres negros amigos suyos en Memphis porque su negocio de ultramarinos competía con el de un propietario blanco la convenció de que los linchamientos se debían a la competencia económica y no tanto a las agresiones sexuales cometidas por negros. En el periódico Free Speech and Headlight, del que era copropietaria, Wells se atrevió a sugerir que algunas mujeres blancas tenían relaciones amorosas con hombres negros, lo que puso en peligro su vida y la obligó a huir, primero a Nueva York y después a Chicago. Desde allí continuó denunciando la falsedad de justificar los linchamientos con la acusación de violación y utilizando la denuncia de que algunas mujeres blancas tenían relaciones con negros para desmontar el mito de la mujer blanca del sur como un ser asexuado sin interés por el placer, y demasiado pura para tener interés por el hombre negro, y el que consideraba al hombre negro como un depredador sexual incontrolable (véase Turner 65-66).
Southern Belle Litografía de un cuadro de Erich Correns, ca. 1850
La situación de la mujer nunca había sido muy halagüeña en una sociedad tan patriarcal y tradicional como la sureña. Según Virginia Durr, una mujer blanca de una familia acomodada de Alabama que fue activa en círculos progresistas y luchó por los derechos de los negros, la mujer joven de buena familia tenía tres alternativas: ser conformista y una buena actriz que representa los papeles asignados por el sistema (la belle modesta, pero con la coquetería y artimañas requeridas para cazar a un marido de buena familia que la convierta en lady); si tenía carácter independiente y creativo, podía volverse loca; o podía rebelarse contra ese mundo de privilegio y convencionalismo (Turkel xi). Pero la rebelión acarreaba un coste tan alto que muy pocas mujeres blancas acomodadas se atrevieron a nadar a contracorriente. Una de las que sí lo hicieron fue la escritora Lillian Smith (1897-1966), que criticó ferozmente la segregación racial y otros aspectos de la cultura sureña que avergonzaban a los Estados Unidos. La literatura era para ella no solo una empresa estética, sino también un medio de acción sociopolítica, y criticó la manera en la que la mayoría de los escritores reflejaban el sur, especialmente la visión nostálgica y escapista propagada por Margaret Mitchell.
La mujer sureña se enfrentaba no solo al conflicto entre su imagen y su realidad, sino que a menudo se encontraba atrapada entre los conceptos antitéticos de la supremacía blanca