Los rostros del islam. Pablo Cañete Blanco
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Porque del mismo modo que con harta frecuencia se asocia islam y violencia, también se puede –se debe–recordar que la «civilización» occidental no podría ser, en absoluto, como es si no hubiese sido por el contacto que mantuvo con él durante la Edad Media. Como dice Juan Vernet, «el mundo árabe no remite ni a una etnia ni a una religión, sino a una lengua, la que emplearon los árabes, los persas, los turcos, los judíos y los españoles (se podría añadir también los bereberes) en la Edad Media y que fue el instrumento para la transmisión de los saberes más diversos de la Antigüedad –clásica y oriental–en el mundo musulmán. Del árabe pasaron a Occidente gracias a los traductores en latín y en las lenguas romances, y desembocaron en el majestuoso despliegue científico del Renacimiento».
De ello se deduce que la comunicación entre diferentes ámbitos culturales es esencial para el progreso de los espíritus y que los caminos hacia la superación de formas diversas de coerción no están trazados por una teoría modernizadora que asume como patrón el modelo occidental. El fundamentalismo y el integrismo son formas de coerción allá donde se generen y no en el seno de una determinada religión. Existe una forma novedosa de análisis que invita a situar la religión como determinante de una Teología Política: la religión sería, así, factor explicativo de las causas de los conflictos y se contrapondría a los procesos de secularización. No deja de ser una perspectiva de análisis monocausal y vinculado al reduccionismo culturalista. Sigo pensando que la religión, con frecuencia, es el manto discursivo que cubre motivaciones de otra índole. Tiene una inusitada potencia movilizadora, puesto que apela a las «razones del corazón que la razón no entiende», pero eso no significa que, tras su invocación, no se escondan razones que el corazón atiende aunque las procese visceralmente.
Zizek, a propósito de la Primavera árabe de 2011, explicaba que en las revueltas de Túnez y Egipto resultaba notoria la ausencia del fundamentalismo musulmán y que la gente, en la mejor tradición secular y democrática, se rebelaba contra regímenes opresivos, contra la corrupción y la pobreza, exigiendo libertad y bienestar o, al menos, esperanza económica. Esta textura de la movilización desarmaba a muchos observadores occidentales que, con su esquematismo analítico, pensaban que solo las élites (occidentalizadas) de los países musulmanes podían aspirar a la democracia y que las clases populares solo pueden ser movilizadas a través del fundamentalismo religioso. Se equivocaban. Como se equivocaron en 1979 cuando se produjo el derrocamiento del sha iraní por la revolución que proclamó una República islámica. Entonces muchas interpretaciones obviaron la inspiración popular del movimiento revolucionario, las reflexiones que, desde un punto de vista islámico, se vinculaban a la modernización de las instituciones, la adopción de una constitución por referéndum, el recurso a prácticas democráticas como la elección de un presidente de la República o de diputados (y diputadas) por sufragio universal, etc.
Y es que, incluso en el caso de los movimientos fundamentalistas, los análisis deberían incidir en su componente social. Cuando en 2009 los talibanes –presentados como quintaesencia del fundamentalismo islámico–se apoderaron del valle de Swat en Paquistán, el New York Times informó de que organizaban «una revuelta de clases que explota la profunda separación entre un pequeño grupo de ricos terratenientes y sus arrendatarios sin tierra». Del mismo modo, cuando el catolicismo político arraigó en mi localidad a principios del siglo XX no fue por una cuestión, solo, de fe: analizar su implantación sin observar su vertiente social, que creaba cooperativas de diversa índole para proteger al pequeño propietario agrícola de las imposiciones de los grandes comerciantes, sería muy reduccionista. Espero que se entienda el párrafo: no comparo religiones, sino situaciones socioeconómicas sobre las cuales incide una ideología que cobra forma de fe personal y comunitaria.
Soy consciente de que vivimos tiempos de penumbra. La Primavera árabe hiberna; la República islámica de Irán no aportó el bienestar prometido y en su primera década (1979-1989) el PIB descendió un 50% y el desempleo alcanzó al 48% de la población activa. En Egipto los manifestantes que derrocaron a Mubarak desde la plaza de Tahir y que pedían democracia parecen aprobar, desde la pasividad, la dictadura militar que en 2013 acabó con la democracia: y es que, entre la primavera y el golpe de Estado militar, medió la emergencia electoral, social, de los Hermanos Musulmanes, una cofradía islámica fundada en 1928 que reaccionaba contra el colonialismo y que insistía en los preceptos islámicos de la solidaridad para con los más dolientes, por lo que se desarrolló (y continúa desarrollándose) entre los sectores populares. En Siria y en cierto modo también en Libia, la reacción popular contra el Gobierno autoritario y la esperanza de las democracias occidentales por ver establecidos procesos internos de democratización se han visto frustrados por los conflictos intrarreligiosos subsiguientes, que tienen un fuerte componente social e incluso tribal.
La penumbra asola también a Europa, donde el integrismo resurge laicizado, esto es, en forma de fascismo, y se apoya, precisamente, en el miedo al otro, en los temores que entre las clases populares suscita la «bomba demográfica» de los inmigrantes (especialmente de los musulmanes), su competencia por el acceso a los servicios sociales del Estado benefactor o sus esporádicas (y salvajes) manifestaciones violentas. Del «no se quieren integrar» se pasa con suma facilidad al «que se vuelvan por donde vinieron». Sin mayores consideraciones sobre el envejecimiento de la población europea o sobre la vital necesidad de mano de obra en edad productiva para una economía estancada, por esgrimir razones prácticas, dado que las morales parecen declinar hasta extremos insospechados.
La islamofobia cunde en Occidente a través del discurso del totum revolutum que asigna a comunidades enteras de creyentes en una determinada fe la cualidad de terroristas en potencia. No se quiere distinguir entre el fanático (de la religión o de cualquiera otra idea) y el que no lo es. No se repara en que, en cualquier religión o en cualquier ideología, hay que distinguir entre el código, el oficiante y el practicante. Se podrán llamar de la misma manera a través de un epíteto totalizante, pero no son lo mismo. Es como si a alguien se le hubiese ocurrido, en los años del terrorismo de ETA en España, señalar como potenciales terroristas a los católicos por el hecho de que una porción de los fundadores de aquella organización terrorista eran exseminaristas. Tal cosa no sucedió, pero sí que se impulsó la asociación entre vascos y violentos. El cantante Joaquín Sabina, en un popular rap, intentó anatemizar este tipo de generalizaciones: «Y es que hay que viajar / antes de opinar/ ¿o todos los vascos / van con metralleta? / pues no, mire usted, / ¿y están todos locos por ser de la ETA?, / mire usted, tampoco / habrá unos que sí, / habrá otros que no. / Si ha estado allí / habrá comproba’o / que el problema vasco / es muy delicao…».
Muy delicadas, en efecto, son estas cuestiones de convivencia y comunicación cultural. Tanto como para no despacharlas con frases sumarias y tópicos al uso. Leer este libro ayudará a no precipitarse cuando se trate de hablar de una religión, la musulmana, que agrupa tanta diversidad de experiencias históricas que se resiste, necesariamente, a encogerse en expresiones estereotipadas. Pablo Cañete afronta el texto con espíritu divulgador, parece preguntarse por todo aquello que se necesitaría saber para poder orientar una información sobre cualquier hecho acaecido en el que el término islam esté implicado. Su senda lleva al conocimiento del otro, que, en el fondo, comparte algo tan preciado con nosotros como es constituirse en un pedazo de humanidad que pretende, como nosotros, que nuestros hijos vivan mejor y sean más felices que sus padres. Saber, conocer, no supone necesariamente aceptar (pongamos por caso, las vulneraciones a la igualdad de género o cualquiera de los derechos humanos recogidos en la Declaración de 1948), pero sí construye los puentes necesarios para entablar diálogos, aunque sea desde la discrepancia, cuya voluntad es la concordia, la kantiana paz perpetua que no se vinculaba a un orden moral homogéneo, sino a pautas jurídicas. Para construir la paz no hay que gritar,