Puerto Vallarta de película. Marco Antonio Cortés Guardado
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El sensorium urbano, esto es la forma de la sensibilidad moderna que nace con las ciudades, se entreteje en el entramado de las relaciones, entre la realidad material y objetiva de las aglomeraciones urbanas (casas, edificios, calles, avenidas, parques, vehículos de transporte, equipamiento eléctrico e hidráulico, alumbrado público, señalizaciones, monumentos, etc.), por una parte; y su realidad imaginaria y simbólica (estilos arquitectónicos, nomenclatura urbana, lugares con significación histórica, religiosa o cultural, señalización, la ciudad misma representada como un objeto con personalidad propia), por la otra. Todo ello es experimentado por sus habitantes en los contornos de una nueva manera de concebir el tiempo y el espacio, el movimiento y su duración.
David Harvey, el conocido geógrafo inglés, afirmaba que “no es posible entender una ciudad sino como una construcción de capas de realidad y fantasía que se superponen y complementan; en la ciudad el hecho y la imaginación deben fusionarse inevitablemente”. (Citado en Franco Salgado, 2017: 45). Precisando que los hechos de por sí adquieren significación gracias a una conexión imaginada (es decir, mediada por el lenguaje y el habla, la memoria y la reflexión) que tiene lugar en la psicología de las personas y se construye en la interacción de unas con otras.
El cine, por su parte, es un fenómeno cultural también esencialmente urbano. El cinematógrafo vio su alumbramiento en las ciudades, pero más que nada es concebido como la expresión artística típica de los modos y procesos que configuran los imaginarios citadinos, o de los imaginarios sociales que se originan en las representaciones urbanas. Por esta razón, y siguiendo de nuevo a Harvey, se afirma que si “el desarrollo de las comunicaciones y el transporte conduce a una compresión del espacio-tiempo en las dinámicas urbanas”, que son por su naturaleza espacios fragmentados, “por su propia ontología, el cine es la forma de arte que mejor representa estas circunstancias. Existe una especie de paralelismo en la forma como el transporte y las comunicaciones conectan las distintas partes del espacio geográfico de las ciudades, con la manera en que el montaje en el cine articula fotogramas y escenas filmadas separadamente, para conseguir una cohesión narrativa y espacial”, que resulta coherente e inteligible. (Franco Salgado, op. cit.: 45).
En general, hay coincidencias en el sentido de que el cine es la expresión cultural que mejor embona con la experiencia de la vida en una ciudad moderna: que está embebida en la lógica contenida en una amplia variedad de sus rasgos definitorios. Me refiero aquí a la discontinuidad con la que se experimenta el mundo, además del imprescindible fenómeno de la urbanización, la creciente división del trabajo, los procesos de secularización, la emergencia de la racionalidad científica e instrumental, la pérdida de autoridad de la tradición como guía de la existencia y cimiento de la personalidad, la discontinuidad de la existencia por efecto de la movilidad espacial y social, como también en razón del carácter contingente de las experiencias vitales, debido a la fragmentación del espacio vivido y las correspondientes asincronías en los flujos temporales.
Este es el caso también de un pensador tan influyente como Walter Benjamin, quien, por ejemplo, afirmaba que “el cine corresponde a una serie de cambios profundos en el aparato perceptivo, cambios que son experimentados a escala individual por el hombre que se desplaza por las calles y entre el tráfico de la gran ciudad” (2003). “Desde hace más de un siglo, escribe Stephen Barber, la afinidad entre el cine y el espacio urbano ha dado lugar a una fuerza determinante que subyace en los modos de visualización y mediación de la historia y del cuerpo humano” (Barber, 2006).
Krakauer, a su vez, sostenía que la ciudad, “y especialmente la calle, es un ejemplo esencial del espacio cinematográfico, en sintonía con la experiencia de lo contingente, lo fluido y la indeterminación ligadas a la modernidad” (Robertson, s/f). Por eso, finalmente, también alguien ha llegado a afirmar que la “vida en el pueblo es narrativa… en una ciudad, las impresiones visuales se suceden unas a otras, se superponen y entrecruzan: son cinematográficas.” (Pound, 1921).
En razón pues de que el cine —como expresión artística, industria cultural y espectáculo de masas—, fue una creación de y en las ciudades, y puesto que en ellas se ha desarrollado y ha desplegado su influjo más distintivo, la urbanización progresiva ha sido lógicamente el fenómeno concomitante al entronamiento del cine como espectáculo y medio de comunicación de masas.
No en balde, la capacidad que ha tenido el cine para influir en los imaginarios, alternativos o no, sociales o incluso políticos (como en el ejemplo de Rumania), como también para moldear la imagen que proyectan las ciudades entre propios y extraños (es decir, entre quienes habitan una ciudad y entre quienes viven en otras ciudades o en el ámbito rural).
Pero también la diversidad de estilos de vida, el pluralismo cultural, el dinamismo de la vida urbana, la posibilidad de experiencias diversas, y un público más abierto, son indispensables para la variedad de géneros, como también para la gran cantidad de historias, tramas, argumentos y enfoques que se ensayan en la producción cinematográfica. La ciudad le ofrece a la industria la base cultural y la mentalidad propicia para diversificar la oferta y ampliar los mercados del cine.
En fin, digamos que en “la civilización de la imagen” (Rojas Mix, 2006), el cine es el medio privilegiado en el proceso de emergencia y estructuración de los imaginarios urbanos, es decir, de las representaciones que los individuos se hacen de la ciudad, representaciones visuales preponderantemente. Son, por supuesto, constructos sociales, tejidos alrededor de vectores de sentido y significaciones culturales que se vehiculan por medio de la imagen cinética del espacio citadino. Por lo demás, el imaginario urbano cumple una función social de primer orden, pues opera como “carta de navegación”, que orienta y da sentido al desplazamiento de los individuos por la geografía de la ciudad, y le confiere significación a las experiencias vividas en sus flujos espacio-temporales (Lindon, 2007: 10).
La ciudad: morada natural de la industria fílmica
Alguien ha señalado que por el tipo de interrelación entre la ciudad y el cine, “el ascenso del cinematógrafo siguió las huellas de la urbanización y la industrialización, y su producción y exhibición tempranas fueron completamente urbanas. Más que nada, la ciudad ha demostrado ser tanto un tema como un escenario de gran riqueza y diversidad” (Robertson: s/f).
Sólo que esta observación no repara lo suficiente en el primer aspecto del vínculo, y que ha sido tan importante como el que se enfatiza. Quisiera recordar que en el origen del cinematógrafo sobresale un afán de innovación tecnológica casi exclusivamente. Encontrar la forma de reproducir el movimiento real en imágenes fotográficas, como un fin en sí mismo, consumió los esfuerzos de los pioneros del cine. Todo mundo sabe que consultados al respecto, los hermanos Lumière creían que su invento, con todo lo relevante que era, no tenía otra utilidad que la de permitir el avance tecnológico en el campo de reproducción de imágenes. La fortuna quiso que un mago, George Méliés, discrepara de los ilustres hermanos y adivinara el enorme potencial artístico de su invento, o que Charles Pathé y Léon Gaumont adquirieran la patente del invento de los Lumière, y luego de perfeccionarlo sustentaran en ello las primeras dos grandes productoras de películas en el mundo.
Con esto quiero señalar lo evidente: además de tema y escenario de las películas, la ciudad es la localización de la industria que las produce, las filma y las distribuye. Para rodar una película se requiere antes la existencia del equipo de filmación en sí mismo, pero también de una compleja estructura que incluye escenarios construidos, sofisticados equipos de iluminación, transporte, maquinaria ad hoc, personal capacitado en una gran cantidad de tareas especializadas y, por supuesto, salas de exhibición.
El cine, como empresa económica, creó desde sus orígenes y con una velocidad inusitada, una industria tan compleja como próspera. Y como no podía ser de otra manera, la localización de esta industria fueron al inicio las grandes ciudades, y sólo ocasionalmente le tocó esa suerte a poblados más pequeños, de los países más