La transición española. Eduardo Valencia Hernán

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asimilar una respuesta cierta por parte del adversario que se intenta desprestigiar, que en este caso sería el Gobierno de la Nación en representación del Estado. Para ello, los medios de comunicación escritos o audiovisuales incitan al público a interesarse por otras cuestiones. En el fondo, de lo que se trata es de anular la capacidad del adversario de contrarrestar el nivel creciente de acusaciones. Este es el caso en que también tendrían cabida los principios de verosimilitud por el cual es necesario crear argumentos mediante medias verdades o los llamados «dimes y diretes», y el de silenciamiento por el que ante la falta de argumentos es necesario disimular las noticias favorables al adversario. Finalmente, llegamos a los dos principios concluyentes para la consecución del objetivo final. Los principios de transfusión y de unanimidad son esenciales para crear una mitología nacional basada en un complejo de odios y prejuicios tradicionales, difundiendo argumentos que puedan arraigar en la población, la más fanatizada, las actitudes primitivas que casi todos llevamos dentro. Todavía recuerdo las declaraciones de Jordi Pujol a mediados de los años setenta cuando afirmaba la incompatibilidad entre los catalanes y el resto de los españoles con el argumento de la falta de entendimiento entre la cultura carolingia, representada en el pueblo catalán con la del resto de la Hispania visigótica, más ruda y primitiva; pues, según él, Cataluña era la frontera sur del imperio de los Francos (la Marca Hispánica).

      Más recientemente, en plena Edad Moderna, la ocupación de Barcelona por las tropas borbónicas el 11 de septiembre de 1714, ha constituido otra nueva afrenta del Estado español hacia todo lo que representa Cataluña, siguiendo a la perfección los principios antes comentados, dando la sensación de haber calado hondo en buena parte de la ciudadanía catalana. Ello demuestra nuestra vulnerabilidad ante los medios de comunicación que ante la impasibilidad de los gobernantes de uno y otro lado nos llevó a una crispación nada deseable. Una agresividad y un fanatismo inesperado por un bando y una espiral de silencio por el otro, queriendo evitar la confrontación como única salida al conflicto creado.

      Por aquel entonces ya formaba parte del Consell Nacional del Partido de los Socialistas Catalanes. Hacía meses que había preparado ese paso en el escalafón representativo del partido porque sospechaba que este nuevo movimiento identitario dirigido desde la Asamblea Nacional de Cataluña (ANC) y sustentado por el ente económico y conspirativo, más que cultural, denominado Ómnium Cultural, se pondría tarde o temprano a la cabeza de la reivindicación independentista. Esta vez, el mensaje victimista del independentismo calaría a la perfección en una masa desencantada de ver políticos corruptos y contemplar en los medios de comunicación el injusto reparto de la riqueza.

      Solo los socialistas —pensaba yo—, como representantes de la clase trabajadora catalana podrían romper la unanimidad del frente nacional catalanista que se estaba fraguando. Por eso, era necesario, y aún estoy convencido de ello, que unir las voces del socialismo no identitario dentro del partido sería necesario para impedir en lo posible la deriva nacionalista que venía fraguándose en su dirección escondida bajo el engaño y la exigencia de un derecho a decidir concedido mediante referéndum a una parte de la población española y negándosela al resto.

      Los primeros contactos con la cúpula dirigente socialista fueron esporádicos; sin embargo, poco tiempo transcurrió para poder darme cuenta de que el discurso ideológico que defendía el partido chirriaba en mi interior, sobre todo en lo relacionado con la deriva identitaria.

      Recuerdo que lo primero que pensé fue: ¡Qué bien que lo ha hecho el Honorable Jordi Pujol en estos últimos veinte años! Por fin consiguió que dejáramos de sentirnos ciudadanos de Cataluña como nos hizo creer su anterior en el cargo, Josep Tarradellas, para convertirnos en catalanes, o más bien «los otros catalanes» como decía Candel.

      Tras el fracaso de la intentona golpista , muchos creen que la vuelta a la conllevancia social y política en Cataluña descrita por el filósofo Ortega y Gasset en los años treinta es la salida más factible al conflicto generado. O sea, volver al statu quo anterior hasta que de nuevo ruja la marabunta. Yo soy partidario de lo contrario . El mismo Ortega nos enseña el camino a la esperanza cuando afirmaba que cuando dos sociedades o más diferenciadas entre sí y que conviven en un mismo territorio, estas, no tienen como fin solo el estar juntas, sino el hacer algo juntas. Solo los objetivos comunes que las satisfagan tendrán el éxito deseado por el pueblo. Entonces, busquemos esos objetivos comunes.

      1 Rosa Alentorn llegó a ser vicepresidenta de la ANC.

      2. Nota del autor: Esta reflexión se atribuye a François Marie Arouet, más conocido como Voltaire.

      ORIGEN HISTÓRICO DE LA ASAMBLEA NACIONAL DE CATALUÑA

      1.1. De la derrota republicana al fin de la II Guerra Mundial (1939-1945)

      Cualquiera que lea estos párrafos seguramente no se habrá sorprendido por su contenido pensando que es otra interpretación del llamado «problema histórico» entre España y sus comunidades denominadas históricas. Lo sorprendente es que su autor dejó la vida terrenal hace más de cuatro décadas. Su nombre, Manuel Tagüeña (1913-1971), uno de tantos exiliados de la Guerra Civil española que con 25 años llegó a dirigir un

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