El arte de la adaptación. Linda Seger

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El arte de la adaptación - Linda Seger Cine

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sino más de 500 000 por la edición de tapa dura (además de los 300 000 dólares por los derechos para el cine). Coincidiendo con el estreno del filme, las ventas de la edición en rústica sobrepasaron los 700 000 ejemplares.

      EL PROBLEMA DE LA FIDELIDAD AL TEXTO

      Una de las cuestiones más debatidas cuando se plantea el tema de las adaptaciones es precisamente el grado de fidelidad al texto literario. Por extraño que parezca, este ha sido durante muchos años el principal y casi único criterio para valorar el acierto de una adaptación. Se olvida, o se quiere olvidar, que el cineasta goza también de su legítimo ámbito creativo.

      Una vez que el productor compra los derechos, la obra es suya; y no solo puede hacer con ella lo que desee, sino que, muchas veces se ve obligado incluso a modificar sensiblemente la historia para que funcione en la pantalla. Cuando analiza el material que ha adquirido o va a adquirir; debe valorar no tanto las cualidades del texto en si cuanto sus posibilidades de ser —o de transformarse— en una historia contada con imágenes y sonidos. Y aquí es donde entra en juego la pericia del productor o del cineasta, su «ojo clínico» para el cine.

      Es conocida la historia de cómo Casablanca llegó a la pantalla. Procedía de una pieza teatral, Everybody come to Rick’s —la acción transcurría íntegramente en el café de Rick—, de tan mediocre factura que ningún productor teatral quiso estrenarla. Enviada a Hollywood como última posibilidad, un analista de la Warner vislumbró el «excelente melodrama, lleno de colorido y acertado en su ambientación» que podía extraerse de aquella obra. Inducido por aquel informe, el productor Hal Wallis descubrió el potencial cinematográfico que había en esa pieza; y tras una completa revisión de la trama, la convirtió en una de las películas más famosas de la historia del cine. El argumento varió poco, pero los personajes y casi iodos los diálogos tuvieron que ser replanteados y experimentaron una profunda transformación.

      En el extremo opuesto está el caso de El halcón maltés, conocida novela de Dashiell Hammett que había sido llevada dos veces a la pantalla antes de la versión de John Huston. Las dos primeras, Dangerous Female (1931) y Satan Met a Lady (1936), habían introducido numerosos cambios en los personajes y en el desarrollo de la trama. En la segunda versión, por ejemplo, el villano se convertía en mujer, y el preciado halcón, en colmillo de marfil adornado con joyas. Cuando el joven Huston —entonces guionista— leyó nuevamente la novela, decidió adaptarla sin alterar en absoluto la estructura, ni los personajes, ni los diálogos: filmó el libro «tal y como estaba». Y el resultado, El halcón maltés (1941), permanece hoy como una obra maestra del cine negro que ha marcado a toda una generación de cineastas.

      Por otra parte, debe tenerse en cuenta el sentido de reinterpretación que lleva implícito toda adaptación al cine. Las distintas versiones del Hamlet shakesperiano, por ejemplo, ponen de manifiesto las diferencias de cultura y de periodo histórico a que pertenecen sus directores; pero, sobre todo, el diferente modo de entender una misma obra y un mismo personaje: metafísico y apasionado en Laurence Olivier (1948), político y abrumado en Gregory Kozintsev (1964), ingenioso y profundamente torturado en Zeffirelli (1991). De ahí también las diferencias ambientales: decorados abstractos, de origen teatral, en Olivier; edificios y patios absolutamente realistas, en Zeffirelli.

      Además —y muy especialmente en las versiones modernas de los clásicos, como es el caso de Shakespeare— el cineasta puede entender que la obra pide una suerte de actualización en el tiempo o en la cultura. Ran, de Akira Kurosawa, es la completa traslación de la tragedia de El Rey Lear a la mentalidad y el sistema de valores japoneses. Los diálogos se transforman por completo y los personajes cambian también (las hijas del rey se convierten en varones para justificar su autoridad y mando en el mundo misógino nipón), pero los temas de fondo permanecen intactos: piedad, ancianidad, familia; visión pesimista del poder; crueldad y locura del alma ambiciosa, etc. Al trasponer el drama al mundo medieval japonés, la obra no solo no pierde densidad, sino que adquiere resonancias nuevas en contacto con el código del honor, la resignación nipona y la filosofía del samurai.

      POR QUÉ LA LITERATURA HECHIZA AL CINE

      Ha llegado el momento de contestar a la pregunta que nos hacíamos al principio y que, por dos veces, hemos demorado responder. En un prólogo a un libro eminentemente útil y práctico, no suele quedar mucho espacio para disquisiciones teóricas. No suele quedar mucho, pero sí algo; porque la reflexión sobre el sentido de lo que hacemos nos estimula y alienta en la tarea diaria, e ilumina nuestro trabajo desde una perspectiva más honda, más completa y profunda.

      La Literatura ha hechizado al Cine —o este se ha dejado hechizar por aquella— porque ambas tienen una similitud mucho más profunda que la evidente desemejanza formal (la una trabaja con palabras; es decir, con lo abstracto; y la otra con imágenes: es decir, con lo sensible). En síntesis, nos encontramos con dos artes temporales, he ahí la cuestión. Dos artes que, junto con el tiempo, manejan necesariamente las nociones de relato, ritmo y división secuencial (ya sea en forma de escena-lugar, como en el cine o el teatro, o en forma de capitulo-acción, como en la novela). Dos artes, en definitiva, cuya misma esencia temporal las ha convertido en instancias narrativas, en fuentes inagotables de relatos.

      Frente a la pintura, la arquitectura o la escultura, que trabajan y definen el espacio (con todo lo que eso conlleva: volumen, profundidad, perspectiva), el cine integra todo esto en su dinámica temporal. Se enfrenta a una imagen plana y limitada, como el pintor, a un espacio que cobija y define a personas, como el arquitecto; pero a fin de cuentas su ley interna se define por otros parámetros. El cine, que suele definirse como el arte de «la imagen en movimiento», es antes movimiento (tiempo) que imagen (espacio). Por eso es más narrativo que visual. Por eso presenta más afinidades con la literatura o la música —esta última es también temporal: sus obras constituyen relatos— que con las artes espaciales.

      Esto nos lleva a una última conclusión: la de que las formas expresivas están también limitadas por el tiempo. Es frecuente oír, cuando se habla de adaptaciones cinematográficas, una expresión semejante a esta: «La película es buena, pero “pierde” con relación a la novela». Con esto se quiere decir, no pocas veces, que el filme ha perdido detalles, secuencias, elementos caracterizadores y otros mil aspectos que enriquecieron la lectura original. No se percata, quien esto dice, de que el cine es siempre un arte de condensación.

      Frente a la novela, que está estructurada para leer a ratos, fragmentadamente, con tiempo por delante, el cine se nos presenta como una experiencia unitaria, de algo seguido que debe contemplarse de un tirón. Mientras una novela media suele requerir de diez a veinte horas, el cine no puede exceder el tiempo habitual de cualquier espectáculo (teatro, fútbol, toros, etc.), es decir, unas dos horas. Esto, junto a la necesaria reducción de la trama, conlleva en la adaptación la necesidad de una historia más hilada, donde el argumento tiene más peso y la unidad de acción está más definida. Mientras la novela se recrea en personajes y ambientes, el filme busca la acción y el conflicto.

      Lo que hace el cineasta al adaptar es convertir las novelas en «novelas cortas». Una novela es un conjunto de mundos, pensamientos, caracteres y acciones. La novela corta es básicamente una acción: una sola acción que tiene una unidad narrativa mucho más clara y más «en primer plano». Tal vez por eso las adaptaciones más fáciles han sido frecuentemente relatos breves: La diligencia, La perla, La ventana indiscreta, Eva al desnudo, etc.

      Si el cuento es asimilable a un cortometraje o a un spot (un tema sencillo, unos pocos personajes y una escena concreta o dos: la despedida en un andén, el reencuentro familiar o el hallazgo de un objeto añorado), la novela corta es lo más parecido a un filme (una unidad de acción, como repetidas veces señala Linda Seger en este libro) y una novela, lo más semejante a una serie o miniserie televisiva: una historia donde el primer plano lo ocupan una pluralidad de personajes y sus problemas, con una estructura formalmente fragmentada (capítulos o episodios: cada uno con su propia acción), y en el que el argumento pierde

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