Aún no es tarde. Andreu Escrivà García

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Aún no es tarde - Andreu Escrivà García Sin Fronteras

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pruebas, saben que nos dirigimos a pegarnos el trastazo del milenio... y no pueden hacer nada más que desgañitarse, como en el cine mudo.

      Eso tiene que ser realmente frustrante. Querio decir que, a mí, personalmente, me pondría de muy mal genio. No sé ya si el hecho de no poder hacer nada o de ver que no puedo hacer nada porque nadie me hace caso. Pero no los culpo, ¿eh? A los científicos no se lo han puesto nunca fácil. Esa sí que es una constante de la Humanidad. Hace siglos quemaron a Miquel Servet por decir que la sangre circulaba y Galileo se salvó por los pelos por decir que el Sol era el centro del Universo. Así que, Andreu Escrivà, ya puedes dar las gracias de que no te hayamos empalado en medio de la plaza por decir que la temperatura ha subido más de un grado desde finales del siglo xix, y que a este ritmo, en unas cuantas décadas, se tendrán que redibujar los mapas de nuestras ciudades y pueblos costeros.

      El libro que tenéis en las manos es más que un libro. Es, para mí, un manual de supervivencia. Porque va más allá de la exposición de hechos: incluye cosas que aún estamos a tiempo de hacer. Podemos accionar la palanca de freno. O, incluso, cambiar de vía.

      Aquí encontraréis algunas críticas hacia la sociedad, pero también autocrítica hacia el colectivo científico y ecologista. A mí, si me lo permitís, también me gustaría hacer una al gremio al que pertenezco, el de los medios de comunicación. Es indiscutible la nula implicación para recriminar a las autoridades la poca atención que dedican al medio ambiente más allá de hablar del tiempo. Y mira que, cuando se empecinan, son capaces de todo. Cuando quieren hacer subir un partido político, lo suben. Y cuando quieren desinflarlo, lo dejan en los huesos.

      Los medios de comunicación son capaces de las cosas más indignas, pero también de las que más nos enriquecen y dignifican como sociedad. Según un estudio, el 88 % de la población española reconoce no tener ningún problema con los homosexuales. Estamos por encima de Canadá o Dinamarca. Mal me estaría decirlo, pero aunque en su momento se los criticara por frívolos, a principios de los 2000 hubo un estallido de programas llamados «de testimonios» donde muchos de los invitados eran homosexuales y hablaban de sus experiencias con naturalidad. Lo sé porque trabajé en uno de estos programas en la antigua televisión valenciana. Esos diez años ‒en todo el Estado‒ de contenidos tan gayfriendly normalizaron la imagen de los gais. De hecho, personajes como Boris Izaguirre contribuyeron a darle glamur. En un país aún tan católico, la homofobia está mal vista. Y eso lo han conseguido, en gran parte, los medios de comunicación.

      Es innegable que en los temas ambientales se esconden intereses económicos. Como también es innegable que si los periodistas individualmente quisieran, podrían contribuir a formar una sociedad menos consumista.

      Y eso nos lleva a otro de los temas que Andreu también trata muy acertadamente. En esto del medio ambiente –como veréis en este libro‒ ha habido muy mala intención en hacer responsables a los ciudadanos de cosas de las que no somos responsables. Al menos, no directamente. «Ay, no cojas el coche, que se extinguirá una tribu del Amazonas». «Ay, si no tiras el envoltorio del paquete de pipas al contenedor correspondiente desaparecerá el oso polar». «Ay, ¿sabías que cada vez que subes a pie 30 pisos ayudas a salvar un árbol?». Mirad, no. Los colectivos medioambientales y los ecologistas, a veces, han centrado sus campañas en concienciar a los ciudadanos con ganchos más Disney que pragmáticos. Sinceramente, a mí, el oso polar, bien. Pero que haya mosquitos en pleno mes de noviembre ‒a mí siempre me pican‒ y que puedan trasmitir enfermedades tropicales en la ciudad donde vivo, quizá me produce más inquietud.

      Esa no es la solución. La solución de que un fabricante de coches haya mentido en las emisiones de gases tóxicos de sus vehículos o las condiciones laborales en los países donde no se respetan los derechos humanos no depende de ti como individuo. Depende de los gobiernos a la hora de hacer cumplir la ley, sancionar debidamente cuando sea necesario o hacer leyes para evitar que haya abusos.

      En este libro encontraréis esta y algunas otras reflexiones. Pero, sobre todo, esperanza. Aún no es tarde. Aún estamos a tiempo. Parece que sí hay cosas imposibles, pero no es cierto. Hace unos cien años era impensable que los niños no trabajasen en las minas de la Inglaterra victoriana y fuesen a la escuela. Hace unos cincuenta años, era impensable que los negros votasen en los Estados Unidos. Hace unos veinticinco años era impensable que hubiera políticos abiertamente homosexuales. Más aún... ¡hace solo cinco años era inimaginable que Donald Trump presidiera los Estados Unidos de América!

      Está claro que aún existe la explotación infantil. Está claro que las minorías raciales aún tienen problemas en todo el mundo. Que los gais son agredidos y vejados. Pero es indiscutible que esas actitudes, hoy en día, son consideradas delitos en la mayoría de los países avanzados ‒que es hacia donde tenemos que ir–. Hay que hacer lo mismo con el medio ambiente. Que entre medios, científicos y sociedad consigamos crear conciencia colectiva de lo que es correcto y lo que no. Podemos conseguir que la sociedad se acostumbre a defender y proteger el medio ambiente porque, más allá de otras cuestiones morales o hasta sentimentales, sencillamente es útil, nos beneficia.

      Como útil también es que leáis este libro. Que lo compartáis, que habléis de estos temas en la calle, en el trabajo, con los amigos... Os puedo asegurar que el pequeño gesto de ser conscientes, de poner el debate sobre la mesa y no rehuirlo, contribuirá a salvar muchos más árboles y osos polares que una firma en una campaña digital o sentiros culpables por no reciclar.

      ¡Aún no es tarde!

      Eugeni Alemany

      INTRODUCCIÓN

      En enero de 1983, Shigeru Chubachi, un investigador japonés, se encontraba en la Antártida, en la base que su país tenía allí. A pesar de ser un experto en el manejo del instrumental científico para medir el ozono estratosférico –el que forma la conocida como capa de ozono en la atmósfera, entre los 15 y 40 kilómetros de altitud–, el aparato parecía funcionar mal: detectaba unos valores del gas extremadamente bajos. Después de volver a calibrarlo vio que las medidas no cambiaban, así que las anotó disciplinadamente. Los datos recogidos y procesados fueron presentados en un simposio en Grecia en 1984 (Chubachi, 1984), donde poca gente le hizo caso. No fue hasta unos meses después, con la publicación de un estudio en la revista Nature (Farman et al., 1985) por parte de otros autores, cuando el agujero en la capa de ozono sobre la Antártida no comenzó a preocupar seriamente a la comunidad científica y, de rebote, a toda la sociedad.

      Afortunadamente, y como es conocido, la historia acaba razonablemente bien: en 1987, y tan solo unos meses después del descubrimiento de la magnitud del problema, se firmó un acuerdo internacional, el Protocolo de Montreal, que regulaba la producción y comercio de las sustancias químicas responsables del agujero, los cfc (clorofluorocarbonos). Después de casi tres décadas, los primeros síntomas de recuperación duradera y sólida de la capa de ozono se han hecho evidentes (Solomon et al., 2016) durante 2016, y podemos respirar un poco más aliviados.

      La pregunta es: ¿por qué fue tan rápida la adopción de medidas drásticas (ya se estaban adoptando algunas más relajadas desde finales de los años setenta), y por qué tuvieron éxito? Hay tres motivos clave:

      1. Había un conocimiento previo de la materia. En 1974 Mario Molina y Frank S. Rowland ya demostraron que los CFC podrían ser catalizadores de la ruptura de la molécula de ozono (Molina y Rowland, 1974). Por eso, y junto a Paul Crutzen, recibieron el Premio Nobel de Química en 1995.

      2. No hubo un movimiento de escépticos, ni tampoco ninguna campaña orquestada ante la eliminación de los cfc, más allá de las reticencias esperables de aquellas empresas que fabricaban los gases, que, no obstante, pudieron cambiar la producción a otras sustancias

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