Aún no es tarde. Andreu Escrivà García

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Aún no es tarde - Andreu Escrivà García Sin Fronteras

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resume así (Marshall, 2007):

      Imagina que alguien viniera con una nueva y brillante campaña antitabaco. Mostraría imágenes explícitas de gente muriéndose de cáncer de pulmón acompañadas del eslogan: «Es fácil estar sano: fuma un cigarro menos al mes».

      Sin duda el escenario que plantea Marshall es incluso un punto cómico, pero... ¿quizá no estamos haciendo lo mismo en las campañas de lucha contra el cambio climático que consisten en separar envases y cambiar las bombillas en casa? ¿Realmente podemos cambiar algo a escala individual, o es una forma de apaciguar los remordimientos de conciencia? En definitiva: ¿existe alguna estrategia viable más allá de los buenos gestos ambientales?

      Si la respuesta a la última pregunta fuese no, no hubiese escrito este libro porque, sencillamente, no sería necesario. ¿Para qué, si tendríamos suficiente con una lista genérica con medidas de ahorro energético? Pero la respuesta, afortunadamente, es afirmativa. Porque lo que nos hace falta no es que nos pongan deberes para hacer en casa, sino cambiar de escuela.

      Escribo este libro porque aún tenemos tiempo de despertar a Stefan de su pesadilla, aún tenemos tiempo de salvar a los niños de la granja, del incendio y de la indiferencia. Aún tenemos tiempo de salvarnos el futuro.

      Aún no es tarde.

      1.La carta de Rahmstorf puede encontrarse en: <http://www.isthishowyoufeel.com/this-is-how-scientists-feel.html>.

      1

      EL CAMINO HACIA EL PALO DE HOCKEY

      Los hombres discuten. La naturaleza actúa.

       Voltaire

      Que el clima cambia se sabe desde hace siglos, pero la capacidad de observación necesaria no es una cuestión intrascendente: es necesario saber discernir la variabilidad de los fenómenos meteorológicos para apreciar las tendencias. Teofrasto, un filósofo griego que vivió entre los siglos IV y III a. C., fue un fabuloso observador del medio natural. Discípulo de Platón y Aristóteles, fue el primero que intentó una sistematización de la clasificación de las plantas. En un lugar secundario –su producción es vastísima y el abanico de temas tratados, como era común en la época, enorme– aparece una mención al cambio climático por culpa de la acción humana. Como explica el historiador y geógrafo Clarence Glacken en su monumental tratado sobre la naturaleza y la cultura en el pensamiento occidental (Glacken, 1996), Teofrasto apreció un cambio climático a pequeña escala en Larisa, Tesalia. Después que se drenara una zona a menudo encharcada, evitando la acumulación del agua, el filósofo detectó heladas más frecuentes, que hicieron sufrir a las oliveras y a las viñas circundantes. En otro ejemplo, en Aenos, el área se volvió más cálida al desviar el río para que pasara cerca.

      Resulta evidente que no tenemos medidas instrumentales de aquel entonces, y que el cambio en las temperaturas es a pequeña escala, además de poder deberse a una serie de factores diversos. Pero es innegable no solo la habilidad de Teofrasto de descubrir cambios, sino de saber ligarlos con los cambios provocados por los seres humanos (que además tienen lógica, teniendo en cuenta el papel del agua como amortiguador térmico) y no, pongamos por caso, atribuirlos sencillamente a los dioses o a la variabilidad natural.

      Por desgracia, el legado de Teofrasto, que ejerció una influencia muy destacada como pensador en la Grecia clásica, no tuvo continuidad respecto a sus teorías sobre los cambios climáticos provocados por los humanos. Si bien es cierto que hay destellos aquí y allá que recogen algunas de las ideas enunciadas por el griego, lo hacen sin voluntad de sumar evidencias o construir un corpus teórico; son, de momento, observaciones y nada más.

      El estallido se produce a finales del siglo XVIII y principios del XIX. De una Tierra estática hemos pasado a un planeta dinámico, donde se acumulan las capas de sedimentos y donde las montañas son consideradas cada vez más antiguas. La noción misma del cambio, que es contraria al relato casi unánime de todas las religiones acerca de la creación del mundo por parte de Dios, es ya revolucionaria; no digamos, pues, la de la mutación por culpa de los humanos. Desde las evidencias de variaciones del nivel del mar (que ni que decir tiene que se trataron de atribuir al diluvio universal) hasta las marcas de los glaciares que se habían retirado después de la última edad de hielo, que se empezaba a entrever. ¿Qué había pasado? ¿Qué cataclismo debía haber sucedido para que el mundo hubiera estado cubierto de nieve hace miles de años? ¿Cómo encajaba esto con el relato bíblico?

      Que el clima podía cambiar más allá de variaciones puntuales en zonas restringidas, como las que anotaba Teofrasto, comenzaba a ser visto como una realidad. Una de las primeras hipótesis consistentes y defendidas por un amplio sector de la comunidad científica fue la del enfriamiento de la Tierra. Como se comprobó que a medida que se excavaba y se profundizaba en las minas aumentaba la temperatura, se llegó a la conclusión de que el planeta emanaba calor desde el núcleo. Esto encajaba con los hallazgos de fósiles de animales propios de climas cálidos en zonas que entonces se encontraban bajo un clima frío y riguroso: antes el calor terrestre habría mantenido unas condiciones casi tropicales, y cuando esta calefacción natural fue menguando, el hielo habría ganado terreno. Uno de los defensores de esta teoría fue el conde de Buffon, un destacado naturalista, así como Adolphe Brogniart o Joseph Fourier. Brogniart, además, elucubraba sobe la posibilidad de una atmósfera distinta en épocas anteriores, una visión innovadora.

      Sin embargo, las evidencias cada vez más contundentes sobre la existencia de edades de hielo pretéritas chocaban frontalmente con las tesis de Buffon o, ya en las postrimerías del siglo XIX, de William Thomson, más conocido como Lord Kelvin, quien también defendía el enfriamiento gradual del planeta. En 1837, el biólogo y geólogo Louis Agassiz, convencido por el geólogo Jean de Charpentier de la importancia del tema (Bowler, 1998), defendió públicamente que la Tierra había estado sometida a una edad de hielo pasada, y en 1840 publicó sus Estudios sobre los glaciares (Agassiz, 1840). El texto provocó un encendido debate, que derivó hacia el intento de explicar las variaciones climáticas que, de eso ya no había dudas, había sufrido el planeta.

      Pero lo importante, sin embargo, es que a mitad del siglo XIX se había roto definitivamente la cosmovisión del mundo como un lugar estable, sin casi variaciones en sus características físicas. La publicación en 1859 del libro de Charles Darwin sobre la evolución, El origen de las especies, marcó definitivamente el final de la época en la que se podía dar por hecho que el pasado era un lugar plácido donde se reflejaba el presente.

      No está exento de cierta gracia que fuera justo en aquel momento, cuando se agotaba la primera edición del libro de Darwin, cuando el clima comenzaba a cambiar una vez más. No lo hizo, sin embargo, a un ritmo propio de las edades geológicas. Más bien al contrario, el cambio que estaba iniciándose se podría medir, por primera vez en la historia de nuestro planeta, en generaciones humanas.

      La ciencia básica es aquella que, demasiadas veces, no aparece en los informativos y los periódicos. Los descubrimientos que tienen lugar en su ámbito no tienen una utilidad práctica inmediata, y en algunos casos, esta no llega nunca, o lo hace después de muchos años.

      Joseph Fourier, matemático y físico francés, pasó a la posteridad por sus trabajos sobre la transferencia de calor (de ahí viene la ley de Fourier) y series trigonométricas convergentes. Pero es posible que de aquí a unos años sea preciso destacar otro hito en su currículum: haber sido uno de los primeros científicos que propuso una relación entre la composición de los gases de la atmósfera y la temperatura terrestre (Fourier, 1824).

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