Aún no es tarde. Andreu Escrivà García
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En abril de 1815, una explosión como ha habido pocas a lo largo de la historia humana sacudió la isla de Sumbawa, en Indonesia. El monte Tambora había entrado en erupción (Bessan, 2012).2 Más de 70.000 personas murieron, y las cenizas se extendieron no solo hasta miles de kilómetros de distancia, sino que también llegaron a la estratosfera. Allí, algunos de los compuestos, como el dióxido de azufre (SO2), después de experimentar reacciones de oxidación e hidratación, acabaron formando pequeñas gotas de ácido sulfúrico y agua, los llamados aerosoles de azufre estratosférico. Estos aumentaron más aún la opacidad de la atmósfera, con lo que se limitaba la penetración de los rayos del sol y, por lo tanto, el calentamiento de la superficie terrestre. El Tambora había creado una sombrilla para el planeta.
Figura 1.3 Pintura sin autoría conocida que ilustra, posiblemente, la erupción del Tambora.
La relación causa-efecto, que ahora parece tan evidente, no se descubrió hasta más de un siglo después (Conway, 2009). Aunque otros investigadores habían abordado el tema, fue el físico William Humphrey quien postuló, casi un siglo después, que la causa de la irritación de Mary Shelley era la furia de un volcán a más de 11.000 kilómetros, apenas un año antes. Sin embargo, la explicación no fue aceptada de forma inmediata, porque los registros meteorológicos de la época eran, en el mejor de los casos, precarios y poco fiables.
El Krakatoa, también en Indonesia y que entró en erupción en 1883, proporcionó más pruebas sobre el efecto de los volcanes en el clima, pero todavía eran insuficientes. No fue hasta 1991 cuando, con un instrumental infinitamente más preciso y multitud de medidas recogidas por todo el mundo, se pudo establecer definitivamente la repercusión que tenía verter miles de toneladas de ceniza volcánica a la atmósfera (Earth Observatory, 2001). El Pinatubo hizo temblar las Filipinas, y entonces sí que se pudo atribuir directamente un descenso en la temperatura global del planeta de 0,6 ºC, causada por el manto de aerosoles que bloqueaba de diez a cien veces más luz solar de lo habitual.
Así que sí, nos estábamos dejando algo. Durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial se produjo lo que ahora es conocido como «la gran aceleración», una época de extraordinario crecimiento económico y más extraordinario aún consumo de recursos. Se popularizó el avión como método de transporte, y el hambre por los combustibles fósiles entró en una espiral en la que todavía estamos inmersos. Al cabo de poco tiempo, es cierto, se emprendió la contención de los efectos nocivos más inmediatos, que causaron episodios como la Gran Niebla de 1952 en Londres (en inglés, The Great Smog, donde smog es la concentración de smoke, ‘humo’, y fog, ‘niebla’), que provocó entre 4.000 y más de 10.000 muertes según distintas estimaciones. Parecía claro que el desarrollo necesitaba hacerse más limpio. Y fue a partir de aquella época cuando se impulsaron una batería de leyes ambientales, donde la Clean Air Act de Estados Unidos (firmada en 1963 y heredera de la Air Polluction Act de 1955) tiene un papel sobresaliente, por el liderazgo y por cómo actuaba sobre el país más contaminante del mundo.
Cuando toda la normativa se hizo efectiva y algunas emisiones de partículas tóxicas comenzaron a disminuir, también fue adelgazándose la sombrilla atmosférica que nosotros mismos habíamos creado, dejando pasar más luz (¡a algunas ciudades británicas ni siquiera llegaban el 50 % de los rayos solares a nivel de tierra!). Y esto al mismo tiempo que las emisiones de gei se aceleraban cada vez más.
La paradoja que dejaba perplejos a muchos científicos climáticos al principio de la década de los ochenta (esto es, cómo es posible que disminuyan las temperaturas si sabemos que la adición de CO2 a la atmósfera las incrementa) tenía, al fin, solución. Además de una posible variabilidad natural del clima, el papel que tuvieron los aerosoles fue crucial. Eso sin contar con la ayuda de los volcanes, como es el caso de la erupción del monte Agung en 1963 (sí, lo habéis adivinado: también está en Indonesia).
Y entonces, ¿qué pasó a partir de 1981? Que el mundo volvió a cambiar, pero no por última vez.
1988, EL AÑO QUE CAMBIÓ EL MUNDO SIN QUE NADIE SE DIERA CUENTA
Hay avances revolucionarios sutiles, en los cuales se edifican los fundamentos que, muchos años después, marcarán el día a día de buena parte de los habitantes del planeta. Tendemos a recordar, sin embargo, aquellas fechas que se disfrazan de espectacularidad mediática, aunque su legado quizá se desvanezca.
En 1988, el año en que se pusieron en marcha los mecanismos que desembocaron en el colapso de la Unión Soviética, se detectó el primer planeta exosolar y, con él, se volvió a alimentar la fantasía de la exploración del espacio profundo. En aquel año, que había visto cómo se conectaba por primera vez Estados Unidos con Europa vía internet, también se comenzó a discutir sobre un acrónimo que iba a revolucionar por completo el mundo: www, la World Wide Web. El mejillón cebra fue encontrado en los grandes lagos norteamericanos, comenzando su trayectoria como una de las especies invasoras que más pérdidas económicas ha causado a escala mundial. Y, el día 23 de junio, James Hansen, el prestigioso científico de la NASA que ya había advertido siete años antes de la posibilidad real del calentamiento global, testificó frente a una comisión del Senado de Estados Unidos (Shabecoff, 1988).
Lo hizo después de años de recopilar pruebas en los que las incertidumbres que planteaba en su trabajo de 1981, y que hemos visto antes, se fueron disipando. Los modelos eran cada vez más fiables y las herramientas informáticas más potentes. Los datos climáticos recogidos por todo el mundo mostraban un calentamiento imparable, coincidiendo con las emisiones cada vez más aceleradas de CO2. Con la confianza de estar haciendo aquello que era necesario, como cuando años después protestaba frente a la Casa Blanca y era arrestado por la policía, Hansen utilizó un tono duro y claro para dirigirse a los políticos norteamericanos. «El calentamiento ha comenzado ya», aseveró, y pese a que no podía asegurar cuándo percibiríamos con claridad los efectos más allá de las medidas instrumentales, urgió a actuar. Lo hizo, además, en un año en el que las olas de calor causaron entre 4.800 y 17.000 muertes no naturales en su país, que sufría asimismo una fuerte sequía.
En 1988, sin embargo, también se había puesto en marcha un nuevo reloj: el de las generaciones futuras. El mantra del ecologismo antropocéntrico –el mundo que legaremos a los que todavía no han nacido– cristalizó en el informe de 1987 de la ONU «Nuestro futuro común» (UN, 1987), también conocido como «Informe Brundtland», por la primera ministra noruega que lideraba la comisión. Después de novecientos días de estudio y de reuniones, emergió un concepto con fuerza, el de desarrollo sostenible. Arraigado en la antigua visión de una gestión durable y no depredadora de los recursos naturales, especialmente en aquello que se refería al monte, la comisión de Naciones Unidas amplió y dotó de contenido un concepto que no podía llegar en mejor momento. La definición más comúnmente aceptada de desarrollo sostenible, que es la que acordó la Cumbre de Río de 1992 (conocida como la Cumbre de la Tierra), es la siguiente (UNEP, 1992):
El derecho al desarrollo ha de ser satisfecho de forma que satisfaga de forma equitativa las necesidades de desarrollo y ambientales de las generaciones presentes y futuras.
Y sin duda el cambio climático, tal como había enunciado Hansen y mostraban cada vez más