Aún no es tarde. Andreu Escrivà García
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Aún no es tarde - Andreu Escrivà García страница 6
La cuestión de las temperaturas terrestres, una de las más notables y más difíciles de toda la filosofía natural, se compone de elementos suficientemente diversos que deben ser considerados desde un punto de vista general.
¿Por qué era el clima como era? ¿En qué medida influían los gases? ¿Podía la actividad humana cambiar esta composición y, consecuentemente, cambiar el clima? El trabajo de Fourier abría la puerta a preguntas que aún no nos habíamos hecho, y lo hacía apenas cincuenta años después de que James Watt construyera la primera máquina de vapor moderna.
Eunice Foote fue la primera científica en relacionar de forma directa el ácido carbónico (como entonces se llamaba al dióxido de carbono) y el aumento de temperatura de la atmósfera. Pero el trabajo de Foote fue, como el de tantas otras mujeres, obviado y silenciado en un mundo eminentemente masculino. John Tyndall, filósofo natural inglés y experimentado alpinista, fue uno de esos hombres que pasó a la posteridad sin compartirla con Foote, a pesar de que el trabajo de esta era tres años anterior.
Tyndall no dejaba de pensar en la cuestión de la antigua edad del hielo, y cómo podía explicarse esta. Se había especulado con las propiedades de algunos gases, que podrían retener calor, pero durante mucho tiempo no se dispuso de ninguna evidencia experimental. Más de treinta años después de la publicación de las ideas de Fourier, y sin conocer (aparentemente) el trabajo de Foote, Tyndall encontró un camino hacia la respuesta. De las anotaciones en su diario sobre los experimentos que demostraban las propiedades de absorción de calor (radiación infrarroja) hasta la presentación de los resultados en la Royal Institution tan solo pasaron unas pocas semanas (Hulme, 2009). Allí, delante del príncipe Alberto, explicó cómo el dióxido de carbono, el metano o el vapor de agua absorben mucha más energía que el oxígeno o el nitrógeno cuando se exponen a radiación térmica. Tyndall acababa de describir lo que hoy en día se conoce como efecto invernadero, la piedra angular de la ciencia del cambio climático. Y lo hizo en 1859, cuando Darwin ultimaba su manuscrito, y el mundo acechaba una revolución que no se imaginaba y que removería sus fundamentos más profundos: el ser humano era una más de entre los millones de especies que poblaban el planeta. Más de un siglo después, sin embargo, la investigación de Tyndall nos llevaría a reconsiderar esta concepción, porque ¿qué especie es capaz de modificar el mundo hasta tal punto? Bien pocas, sin duda.
Si la ciencia del cambio climático fuera una película policíaca, el detective que señala al culpable y averigua sus pasos la noche del crimen podría muy bien ser Svante Arrhenius, un científico sueco fascinado (sí, también) por las edades de hielo prehistóricas. Arrhenius consideraba que el dióxido de carbono era la clave, y realizó distintos cálculos (Arrhenius, 1896) que, pese a ciertas imprecisiones y la falta de conocimientos de la época, resultan inesperadamente ajustados hoy en día. Doblando la cantidad de dióxido de carbono que había en la atmósfera en aquel momento, predijo Arrhenius, la temperatura global subiría entre 5 y 6 ºC de media. Esta previsión coincide con algunos de los escenarios planteados por el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC en adelante), y nos dice que hace más de cien años que teníamos señales sobre nuestra capacidad de alterar el clima.
Arrhenius calculó primero el enfriamiento que sufriría Europa si redujéramos a la mitad los gases de efecto invernadero (GEI) conocidos entonces, para lo que obtuvo un descenso de las temperaturas de entre 4 y 5 ºC. Fue su colega Arvid Högbom, que tenía mucha experiencia a la hora de estimar los ciclos de CO2 en el ámbito natural, quien le planteó calcular el gas emitido por las fábricas. Y fue entonces cuando se tuvo, por primera vez, la percepción clara de que estábamos añadiendo gases a la atmósfera a un ritmo comparable al de los procesos geológicos. Era, eso sí, una nota al margen del artículo publicado en 1896; una anotación despreocupada, hasta ligeramente optimista –después de todo, Arrhenius era sueco y unos pocos grados más de temperatura no representaban un escenario hostil, sino todo lo contrario–.
El siglo XIX había sido el de los descubrimientos, el de la transformación y el empequeñecimiento del mundo, el de la colonización. El del «cambio por el cambio», según Lewis Mumford. El siglo en el cual llegamos a todas las partes del planeta y soñábamos, como Jules Verne, con traspasar y dejar atrás la frontera planetaria. En el imaginario colectivo, el ser humano era el triunfador absoluto de la evolución que Darwin había desvelado, y ejercía disciplinada y entusiasmadamente el papel que se le había otorgado en la cosmovisión judeocristiana: el de someter a todos los animales y plantas que vivían, y extraerles el máximo rendimiento. También, sin embargo, era una época en la que se certificó la capacidad de transformación de la «naturaleza inanimada», como decía el subtítulo del libro (Sherlock, 1922) de Robert Lionel Sherlock El hombre como un agente geológico, publicado en 1922.
A pesar de algunos trabajos posteriores de Arrhenius, quien continuó investigando la cuestión (y tratando de explicarlo al público en su libro de 1908, La creación de los mundos), y las aportaciones de otros coetáneos, notablemente el geólogo norteamericano T. C. Chamblin, no fue hasta los trabajos de Guy Stewart Callendar al final de la década de 1930 cuando la teoría del calentamiento antropogénico del planeta tomó verdadera fuerza. Dentro del triunfalismo imperante sobre el papel de la humanidad (no tanto sobre la historia propia de los humanos, en un momento convulso y trágico), Callendar, un ingeniero aficionado a la meteorología, publicó en 1939 un trabajo (Callendar, 1939) en The Meteorological Magazine en el que relacionaba, de forma explícita, el aumento de las temperaturas –entonces ya detectable– y el incremento en la concentración atmosférica de CO2. La revista Time se hizo eco al cabo de poco tiempo. No obstante, Callendar, igual que Arrhenius, tampoco entendía el calentamiento como un problema, sino como una forma inesperada y bienvenida de retardar el retorno de una nueva edad del hielo. El mundo, además, se enfrentaba entonces a la segunda gran guerra en veinte años, y estas cuestiones desaparecieron de la actualidad de aquel momento, engullidas por los pozos de petróleo y el humo de los tanques.
En un artículo aparecido en junio de 2016 en el portal científico Naukas, Pedro Hernández (2016) hace un exhaustivo repaso de los avisos sobre el cambio climático de los que la prensa se ha hecho eco en las últimas décadas. Inicia la cronología con Callendar, para detenerse en un reportaje de una revista de 1950 titulado «¿Se calienta el mundo?» (Abarbanel y McClusky, 1950). En un pie de fotografía, como la que se puede ver en la figura 1.1, se lee: «Combatiendo el calor bajo una boca de incendios en Dallas, estos niños de Texas quizá piensen que ahora hace calor, pero tienen muchas probabilidades de crecer en un mundo más caliente del que sus abuelos nunca conocieron».
Figura 1.1 Imagen del Saturday Evening Post, julio de 1950.
Resulta chocante que un pie de fotografía sobre un tema que consideramos actual en 2016, y que podría aplicarse a cualquier escena veraniega, se escribiera hace más de sesenta años. Aquel mismo año el asunto también se trató de forma menos distendida en otra pieza clave, «El clima cambiante» de George T. Kimble (1950), en la prestigiosa revista Scientific American. La pregunta, que se formulaba al inicio del texto y que sintetizaba el debate sobre el cambio climático que brotaría con violencia a finales de los años ochenta y durante la década de los noventa, era:
¿Qué es exactamente lo que le está pasando a nuestro clima? ¿Es una mera fluctuación a corto plazo, o está en marcha un cambio a largo plazo?
Y a pesar del artículo de Kimble, a pesar de esta pregunta y las evidencias que se habían acumulado en torno a la relación entre las actividades humanas, la composición atmosférica y la temperatura planetaria, a pesar de más certezas que se acumularían en años siguientes, a pesar de los intentos de insertar el debate en la esfera pública y condicionar la política energética