Siempre De Azul. María Dolores Cabrera
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Aquella noche, Leo pierde una cantidad importante de billetes y antes de salir del local, sudoroso y contrariado, levanta la mirada. Gabriela no solo que lo ignora sino que en ese preciso momento cruza hacia la puerta de salida del brazo de un tipo de apariencia vulgar. Lleva puesto un sombrero de tono llamativo y caricaturesco, una chaqueta a cuadros que no combina con el pantalón y los zapatos deportivos. Todo un fantoche ridículo —piensa— pero hay que aceptar que hoy ha sido su día.
Las visitas al casino se repiten tarde tras tarde. Por las noches, cuando regresa al cuarto semi oscuro y reducido donde vive en el sector colonial de la ciudad, su actividad depende de si ha ganado o ha perdido. En aquella mustia habitación, por lo general, cuenta siempre con una botella de licor barato que repone con otra cuando se termina, también con algunos víveres y unos pocos trastos acomodados dentro de una alacena de madera empotrada en el rincón. Bajo una pequeña ventana, hay un mini refrigerador blanco de bar donde es común que tenga leche, algo de fruta, a veces un trozo de carne y un plato de arroz. Al otro lado de la cama está el closet y la puerta de un baño básico y diminuto. Si ha sido una buena tarde, prepara la cena en su minúscula cocineta eléctrica. Mira cualquier película de acción y hasta pone música antes de dormir. Si ha sido una tarde mala, toma un vaso de agua, no come y se acuesta temprano pero siempre obsesionado con la vida de Gabriela.
Un viernes cerca del ocaso, parece que la fortuna está de su lado. Gana en la mesa de póker, en la de veintiuno, después en la ruleta, por último en las máquinas tragamonedas y en las que engullen billetes también. Siente una emoción que no le cabe en el pecho. El corazón rebosa de dicha y cuando decide que es suficiente, que ya ha ganado mucho dinero y debe marcharse, canjea en la caja las fichas por billetes y dirige su mirada hacia la esquina donde se encuentra Gabriela con la máquina de juegos de arañas y le sonríe. Esta vez, ella fija su mirada en él y se levanta. Leonardo siente que, conforme ella se aproxima, sube la temperatura de la sangre en sus venas y su estómago se revuelve por una inicua y agradable ansiedad. La mujer se acerca mucho. Su rostro casi rosa el de él. Los ojos de Gabriela recorren desafiantes las facciones de su cara y los labios pintados y entreabiertos emanan un aliento a gloria que él recibe con satisfacción. Entonces, la mujer le dice con un gesto sensual, irónico y provocativo:
—Vamos.
Leonardo no sabe qué responder en ese momento y simplemente accede. Salen juntos y caminan casi sin hablar. Después de un momento, él le pregunta:
—¿Deseas tomar algo, Gabriela?
—Sabes mi nombre.
—Bueno, todo el mundo lo sabe en el casino. ¿Te apetece un trago?
—También sé que eres Leonardo. Leo, ¿no? Bueno, sí. ¿Por qué no? Un trago estaría bien. Gracias.
Van a un bar cercano que no es muy elegante ni especial, más bien exiguo y algo desmantelado pero es lo que hay al paso. Toman algo y salen. Ella le toma de la mano y él se deja llevar. Caminan con pasos lentos. Se pierden despacio por la ruta de un zaguán oscuro. Se desvanecen sus siluetas grises y falsas, reales e inventadas. Se mezcla en un instante la mentira y la verdad. Se concreta y se evapora una tétrica historia corta. Se define y se esfuma un deseo sin tiempo. Cuaja y se derrite una triste pasión postergada. Se deshace en un segundo la lealtad y la traición.
Aquella noche, Leonardo no regresa al humilde cuarto donde ha vivido años de soledad y miseria. No regresa nunca. Nadie pregunta por él, excepto el dueño de casa que imagina que el infeliz debió irse sin chistar para no pagar el último mes de renta.
Al siguiente día, en horas de la tarde y como siempre lo hace, Gabriela regresa al salón de juegos, al casino aquel en donde se deleita con su máquina de arácnidos. Un mesero con camisa blanca almidonada y corbata de lazo, se acerca a ofrecerle algo para beber y le dice:
—Señorita Gabriela, ayer estuvo de suerte. Vi que su máquina se detuvo con cuatro viudas negras en línea horizontal, esas con el vientre rojo dividido como un reloj de arena. El chico encargado anotó su ganancia antes de volverla a cero. ¡Qué bien! La felicito.
Gabriela, que en esta ocasión estrena un vestido gris oscuro, escotado y sensual, juguetea con el colgante escarlata que pende de su cuello y sonríe por aquel cumplido que alimenta su terrorífico ego mortal y a la vez, el triunfo de sus hazañas macabras. De inmediato, la máquina suena estridente porque ella apuesta su dinero con el hambre sádico y feroz de una viuda negra más. Aquella asesina que mata al macho después de su trampa sexual.
A Leonardo no se lo ve nunca más por el casino y a pesar del asombro de muchos, no preguntan. Nadie supo jamás que la suerte de aquella tarde no engranó con la de su fatal destino. La premisa de Leonardo no se había cumplido. La buena racha de aquel juego, no fue precisamente la suerte de su vida como él lo había creído. La de Gabriela, siempre.
El pintor
Un lienzo blanco templado sobre el caballete de madera que se atreve a tentarme, a desafiarme. Yo, Mauro Callejas, pintor aficionado, lo miro mientras sostengo el pincel en la mano. Pienso en aquella laguna del parque a la que tantas veces voy con Margot, mi mujer. A pesar de que está en medio de la ciudad bulliciosa y agitada, la laguna brinda una paz que me apacigua. A ella le gusta sentarse en una banca de hierro barnizada de blanco, casi siempre en la misma. No le importa pasar un par de horas mientras mira el agua o más tiempo si le apetece. Conversamos. Nos reímos. Recordamos. A mí no me molesta en lo absoluto. Hoy sábado por la tarde, estuvimos ahí de nuevo pero ocurrió algo diferente dentro de mi cabeza. Mientras compartimos, charlamos y tomamos un helado, sentí que debía grabar en mi memoria los detalles del paisaje. Uno a uno, en especial los colores. La tonalidad que tenía el agua a esa hora. Los matices de las plantas y los árboles. Puse atención a las gamas de los cafés, de los azules y de los verdes. Me fijé en la perspectiva que forman las distancias. En la escala del tamaño de las piedras y en el cielo. Cuando nos levantamos, no pude evitar mirar hacia la banca en la que estábamos sentados. Su forma, sus tallados. Por lo general, solemos caminar despacio cuando volvemos. A veces, en la ruta a casa, compramos pan integral o alguna bebida que falta para la cena o para el desayuno del siguiente día. Hoy trajimos un paquete de bocaditos con masa de queso.
Llegamos a casa. En las paredes de la sala hay cuatro cuadros de mi autoría: Una puesta de sol, Agustín sobre el sofá, el rostro de mi mujer y un callejón nocturno. En el comedor hay dos: Un canasto lleno de margaritas y una niña que come una manzana. Este último lo hice después de observar cómo una pequeñita de origen indígena, comía fruta sentada en la vereda junto a la madre que las vendía. Margot se dirigió a la cocina y yo bajé al sótano que está justo debajo de nuestro dormitorio.
Ahora estoy aquí. Miro el lienzo en blanco que me motiva. Le sonrío. Me dice: “Vamos, aquí me tienes. Vamos con ese paisaje del lago. ¿Qué esperas? Toma el pincel y la paleta. Empieza ya”.
Yo me acobardo porque no sé si es el momento, si estoy preparado para iniciar pero también pienso que los detalles se pueden esfumar de mi mente y decido comenzar. Me pongo el delantal que algún día fue blanco por completo y que hoy tiene una amplia variedad de manchas coloridas que ya no salen al lavar. Me cubro la cabeza con la boina gris que uso para proteger mi pelo de alguna salpicadura. Enciendo la música que me gusta escuchar cuando pinto, por lo general instrumental de piano. Hoy elijo Tristesse de Chopin.
Hago trazos básicos, gruesos. Son la base para luego extender las gamas con pinceladas más finas. Rasgo esbozos y defino el tono del agua. Margot me llama porque el café está servido. Apago la música. Dejo todo. Me quito el delantal y la boina. Subo. Compartimos un tinto con las masitas de queso. Termino de prisa y le digo que vuelvo al sótano porque ya comencé a