Siempre De Azul. María Dolores Cabrera
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Mientras tanto, en la cabaña se abre la puerta del cuarto cerrado. Salen personas afligidas. Un manojo de seres humanos que gimen, se lamentan. Lloran una enorme pena. Van a la pequeña habitación maloliente que está abierta y una mujer desconsolada, se acerca a quien yace boca arriba en la cama. Enciende varias velas, a pesar de que la luz eléctrica está y siempre ha estado presente en la cabaña, y las coloca alrededor del cuerpo. Retira la oscura manta del rostro y besa la frente de Rebeca, la joven ahogada que ese día cayó accidentalmente al pantano y que sepultarán mañana por la mañana en la ciudad.
No me dejes ir
El dolor de las piernas se vuelve insoportable. La inmovilidad me produce un penoso estado de ansiedad, de impotencia. La luz es muy tenue pero me tranquiliza sentir que respiro. Mis párpados caen pesados sin el permiso de mi voluntad. De inmediato, mi cerebro enciende la visión del recuerdo perverso. Una película maligna grabada en mi memoria. Escenas que, una detrás de la otra, reiteran la veracidad de una tragedia manipulada por entidades, hasta entonces, desconocidas para mí. El vestigio de lo que sucedió se muestra como una amenaza macabra para cualquier ser viviente. Tétricas imágenes que me atormentan en cuando cierro los ojos:
Yo, Maritza, de veinte y siete años, conduzco por una carretera angosta y oscura que se ilumina solo con las luces de mi coche. Voy a una velocidad medianamente alta porque temo llegar tarde. Es el cumpleaños número cincuenta y cinco de mi madre y, en la casa de campo donde mis padres residen desde hace un par de años, habrá una cena a la que ya estoy retrasada. La oscuridad hace que consiga ver los árboles y arbustos, solo cuando ya están a unos metros de distancia. Tengo el equipo de música encendido. Escucho la canción británica “Never let me go”. Está de moda. Me gusta. Tarareo muy bajito y acelero un poco más. Imagino a mamá inquieta, sé que a estas horas debe chequear el reloj, una y otra vez, porque aún no he llegado y los invitados esperan por mí para hacer un brindis.
Suena mi teléfono móvil y yo contesto. Es Elsa, mi madre. Me disculpo y le explico que tuve que cerrar una cuenta en el trabajo y que me tomó más tiempo del esperado, pero que ya he recorrido la mitad del camino y que estaré en la finca en unos cuarenta minutos más.
Imagino a papá, a mi hermano Oswaldo y a Cristina, mi hermana mayor, mirándose unos a otros porque la cena se enfría y Maritza, impuntual como siempre, aún no ha llegado.
De pronto, percibo en la nuca un frío inesperado, gélido. Me eriza la piel del cuello. Me sorprende porque la estación es calurosa y reviso si la ventana trasera está baja. Constato que no, que está cerrada. Me mareo y tengo nauseas. Veo una luz que centellea en el cielo como si se tratara de rayos que anuncian una tormenta, pero son relámpagos que permanecen refulgentes por más tiempo del normal. Me invade un temor mordaz. Trago la saliva con firmeza y un sudor helado baja por mi cuerpo. Tiemblo por el pánico y desacelero.
Los árboles y la vegetación ya no se iluminan con los faros encendidos de mi carro, al que ahora le cubre una espesa neblina. Reviso las luces. Subo su nivel a intensas pero todo lo que hay fuera son inmensas sombras negras y espectrales. Las ramas y las hojas se tambalean amenazantes y emiten un silbido extenso. La canción británica ha dejado de sonar. De pronto, me golpea una estampida brusca como si alguien me hubiera chocado por detrás. Me sacude y freno. Apago el motor. Miro horrorizada por el retrovisor pero no hay nada ni nadie; solo tiniebla, desamparo y terror. El tiempo que permanezco sin que el auto se mueva es muy corto porque en unos segundos me percato de un nuevo movimiento que desliza mi carro hacia adelante, como si una fuerza oculta lo desplazara.
Enciendo el motor e intento acelerar para escapar con una rapidez mayor a la que me empuja pero no consigo mover mi auto a voluntad. El miedo me paraliza y me ofusca. No sé qué hacer. El carro es impulsado por una fuerza sobrenatural que me causa pavor y grito. Presiono el pie sobre el freno y el pedal se hunde hasta el fondo. No puedo hacer nada y cierro los ojos mientras clamo por ayuda. Rezo a pesar de no ser creyente. Intento tomar el teléfono celular mas no lo alcanzo. Se ha caído debajo del asiento y el cinturón de seguridad me oprime. Está trabado.
La velocidad aumenta y me causa vértigo. Vomito encima de mi cuerpo. El frío en el cuello se convierte en un susurro siniestro. Miro una sombra colosal frente al parabrisas. Es un árbol enorme. Voy a chocar contra él. No hay escapatoria. No lo puedo evitar. El impacto es fortísimo. Lo vivo como en cámara lenta. Mi cabeza se agita por el golpe y la música del equipo empieza a sonar en volumen máximo. Me ensordece. Todo explota. Se rompe. Miro como vuelan por el aire, los pedazos blancos de la carrocería. Abro y cierro los ojos de manera intermitente. Acepto mirar y a la vez me niego a hacerlo. La decisión alterna en intervalos de segundos. La piel de mi rostro se comprime con muecas de pánico y cierro mis puños con fuerza, como si eso me preparara para protegerme de la colisión. Escucho mis propios alaridos. Los trozos de vidrio de las ventanas se esparcen por el aire como una lluvia de cristales que tintinean al caer. Mi cuerpo se tambalea, se dobla. Mi cabeza golpea contra una de las ramas del árbol incrustado en el parabrisas y rebota.
Pierdo la conciencia. Cuando vuelvo a tener noción de la realidad, no siento daño físico alguno a pesar de que distingo sangre por todos lados. Atisbo una discusión agitada que sin embargo, mi audición la capta en decibeles muy bajos. Alguien me sujeta. Halan de mis brazos y también de mis piernas, hacia un lado y hacia el otro, como si se estuvieran disputando mi humanidad. Reconozco la voz de mi abuelo Ernesto. Lo siento a mi lado. Me sorprendo y a pesar de mi incertidumbre, me atrevo a decir:
—¿Abuelo?
No tengo respuesta pero presiento el leve y casi imperceptible murmullo de mi nombre. Sigo sin sentir dolor.
Advierto querellas que no son claras para mí. Mi abuelo murió hace diez años cuando yo tenía diecisiete pero sé que está aquí. Siguen los rumores. La discusión continúa. Hay otra presencia. Un ente sin forma que no formula palabras. Un espectro tenebroso que solo emite sonidos guturales de inconformidad y ante los cuales, refuta el abuelo en desacuerdo.
Discuten por mi cuerpo, por mi alma, por mi ser. Ahora entiendo. Ernesto quiere que me quede. El espectro desea llevarme consigo.
—No me dejes ir— Suplico a mi abuelo entre dientes.
De pronto, un silencio sepulcral. No hay nada ni nadie. Tal vez una tregua. Ya no están las voces que discuten. Se han ido. No consigo ver absolutamente nada, todo es mutismo, abandono, tiniebla.
No puedo moverme y pienso que he muerto. Que estoy trascendiendo hacia otra dimensión y veo un destello que se agranda. Es la luz de una ambulancia que se acerca bulliciosa. Estoy viva y vienen a salvarme. Pienso en mis padres, en mis hermanos, en la cena, en los invitados. Me inquieto y me incomodo por no haber podido llegar a tiempo, por haber retrasado el brindis.
Oigo voces de hombres que intentan sacarme de entre la chatarra: “Con cuidado, con cuidado. Esa pierna está atorada”, dicen. Hay movimiento, ajetreo. Suena una sierra. Cortan metal. Liberan mi pierna derecha. Alguien da indicaciones, órdenes. Corren. Se mueven. Acarrean cosas. De pronto, reconozco aire fresco en mi cara. No puedo tocarme el rostro pero lo siento rígido como si lo cubriera una capa de sangre seca. Estoy fuera del coche. Todo sucede tan rápido que no puedo precisar detalles. Me colocan sobre un soporte y entre exclamaciones y apuros, me meten en la ambulancia. Sigo sin sentir ningún malestar físico, solo incertidumbre y desconcierto.
Me doy cuenta de la rapidez con la que avanza el vehículo en el que me llevan. Conectan mangueras con agujas a