Siempre De Azul. María Dolores Cabrera

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Siempre De Azul - María Dolores Cabrera

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tarde, estoy en el cuarto dispuesto a descansar. Me agrada el trabajo que hice. Me siento orgulloso. Avancé más de lo que imaginé y eso me satisface. Pintar es mi pasión, mi vida. La única actividad que me hace olvidar la ingratitud, la falta de empatía de la gente con la que nunca he podido congeniar. La crueldad de una sociedad injusta y errada. Margot y yo estamos solos. No tuvimos hijos. Solo nos acompaña Agustín, nuestro gato marrón. Mi paso por este mundo ha sido una experiencia difícil. Dura. El amor de Margot es lo único que sostiene mis ganas de vivir. A los doce años, cuando murió mi madre, empecé a pintar con frenesí, con obsesión. En la noche, dibujaba las cosas que había visto en el día. Sufrí una enfermedad autoinmune que debilitaba mi musculatura pero la superé con tenacidad. Mi padre se casó por segunda vez y se marchó. Los estudios me agobiaban y en cuanto me gradué con esfuerzo y hastío, entré a un taller de pintura en el centro de la ciudad y perfeccioné mi talento. Trabajé de mensajero en una empresa de publicidad. Con el tiempo, me contrataron como dibujante para ciertas publicidades comerciales. Cuando conocí a Margot en una exposición de cuadros, mi vida afianzó una nueva razón.

      Ahora tengo que dormir. Una calle empedrada y casas coloniales con la firma de Mauro Callejas, está sobre nuestra cama. Apago la luz de mi mesa de noche. Mi mujer duerme desde hace rato.

      A las tres de la mañana, me despierta un ruido sutil que me inquieta. Me mantengo alerta y los sonidos se vuelven más fuertes. Algo cae con fuerza. Arrastran cosas. Golpean objetos. Prendo mi lámpara y Margot se asusta.

      —¿Qué pasa, Mauro?

      —No lo sé. Algo suena. Es abajo, en el sótano. Voy a ver.

      Me levanto pero siento temor. Inseguridad. Tener miedo es normal —me digo— El vencerlo es de valientes.

      —Ten cuidado. O mejor no bajes. Llamemos a la policía y mientras tanto esperemos aquí.

      —No. Margot, todas mis cosas están ahí.

      —Te vas a exponer mucho. No vayas. Quizás solo dejaste la ventana abierta y el viento derribó algunas cosas.

      La escucho pero prefiero arriesgarme y decido bajar. Desciendo por las gradas con sigilo, despacio. El pisar firme sobre cada escalón me da seguridad. Me garantiza estabilidad. Un temblor se apodera de mis piernas y de mis brazos. Siento salivación excesiva y el pánico se presenta como una estela negra que me envuelve. Me cubre la cara, me impide mirar. Avanzo y se me amortiguan las manos. Tengo la sensación de que los pies se paralizan pero hago un esfuerzo y camino. El temor no es malo —repito— Nos ayuda a protegernos, debo continuar.

      Paso por la cocina en penumbra y tomo un cuchillo. Pienso en la muerte. En un final absurdo y trágico. Pienso en Margot. Agustín baja conmigo y maúlla. Abro la puerta de mi sitio de trabajo. Me espeluzna imaginar lo que voy a encontrar. Enciendo la luz con cautela y lo que veo me inmoviliza. Estoy estático y mudo. Sin palabras. No puedo gritar. Tengo taquicardia. Un sudor frío me recorre por el cuerpo. Todo está en el piso. Roto. El caballete despedazado. Los tubos de las pinturas regados por el suelo. Reventados. Pisoteados. La paleta averiada. El lienzo con los colores del lago está retaceado. Apenas veo una parte del agua que parece ondular sobre el suelo. El equipo que utilizo para la música, está tirado pero intacto. Mi delantal y la boina es lo único que han dejado en su lugar.

      Las puertas del mueble blanco donde guardo mis trabajos aún sin enmarcar, están abiertas. Mi esfuerzo de años destruido. Los lienzos ajados. Veo paisajes cortados. La mitad del rosal en medio del campo. Parte del ramillete de flores amarillas. Un trozo del caballo que pasta delante de una cabaña. Mitades de árboles. Tan solo la esquina del bote atado al muelle. Mariposas con alas trizadas. Aves fragmentadas. Un mirlo en la ventana que está estropeado. Calles divididas en pedazos. Parte de la entrada colorida de una vivienda rural; en fin, tantas y tantas cosas que he atesorado y que no he vendido porque en nuestro medio es difícil pero que con paciencia iban a salir. Todo en hilachas, cortados con cuchillo o tijeras. Cada uno, una ilusión devastada, una alegría anulada, un placer aniquilado. El alma rota. El espíritu quebrado. La saliva atorada en la garganta. Las lágrimas retenidas en los ojos. El dolor que arde en la mitad del pecho.

      Voy hacia un escritorio pequeño de madera que está a un costado del cuarto y noto que están reventadas las bisagras del cajón que ahora está vacío. Se llevaron el dinero que guardaba para comprar los implementos de mi trabajo. Levanto mi mirada y la ventana que da a la calle, está forzada. Rota. Por ahí entraron y salieron pero si sólo querían el dinero, ¿por qué destrozaron mis cosas?

      Retrocedo. Salgo y dejo todo como está. Subo. Margot me espera angustiada. Suda por el temor y los nervios. Está pálida y tiembla.

      —Ahora llama a la policía— le digo.

      —¿Qué pasó, Mauro?

      —Se llevaron el dinero destinado para las compras de los materiales y lo destrozaron todo.

      —¡Dios mío!

      —Llama a la policía, por favor.

      En veinte minutos hay gente que revisa todo. Toman fotografías, intentan tomar huellas. Todo inútil. No hay evidencia de nada que pudiera llevar a la sospecha de quién lo hizo.

      Algún vagabundo que necesitaba el dinero —me dice un oficial— Lo siento. Vamos a intentar encontrar alguna pista pero es difícil. Este tipo de robo no deja rastro.

      Se van.

      Regreso al dormitorio. Me recuesto sobre la cama, intento estabilizar mi respiración y espero a que amanezca. Me ducho. Me visto y salgo. Margot desea acompañarme pero le digo que no, que esta vez voy solo.

      Camino abatido rumbo al parque. Siento las piernas débiles y una especie de zumbido en los oídos que obnubila mi consciencia. Paso por la panadería que aún no abren. Llego hasta la laguna. Algunos pájaros trinan sin advertir la miseria humana. Deseo ser un pájaro, pienso. El agua sigue ahí, azul como siempre pero a esa hora de la mañana, el tono es distinto. Grabo esa tonalidad extraña en la memoria. El cielo despejado, compasivo, celeste. Dejo caer un par de lágrimas. No importa el costo de lo material. Importa el dolor de comprender la habilidad del ser humano de poder romper la esencia misma de un semejante. Una joven trota con traje deportivo y lleva audífonos en sus orejas. Ignora mi realidad y yo la de ella. Recuerdo el lienzo de la laguna sobre el suelo. Muerto. Sin poder hablarme. Sin poder tentarme a que continúe con las pinceladas.

      Salgo del parque y camino por la vereda. Pasan los carros veloces, los conductores tocan las bocinas apresurados. Yo sigo sin rumbo. Avanzo e intento llenar mis pulmones con el aire que les falta. Pienso en Margot que a esa hora debe esperarme con otro café sobre la mesa. En Agustín marrón, en mis obras, en mi única pasión. Un torbellino de colores cruza fugaz, gira irreflexivo, casi violento dentro de mi cabeza. Remolinos de matices que mutan. Aprieto los párpados. Camino casi a ciegas. Tengo nauseas. Me detengo para no tropezar. Abro los ojos y veo gente que cruza apurada, quizás entre ellos va el ladrón, quizás no. El cielo ya tiene más nubes y decido volver. Compro el periódico en una esquina y voy en busca de ese café que se enfría y que Margot lo tiene listo para ofrecerme con cariño. Lo bebo. Doy un beso a mi mujer en la frente y bajo al sótano. Encuentro en la estantería, un lienzo en blanco que está nítido. Lo pongo sobre la mesa de escritorio. Recojo lo que queda de las pinturas rotas y un pincel partido. Me coloco el delantal y la boina. Acomodo el equipo en su lugar. Enciendo la música. Sonrío con malicia y trazo, como un desquiciado, los bosquejos de la laguna con su tono matutino.

      La chef

      (Un cuento de aromas y sabores)

      Sobre

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