Jesús, el Hijo de Dios. Ty Gibson

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Jesús, el Hijo de Dios - Ty Gibson

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fidelidad “confirmada” del pacto divino con la raza humana.

      En resumen, las Escrituras son la historia de Dios que vive en el amor del Pacto hacia nosotros con el objetivo de restaurar el amor de pacto en nosotros. El plan de salvación es el proceso histórico mediante el cual Dios sigue amándonos a pesar de todo, reproduciendo la imagen de Dios en la humanidad por medio de su propio sacrificio (Juan 12:23-32). Jesús vislumbró lo que ocurriría finalmente a la humanidad redimida precisamente en estos términos. Oró “para que el amor con que me has amado [el Padre], esté en ellos, y yo en ellos” (Juan 17:26). El deseo de Dios es que los seres humanos entren de nuevo en el amor que fluye libremente entre el Padre y su Hijo fiel a su Pacto, Jesucristo.

      Hay un propósito central que impregna toda la narración bíblica, y es este:

      Dios está procurando completar el ciclo relacional de la fidelidad del pacto entre él y la raza humana, para restaurar la integridad relacional dentro de la humanidad, de modo que el amor que fluye de él hacia nosotros pueda fluir finalmente también hacia él desde nosotros y en torno de nosotros hacia nuestros semejantes. Jesús es el Hijo de Dios mediante el cual este proyecto fue creado y procreado, actualizado y transmitido, logrado y difundido, producido y reproducido.

      Si entendemos bien esta idea, comprenderemos la lógica interna básica de toda la Biblia. Cada promesa y cada profecía, cada historia y cada himno, cada poema y cada parábola de este libro están al servicio de este gran argumento narrativo.

      Con esto en mente, ahora estamos listos para entrar en el Nuevo Testamento. Vamos a empezar con una visión panorámica general, recorriendo de un breve vistazo todo el conjunto, y luego vamos a volver para ver en detalle otras consideraciones.

      “El Pacto es, en pocas palabras, amor omnidireccional: amor entre Dios y los seres humanos, amor entre los seres humanos, y amor entre los seres humanos y la Creación, que tienen a su cargo”.

      La gran representación

      Dios hizo un pacto con Israel, al que Dios fue fiel; pero Israel, no. Como Hijo de Dios, la vida de Jesús fue una completa y fiel reproducción de la historia de Israel. Sin duda, este es uno de los puntos centrales de la Biblia.

      Cristo pasó por el mismo terreno de pruebas que atravesó Israel, pero se mantuvo fiel a la Alianza allí donde Israel falló. Los paralelos entre las dos historias son deliberados y sorprendentes al leer la Escritura de manera que nos permita observar la vinculación intencionada de la narración entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento. Algunos sectores del cristianismo han ido tan lejos como para rechazar completamente el Antiguo Testamento y desaconsejar a la gente su lectura. Es incluso frecuente imprimir el Nuevo Testamento solo, colocando en las manos de millones de personas solo la mitad del gran Libro, por lo que es prácticamente imposible para el lector obtener una visión precisa de quién era Jesús y por qué vino a nuestro mundo.

      Nosotros vamos a adoptar un enfoque diferente. Vamos a mirar el cuadro completo y observar la profunda conexión entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento. En este capítulo, internalicemos el arte inspirado de la Biblia, resumiendo su historia de la manera más minimalista que podamos.

      En el Antiguo Testamento, un joven llamado José tuvo sueños extraños y fue enviado a Egipto para salvar a su familia, seguido por el pueblo de Israel, emigrado a Egipto para escapar de una muerte segura (Gén. 42; 45:5). En el Nuevo Testamento, otro José también tuvo sueños especiales, y tuvo que huir con su familia a Egipto para salvar de una muerte segura al Israel de ese momento, encarnado en el Cristo niño (Mat. 2:13-15).

      Cuando Israel salió de Egipto, Dios llamó a la nación “mi hijo” (Éxo. 4:22). Cuando Jesús salió de Egipto, Dios dijo: “de Egipto llamé a mi hijo” (Mat. 2:15), un paralelo intencional entre la historia del antiguo Israel y la historia de Jesús como el nuevo hijo israelita de Dios.

      El hijo de Dios, Israel, pasó por el Mar Rojo al huir del ejército egipcio (Éxo. 14:10-13). El apóstol Pablo dice que los israelitas, “en unión con Moisés […] fueron bautizados en el mar” (1 Cor. 10:2). Jesús, inmediatamente después de ser bautizado como el nuevo representante corporativo de Israel, fue presentado al mundo por Dios con las palabras: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mat. 3:13-17). Jesús está reconduciendo la historia de Israel, esta vez para agradar a Dios con su fidelidad al Pacto.

      Israel vagó en el desierto durante cuarenta años en su marcha hacia la Tierra Prometida, cediendo a la tentación una y otra vez, para entrar finalmente en Canaán bajo el liderazgo de un líder que llevaba el nombre de “Josué”, que significa Yahvé Salva (Éxo. 16; Núm. 13). Cristo pasó cuarenta días en el desierto siendo tentado por el diablo sin sucumbir nunca, antes de que empezara su ministerio terrenal para conducir a la humanidad a la Tierra Prometida bajo el nombre de “Jesús”, que significa Yahvé Salva, el equivalente griego de Josué (Mat. 1:21; 4:1-11).

      Moisés subió al Monte Sinaí para recibir los Diez Mandamientos de parte de Dios y luego los entregó a Israel (Éxo. 19; 20). Jesús se posicionó en otro Monte de Israel, anunció que había venido a cumplir la Ley, magnificó su significado relacional y proclamó sus bendiciones, o bienaventuranzas, a todo el pueblo (Mat. 5-7).

      El antiguo Israel se formó a partir de los doce hijos de Jacob y sus descendientes (Gén. 35:22-26). Jesús siguió deliberadamente este modelo narrativo al llamar a doce apóstoles, de los cuales surgió una posteridad espiritual que se convertiría en la continuación de Israel, ahora llamada iglesia, compuesta por creyentes de todas las naciones (Mat. 10:1-4; Gál. 3:29; Efe. 2:19-22).

      Israel fue llamado por Dios para ser “un reino de sacerdotes, y una nación santa”, con el propósito de ser una luz para todas las naciones, con el fin de incorporar en este Israel (espiritual) al resto del mundo (Éxo. 19:6; Deut. 4:5-8, 40). La iglesia fundada por Jesús es el nuevo Israel, llamado a ser “un linaje escogido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios” (1 Ped. 2:9), compuesto por gente de todas las naciones (Apoc. 7), con la misión de llevar la luz del amor de Dios al mundo entero (Mat. 24:14; 28:18-20; Apoc. 14:6).

      ¡Vaya! Así que todo eso está en la Biblia, ¿no?

      Sí, claro que sí.

      El depurado arte literario de la narración es tan impresionante que es imposible que se trate de una mera coincidencia. Las probabilidades de que más de cuarenta autores, que escribieron a lo largo de un lapso de mil quinientos años, compongan una historia coherente tan genial, sin ser guiados por una misma Mente superior, son tan remotas que resultan imposibles. Pero esta ni siquiera es la parte más asombrosa. Lo verdaderamente notable de esta historia es que nos invita a creer lo mismo que secretamente esperamos, en lo más profundo de nuestro corazón, que sea verdad: que somos objeto de un amor tan fiel que preferiría morir antes que dejarnos de lado. Una de las razones por las que sabemos que el relato bíblico es verdadero es porque responde a nuestros anhelos más profundos de ser amados de un modo que no encuentra ninguna correspondencia satisfactoria en este mundo nuestro, transgresor del Pacto. Jesús encarna aquello para lo que intuitivamente sabemos que estamos hechos: una relación de amor perfecta.

      Y, sin embargo, a muchos cristianos nunca se les enseña ni siquiera a tomar conciencia de la deliberada conexión narrativa existente entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, y mucho menos a entender lo que eso implica para la restauración del amor de Dios en las relaciones humanas. Nuestro enfoque ha estado orientado sobre todo por la preocupación egocéntrica por la

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