Sube conmigo. Ignacio Larrañaga Orbegozo
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Por ejemplo, si observamos a un agonizante, percibiremos que el tal agonizante es, en su intimidad, un ser absolutamente solitario: por muchos familiares que estén a su derredor, nadie está «con» él, en su intimidad; nadie lo acompaña en su travesía desde la vida hacia la muerte.
El agonizante experimenta dramáticamente el misterio del hombre, que significa ser soledad, el hecho de estar ahí, arrojado a la existencia, y el hecho de tener que salir de la vida contra su voluntad, y no poder hacer nada para evitar eso. Experimenta la invalidez o indigencia, en el sentido de que él está rodeado de todos los seres queridos, y ninguno de ellos puede llegar hasta aquella soledad final, ni tampoco pueden llegar hasta allá las lágrimas, el cariño, las palabras y la presencia de sus familiares. Está solo. Es soledad.
Si estás triturado por un disgusto enorme, ¿de qué te sirven las palabras de tus amigos? Vas a sentir que eres tú mismo, y sólo tú, quien tendrá que cargar con el peso del disgusto. Hasta aquella soledad final no llegarán las palabras ni los consuelos.
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Existe, pues, en la constitución misma del hombre, sepultado entre las fibras más remotas de su personalidad (¿cómo llamarlo?: ¿un lugar?, ¿un «espacio» de soledad?), un algo por el que somos –repito– diferentes unos de otros, un algo por lo que soy idéntico a mí mismo. Al final, ¿quién soy?: una realidad diferente y diferenciada.
Y así quedo frente a mi propio misterio, algo que nunca cambia y siempre permanece. Por ejemplo, me enseñan una fotografía mía, de cuando tenía 5 años, y ahora tengo, vamos a suponer, 50 años. Comparo mi figura con aquella figura de cinco años, y digo: ¡qué fisonomía tan diferente! Dentro de la permanente renovación biológica de aquel cuerpo de cinco años, no queda en mí ni una célula. Sin embargo, aquel (de cinco años) soy yo. Y yo soy aquel. A morfologías tan diferentes se aplica el mismo yo. La identidad personal sobrevive a todos los cambios, hasta la muerte, y más allá. ¡Mi propio misterio!
2. Solitariedad
Los fugitivos
La tentación del hombre –hoy más que nunca– es la superficialidad, es decir, vivir en la superficie de sí mismo. En lugar de enfrentarse con su propio misterio, muchos prefieren cerrar los ojos, apretar el paso, escaparse de sí mismos y buscar refugio en personas, instituciones o diversiones.
En lugar de hablar de soledad, podríamos hablar de interioridad. Y aquí repetimos lo que dijimos al principio: cuanto más interioridad (soledad), más persona. Cuanto más exterioridad, menos persona. Llaman personalización al hecho de ser uno mismo, alguien diferenciado.
Y el proceso de personalización pasa por entre los dos meridianos de la persona: soledad y relación. Pero será difícil relacionarse profunda y verdaderamente con los demás, si no se comienza por un enfrentamiento con el propio misterio, en un cuadrante inclinado hacia el interior de sí mismo.
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Nunca fueron tan vigorosos como hoy los tres enemigos de la interioridad: la distracción, la diversión y la dispersión. La producción industrial, la pirotecnia de la televisión, el vértigo de la velocidad... son un permanente atentado contra la interioridad.
Es más agradable, y sobre todo más fácil, la dispersión que la concentración. ¡Y he ahí al hombre, en alas de la dispersión, eterno fugitivo de sí mismo, buscando cualquier refugio con tal de escaparse de su propio misterio y problema!
Los fugitivos nunca aman, no pueden amar porque siempre se buscan a sí mismos; y si buscan a los demás no es para amarlos sino para encontrar un refugio en ellos. El fugitivo es individualista. Es superficial. ¿Qué riqueza puede tener y compartir? La riqueza está siempre en las profundidades.
Existe tan poco amor porque se vive en la superficie, igual en la fraternidad que en el matrimonio. La medida de la entrada en nuestro propio misterio será la medida de nuestra apertura a los hermanos.
Nuestra crisis profunda es la crisis de la evasión. Escapados de nosotros mismos, vivimos escapados también de los hermanos. Es preciso que el hermano comience por ser persona, es decir, comience por afrontar y aceptar su propio misterio.
Los solitarios
Así como hay fugitivos hacia afuera, también hay fugitivos hacia dentro. Estos son los solitarios, separados de los demás por murallas que ellos mismos levantaron, o aislados por fronteras que ellos unilateralmente marcaron.
«Sentirse completamente aislado y solitario, conduce a la desintegración mental», dice Fromm.
Cuando la Biblia afirma que no es conveniente que el hombre viva solo, ese solo se ha de traducir por solitario. De la esencia de la persona es tanto ser soledad como ser relación, tal como explicaremos más tarde.
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Así como el enfrentamiento del hombre con su propia soledad lo abre, en una reacción gozosa, al misterio del hermano; la solitariedad, por el contrario, sumerge al hombre en el mar triste y estéril del aislamiento. Su mundo es un mundo temible, hundido siempre en la noche.
Por eso la solitariedad deriva rápidamente en perturbaciones mentales por las que se produce una disociación de las funciones anímicas, aproximándose fácilmente el solitario al borde de la locura.
La solitariedad recuerda, o se parece, a la invalidez de un niño pequeño, que no puede valerse por sí mismo para nada, en cuanto a las funciones elementales de la vida. ¿Qué sería de un niño, en el corazón del desierto o de la selva? Sin duda moriría, en una agonía interminable.
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La solitariedad es a veces efecto de alguna perturbación genética.
Otras veces, un sujeto, cuando se siente maltratado injustamente por los demás o considera que no ha sido suficientemente estimado, toma la vía del aislamiento como actitud de arrogante venganza o como bandera de autoafirmación.
Pero hay otra historia más frecuente. Un individuo llega a una comunidad. Pasan los años. A su alrededor no ve más que mundos individuales y noches cerradas. El hombre se siente inseguro. Y, buscando seguridad, emprende el viaje hacia sus regiones interiores. Allí encuentra la paz, pero una paz parecida a la de los muertos.
Hay personas marcadas con el sello de la timidez. La tal timidez no nació de alguna «herida» de la lejana infancia, sino que proviene desde mucho más allá, desde las distantes fronteras de las leyes genéticas. Ahora, un típico tímido es siempre un fugitivo hacia dentro. Esta clase de personalidades sólo se sienten bien cuando se retraen hasta los últimos rincones de sí mismos.
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Hay personalidades de apariencia ambigua. Unos, en un primer momento, parecen cerrados. Después de una larga convivencia, resultan ser personas de profunda intimidad y de fácil proximidad. En otros, en cambio, sucede lo contrario: en un primer momento causan la impresión de gran encanto personal y de fácil comunicación. Y después de convivir con ellos bastante tiempo, uno llega a la conclusión de que la comunicación con ellos sólo se efectuaba en un primer plano, pero que en realidad eran cerrados y solitarios, sin saberse los motivos de tal comportamiento.
La solitariedad no es una actitud normal en el crecimiento evolutivo de la personalidad.