Sube conmigo. Ignacio Larrañaga Orbegozo
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El único problema del religioso es que Dios sea, en él y para él, verdaderamente vivo. Si esta condición se cumple, podrán amenazar a este hombre los fracasos, las enfermedades y la muerte. Pero nunca la ansiedad. Dios lo liberó del supremo mal: el vacío de la vida.
Desterrados y solitarios
Vamos, de nuevo, a trasponer los umbrales de la conciencia, para enfrentarnos con nuestro propio misterio.
Aquí estoy. Nadie me pidió autorización para lanzarme a esta existencia. Estoy aquí sin permiso mío. La existencia no se me prepuso ni se me propuso: se me impuso. En esto de que yo, ahora, exista y piense, no tengo arte ni parte. Puedo decir que, en cierto sentido, estoy «aquí» en contra de mi voluntad. Estoy abocado a la muerte, igual que el día está abocado a la noche. No opté por esta vida, como tampoco opto por la muerte que me espera.
Estoy hundido en la sustancia del tiempo, igual que las raíces del árbol en la tierra. Yo no soy porque paso; y el verbo ser sólo se puede aplicar a Aquel que nunca pasa. Sólo Dios es.
Montado sobre este potro que es el tiempo –del cual no puedo descolgarme, aunque quisiera–, cada momento que pasa es una pequeña despedida, porque estoy dejando atrás tantas cosas que amo, y en cada momento muero un poco.
* * *
La vida no se nos da hecha y acabada como un traje. La vida yo tengo que vivirla, o tiene que ser vivida por mí, es decir, es un problema. El hombre es el ser más inválido e indigente de la creación. Los demás seres no se hacen problemas. Toda su vida está solucionada por medio de los mecanismos instintivos. Un delfín, una serpiente o un cóndor se sienten «en armonía» con la naturaleza toda, mediante un conjunto de energías instintivas afines a la Vida.
Los animales viven gozosamente sumergidos «en» la naturaleza, como en un hogar, en una profunda «unidad» vital con los demás seres. Se sienten plenamente realizados –aunque no tengan conciencia de ello– y nunca experimentan la insatisfacción. No saben de frustración ni de aburrimiento.
El hombre «es», experimentalmente, conciencia de sí mismo.
Al tomar conciencia de sí mismo, el hombre comenzó a sentirse solitario, como expulsado de la familia, que era aquella unidad original con la Vida. Aun cuando forma parte de la creación, el hombre está, de hecho, aparte de la creación. Comparte la creación, junto a los demás seres –pero no con ellos– como si la creación fuese un hogar, pero, al mismo tiempo, se siente fuera del hogar. Desterrado y solitario.
Y no solamente se siente fuera de la creación, sino también por encima de la misma. Se siente superior –y, por consiguiente, en cierto sentido enemigo– a las criaturas, porque las domina y las utiliza. Se siente señor, pero es un señor desterrado, sin hogar ni patria.
Al tener conciencia de sí mismo, el hombre toma en cuenta y mide sus propias limitaciones, sus impotencias y posibilidades. Esta conciencia de su limitación perturba su paz interior, la gozosa armonía en la que viven los seres que están más abajo en la escala vital.
Al comparar las posibilidades con las impotencias, el hombre comienza a sentirse angustiado. La angustia lo sume en la frustración. La frustración lo lanza a un eterno caminar, a la conquista de nuevas rutas y nuevas fronteras.
«La razón –dice Fromm– es para el hombre, al mismo tiempo, su bendición y su maldición»[2].
3. Solidaridad
Esencialmente relación
Desde las profundidades de su conciencia de finitud e indigencia, surge en el hombre, explosiva e inevitable, la necesidad y el deseo de relación. Si, en hipótesis, imagináramos un hombre literalmente solo en una selva infinita, su existencia sería un círculo infernal que lo llevaría a la locura, o el tal sujeto regresaría a las etapas prehumanas de la escala vital.
Al perder el vínculo instintivo que lo ligaba vitalmente a las entrañas de la creación, emergió en el hombre la conciencia de sí mismo. Entonces se encontró solo, indigente, desterrado del paraíso, destinado a la muerte, consciente de sus limitaciones. ¿Cómo salvarse de esa cárcel? Con una salida. La necesidad de relación deriva de la esencia y conciencia de ser hombres.
Al tomar conciencia de sí mismo, nacen en la persona dos vertientes de vida: ser él mismo y ser para el otro. La única salvación, repetimos, es la salida (relación) hacia los demás. Hablamos de «salida» porque, cuando la persona se autoposee, toma conciencia de sí misma, se siente como encerrada en un círculo. Habría otras «salidas» para liberarse de ese temible círculo: la locura, la embriaguez –que es una locura momentánea– y el suicidio. Pero estas «salidas» no salvan sino que destruyen. Son alienación.
Si ser soledad (interioridad, mismidad) es constitutivo de la persona, también lo es, y en la misma medida, ser relación. Es, pues, el hombre un ser constitutivamente abierto, esencialmente referido a otras personas: establece con los demás una interacción, se entrelaza con ellos y se forma un nosotros: la comunidad.
* * *
Los demás tienen también su «yo» diferenciado, inefable e incomunicable. Los demás son también misterio. Yo tengo que ver en ellos su «yo»; ellos tienen que ver en mí mi «yo». Los demás no son, pues, el «otro», sino un «tú». Yo no debo ser «cosa» para ellos, ni ellos tienen que ser «objeto» para mí.
Del hecho de que los demás sean un «tú» –por consiguiente, un misterio sagrado– surgen las graves obligaciones fraternas, sobre todo ese decisivo juego apertura-acogida, y también aquellos dos verbos que san Francisco utiliza, cuando habla de relaciones fraternas: respetarse y reverenciarse. ¡Qué formidable programa de vida fraterna: reverenciar el misterio del hermano!
Dicen que la persona hace la comunidad y que la comunidad hace la persona. Por eso mismo, yo no encuentro contraposición entre persona y comunidad. Cuanto más persona se es, en la doble dinámica de su naturaleza, la comunidad irá enriqueciéndose. Y en la medida en que la comunidad crece, se enriquece la persona como tal. Ambas realidades –persona y comunidad– no se oponen, pues, sino que se condicionan y se complementan.
* * *
En este juego de apertura-acogida, yo tengo que ser simultáneamente oposición e integración en mi relación con un «tú». Me explicaré. En una buena relación tiene que haber, en primer lugar, una oposición, es decir, una diferenciación: tengo que relacionarme siendo yo mismo. De otra manera, habría una absorción o fusión, lo que equivaldría a una verdadera simbiosis, y eso a su vez constituiría la anulación del «yo».
Cuando la relación entre dos sujetos se establece en forma de absorción, ya estamos metidos en un cuadro patológico: se trata de una enfermedad por la que los dos sujetos se sienten felices (subjetivamente realizados), el uno dominando y el otro siendo dominado. En los dos queda absorbida y anulada la individualidad. Y esto ocurre mucho más frecuentemente de lo que parece.
En la verdadera relación tiene que haber integración de dos integridades y no absorción. Tiene que haber unión, no identificación, porque en toda identificación cada uno pierde su identidad. En la absorción se da un desdichado juego de pertenencia y posesión. Ambos sujetos son dependientes. Ninguno de