Sube conmigo. Ignacio Larrañaga Orbegozo

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Sube conmigo - Ignacio Larrañaga Orbegozo Bolsillo

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olvidamos esta raíz original y aglutinante, nuestras comunidades degenerarán en cualquier cosa. Y si en este momento la marcha de una comunidad no está presidida por la experiencia en Jesús, nuestras comunidades acabarán por ser escuelas de egoísmo y mediocridad.

      Un largo camino

      Por aquellos días, Pablo se sentía ansioso al contemplar tanta división y tanta idolatría en Atenas. Lo tomaron unos académicos, lo llevaron al paraninfo de la Universidad y le dijeron: «Queremos escucharte, habla». Pablo, puesto en pie, dijo: «De un solo hombre, Dios hizo brotar toda la estirpe humana» (He 17,26).

      Sólo con este hecho, Dios, al principio, depositó en el corazón humano la simiente y la aspiración a la fraternidad universal.

      Sin embargo, la palabra hermano designa, en los primeros libros de la Biblia, a los nacidos de un mismo seno materno. En algunos pasajes designa también por excepción a los pertenecientes a una misma tribu (Dt 25,3). Más tarde designa también a todos los hijos de Abraham. Pero de ahí no pasó.

      * * *

      Sin embargo, muy pronto, en la aurora misma de la humanidad, esa primitiva fraternidad la encontramos ensangrentada.

      ¿Qué había sucedido? Como preludio de todos los odios y asesinatos, Caín había ejecutado a Abel por envidia. Y, peor que eso, la indiferencia y el desprecio extendieron sus alas negras sobre el paraíso. A la pregunta ¿dónde está tu hermano? resonó, entre las lomas del paraíso, una respuesta brutal: «¡Qué sé yo!; ¿quién me encargó cuidar de mi hermano?» (Gén 4,9).

      Y así nos encontramos con el hecho de que el egoísmo, la envidia y el desprecio proyectaron su sombra maldita sobre las primeras páginas de la Biblia.

      Desde este momento hasta el fin del mundo, el egoísmo levantará sus altas murallas entre hermano y hermano. ¡Qué tremenda carga psicoanalítica contienen las palabras de Dios a Caín!: «¿Por qué andas sombrío y cabizbajo? Si procedieras con rectitud, ciertamente caminarías con la cabeza erguida. Pero sucede que el egoísmo se esconde, agazapado, detrás de tu puerta. Él te acecha como una fiera. Pero tú tienes que dominarlo» (Gén 4,7).

      He ahí el programa: controlar todos los ímpetus agresivos que se levantan desde el egoísmo, suavizarlos, transformándolos en energía de amor, y relacionarlos unos con otros en forma de apertura, comprensión y acogida.

      Pero, ¿quién es capaz de derrotar el egoísmo y hacer esa milagrosa transformación? El llamado inconsciente es una fuerza primitiva, salvaje y amenazadora. ¿Quién podría dominarlo? El Concilio responde que ya hubo Alguien que lo derrotó: Jesucristo (GS 22).

      Prosiguiendo esta larga historia, veamos, pues, cómo ella continúa y desemboca en la historia personal de Jesús.

      2. Jesús en la fraternidad de los Doce

      Dejarse amar

      Jesús salta al combate del espíritu después de experimentar el amor del Padre.

      En el crecimiento evolutivo de sus experiencias humanas y también divinas (Lc 2,52), Jesús, siendo un joven de veinte o veinticinco años, fue experimentando progresivamente que Dios no es sobre todo el Inaccesible o el Innominado, aquel con quien había tratado desde las rodillas de su Madre[3].

      Poco a poco Jesús, dejándose llevar por los impulsos de intimidad y ternura para con su Padre, llegó a sentir progresivamente algo inconfundible: que Dios es como un Padre muy querido; que el Padre no es primeramente temor sino Amor; que no es primeramente justicia sino Misericordia; que el primer mandamiento no consiste en amar al Padre sino en dejarse amar por Él.

      La intimidad entre Jesús y el Padre fue avanzando mucho más lejos. Y cuando la confianza –de Jesús para con su Padre– perdió fronteras y controles, un día (no sé si era de noche) salió de la boca de Jesús la palabra de máxima emotividad e intimidad: ¡Abbá, querido Papá!

      * * *

      Y ahora sí, Jesús podía salir sobre los caminos y las montañas para comunicar una gran noticia: que el Padre está cerca, nos mira, nos ama. Y nos reveló al Padre con comparaciones llenas de belleza y emoción.

      ¿Habéis visto alguna vez que un niño hambriento pida un pedazo de pan a su padre, y este le dé una piedra para que le rompa los dientes? O si le pide pescado frito, ¿acaso su padre le dará un escorpión para que lo pique y lo mate? Estallan las primaveras, brillan las flores, anidan los pájaros, todo se cubre de esplendor, arden las estrellas allí arriba. ¿Quién da vida y belleza a todo esto? El Padre se preocupa de todo. ¿Acaso no valéis vosotros más que los pájaros, las flores y las estrellas? Hasta los cabellos de vuestra cabeza y los pasos de vuestros pies, todo está enumerado. El Padre no os vigila, os cuida.

      Pedid, llamad, tocad las puertas. Se os abrirán las puertas, encontraréis lo que buscáis, recibiréis lo que pedís. Vuestro único problema consiste en dejaros envolver y amar por el Padre. ¡Si supierais cuánto os ama, si conocierais al Padre..., nunca sabríais de tristezas ni de miedos! Y ahora comportaos con los demás como el Padre procede con vosotros.

      * * *

      Desde hace mucho tiempo me asiste la más fuerte convicción en el sentido de que vivir el Evangelio consiste originalmente en experimentar el amor del Padre, precisamente del Padre. Cuando se siente eso, surge en el corazón humano un deseo incontenible de tratar a los demás como el Padre me trata a mí. A partir de esa experiencia el otro se transforma para mí en hermano.

      Íntimamente me asiste también la más completa seguridad de que eso mismo sucedió a Jesús: experimentó intensamente el amor del Padre cuando era un joven. Y al impulso del dinamismo de ese amor, Jesús salió al mundo para tratar a todos como el Padre lo había tratado a Él. «Como mi Padre me amó, así yo os he amado a vosotros».

      Este es el programa que Jesús propone a los hombres. Aquí está la revolución, la «novedad» profunda y radical del Evangelio. Jesús es su Hijo amado. Nosotros somos sus hijos amados.

      Así comprendemos la motivación o sentido profundo de las actitudes evangélicas de Jesús. Cuando el Señor Jesús a sus doce años responde a su Madre que el Padre es su única ocupación y preocupación, quiere indicar con otras palabras: mi Padre es mi madre, queriendo decir que toda la ternura que podía darle su Madre, ya se la había dado su Padre.

      Cuando Jesús dice que la voluntad del Padre nos constituye en padre, madre, esposa... (Mt 12,50), quiere decir esto: que el amor del Padre nos da a sentir una ternura mucho más profunda que la de una esposa; causa más dulzura que la de una madre muy querida y mayor satisfacción que miles de propiedades y hectáreas.

      Y así surge la comunidad, como una necesidad de amor, como un espacio vital donde poder derramar las energías y el calor que hemos almacenado, provenientes del sol del Padre.

      * * *

      El modelo de conducta para el trato mutuo en una comunidad es el Padre mismo. El programa de Jesús se resume en esto: sed como el Padre.

      Si amáis al que os ama, ¿cuál es vuestro mérito? Hasta los publicanos actúan así. Si queréis convivir tan sólo con los que son de vuestro agrado o mentalidad, ¿en qué está la novedad? Es una reacción instintiva. Mirad a vuestro Padre. ¿Creéis que ese sol calienta y fecunda solamente los campos de los justos? También los campos de los injustos y de los traidores. El Padre es así. Los hombres le

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