La madre del ingenio. Katrine Marcal

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La madre del ingenio - Katrine Marcal

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junto con consejos de cocina escritos de forma impecable («[La] margarina mezclada con verduras crudas ralladas o cortadas bien finas […] constituye una pasta excelente para untar un sándwich»). Lo que se insinuaba era que solo las mujeres necesitaban hacer rodar las maletas. Los hombres, en cambio, podían seguir cargando con ellas, puesto que ellos tienen, de media, entre un 40 y un 60 % más de fuerza en la parte superior del cuerpo que las mujeres y, cuando se carga con una maleta, son los brazos, la espalda y los hombros los que se llevan la peor parte del peso. En general, aunque no siempre, eso hace que sea más duro para las mujeres.

      Respecto a los dos inventores de Coventry, ni que decir tiene que su nuevo producto iba dirigido, sobre todo, a las mujeres. Los inventores llegaron incluso a producir una maleta con ruedas, ya que llegaron a la conclusión no muy descabellada de que, si una clienta podía añadir ruedas a una maleta mediante correas, la empresa también las podía colocar en la maleta desde el principio. Así, manufacturaron una maleta con ruedas mucho antes de que se le ocurriera a Bernard Sadow. Pero era un producto muy nicho y demasiado barato para las mujeres inglesas, y no prosperó.27 Que un producto para mujeres pudiera hacer la vida más fácil a los hombres y transformar el mercado del equipaje a nivel mundial no era una idea que el mundo de la década de 1960 estuviera listo para concebir.

      En 1967, una mujer de Leicestershire escribió una carta incisiva al editor de su periódico local. Poseía una bolsa con ruedas incorporadas mediante correas, del tipo que los inventores de Coventry habían producido dos décadas antes. Pero, cuando la había subido a su autobús local en 1967, el conductor la había obligado a comprar un billete adicional para la bolsa, con el argumento de que «cualquier cosa que llevara ruedas era considerada un cochecito». La pasajera, sin embargo, no quedó convencida y preguntó: «¿Si hubiera subido al bus con patines de ruedas, ¿se me cobraría como pasajera o como cochecito?».28

      Un hombre que tenía buenas razones para reflexionar sobre el tema de las mujeres y las cargas pesadas era Sylvan Goldman, propietario de una cadena de colmados estadounidenses en la década de 1930.29

      Como cualquier buen hombre de negocios, Sylvan Goldman estaba interesado en maximizar los beneficios de sus tiendas. Se había dado cuenta de que la mayor parte de las personas que compraban comida en sus supermercados eran mujeres, pero también de que nunca compraban más de lo que podían llevar en uno de los cestos de la tienda. Llegados a este punto, por lo general, hay dos formas de crecer como empresa: o logras más clientes o vendes más a los que ya tienes. El problema de Sylvan Goldman era que la segunda estrategia parecía estar limitada a lo que las mujeres podían cargar.

      Así que Goldman empezó a pensar en qué podría ayudar a las mujeres a llevar más comida a la caja, a poder ser dejándoles una mano libre para que pudieran coger todavía más productos de las estanterías. Fue ese el momento en el que (cuarenta años antes que Bernard Sadow) recurrió a la rueda. Inventó el primer carrito de la compra del mundo y lo introdujo en sus tiendas.

      ¿Y qué ocurrió entonces?

      Que nadie quiso usarlos. Se negaban. Al final, Goldman tuvo que contratar a modelos que llevaran el carrito por la tienda solo para normalizar el concepto. Muchos hombres veían el carrito como una afrenta personal: «¿Me estás diciendo que con mis fuertes brazos no voy a ser capaz de cargar con una puñetera cestita como esta?», gritaban.30 En otras palabras, antes de que su invención lo hiciera multimillonario, Sylvan Goldman tuvo que hacer frente a la idea de que no era propio de un hombre llevar un carrito de ruedas. Era una idea bastante arraigada.

      Y, sobre todo, con una larga historia detrás.

      En el siglo xv, el poeta Chrétien de Troyes contó la historia de Lanzarote, el desdichado caballero que se enamora de la reina Ginebra, traiciona a su mejor amigo, el rey Arturo, y no consigue encontrar el Santo Grial.31 En el poema de Chrétien de Troyes, secuestran a Ginebra, lo que obliga a Lanzarote a buscar a su querida reina por el largo y ancho mundo. Tras haber perdido su caballo, avanza a duras penas por un camino ataviado con toda su tintineante armadura, cuando un enano pasa por su lado con una carreta.

      —¡Enano! ¿Has visto pasar a la reina? —le grita.

      El enano no le responde ni sí ni no. Le hace una oferta al desventurado caballero.

      —Si te subes al carro, mañana te contaré lo que le ocurrió a la reina —le dice.

      Bien, podría parecer que sale ganando con esta oferta: no solo Lanzarote se libra de caminar, sino que además recibe la información que está buscando. Pero, en realidad, el enano le acaba de pedir que realice uno de los gestos más degradantes que existen para un caballero: subirse a un vehículo sobre ruedas. Para un lector del siglo xii estaría implícito, pero no es tan evidente hoy en día, puesto que ¿por qué habría que considerar que la rueda es impropia de un hombre?

      En la Antigüedad, guerreros y reyes habían montado carros de guerra a través de los campos de batalla y habían cruzado el Tíber con carros tirados por caballos con prisioneros bárbaros a remolque. Es evidente que dichos carros tenían ruedas. Pero, a medida que la caballería fue ganando importancia militar y estratégica, el carro (y con él, la rueda) cayó en desgracia. Permitir que uno fuera arrastrado sobre un vehículo con ruedas ya no era compatible con ninguna forma de caballerosidad masculina. Este es el quid del dilema que afronta Lanzarote y lo que hace que la oferta del enano sea tan perversa.32

      La intención del poema es demostrar cuán bajo es capaz de caer el noble Lanzarote en nombre de la reina Ginebra y el amor. Tan bajo como sea necesario, según parece, pues al final se sube al carro. De esta forma, las ruedas empiezan a rodar hacia el trágico final de su historia.

      Pero volvamos a Bernard Sadow y a su innovador invento, la maleta con ruedas. En una de las pocas entrevistas que dio el inventor, expuso lo difícil que fue que cualquier cadena de grandes almacenes estadounidenses le comprara la idea.

      «En ese momento, imperaba un espíritu masculino. Los hombres solían llevar el equipaje a sus mujeres. Era… lo más natural, supongo».

      En otras palabras, la resistencia del mercado a la que se enfrentaba la maleta era una cuestión de género. Este pequeño factor es algo que los economistas, quienes llevan mucho tiempo reflexionando sobre por qué hemos tardado tanto en poner ruedas a las maletas, han pasado por alto.

      No fuimos capaces de apreciar la genialidad de una maleta con ruedas porque no se ajustaba a nuestra visión imperante sobre la masculinidad. En retrospectiva, esto nos puede parecer rocambolesco. ¿Cómo pudo esta noción tan arbitraria de que «un hombre de verdad carga con su maleta» demostrar ser lo suficientemente sólida para obstaculizar lo que ahora percibimos como una innovación de una lógica aplastante? ¿Cómo pudo la visión predominante de la masculinidad ser más obstinada que el deseo del mercado de hacer dinero? ¿Y cómo pudo la sola idea de que los hombres deben cargar con los bultos pesados evitar que viéramos el potencial de un producto que llegaría a transformar una industria global?

      Estas preguntas constituyen la esencia de este libro. Porque resulta que el mundo está lleno de personas que preferirían morir antes que liberarse de ciertas nociones sobre la masculinidad. Doctrinas como «los hombres de verdad no comen verdura», «los hombres de verdad no van al médico por minucias» y «los hombres de verdad no tienen relaciones sexuales con condón» matan de forma literal a hombres de verdad, de carne y hueso, cada día. Las ideas que tiene nuestra sociedad sobre la masculinidad son algunas de las nociones más rígidas que tenemos y nuestra cultura suele valorar la preservación de ciertos conceptos de la masculinidad por encima de la propia muerte. En este contexto, tales ideas son sin duda lo bastante poderosas como para impedir la innovación tecnológica durante cinco milenios. Pero no estamos acostumbrados a reflexionar sobre la relación entre el género y la innovación

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