Betty. Tiffany McDaniel
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—¿De verdad? —quiso saber ella—. ¿En mi nariz?
—Ajá. Es donde está el alma de todo el mundo. Cuando Dios nos dijo que aspiráramos el alma por los agujeros de la nariz, se quedó en el sitio por donde entró.
—Entonces, ¿qué le haría? —preguntó ella de nuevo, más impaciente que antes.
—Le quitaría el alma —contestó él—. En mi opinión eso es peor que la muerte. Porque sin alma, ¿quién eres?
Ella sonrió.
—¿Cómo se llama, señor?
—¿Que cómo me llamo? —Él bajó la mano de la cara de ella—. Landon Carpenter.
—Yo soy Alka Lark.
—Mucho gusto, Alka.
—Mucho gusto, Landon.
Cada uno pronunció el nombre del otro una vez más en voz baja mientras se dirigían a la vieja camioneta de él.
—No suelo llevar a damas —dijo él, quitando las raíces de diente de león del asiento para que ella se sentase—. El olor que nota es de tomillo, por cierto.
A ella se le clavaron unas piedrecitas en la parte posterior de los muslos al sentarse. Él cerró la puerta detrás de ella. Ella observó detenidamente cómo rodeaba el vehículo para subir por el lado del conductor. Cuando arrancó el motor, ella tuvo la certeza de que no había vuelta atrás.
—¿En qué piensas? —preguntó él, viendo que su mirada se llenaba de gravedad.
—Es solo que… —Ella se miró la barriga—. No estoy segura de qué clase de madre seré ni qué clase de bebé tendré.
—¿Qué clase de bebé? —Él rio por lo bajo—. Bueno, yo no soy muy listo, pero sí sé que será un niño o una niña. Y a mí me llamará papá y a ti mamá. Esa es la clase de bebé que será.
Enfiló la carretera con la camioneta.
—Me parece que hay cosas peores que te llamen mamá —dijo ella antes de levantarse para mirar por encima de las hierbas secas del salpicadero e indicarle el camino al que hasta ahora había sido su hogar.
Cuando llegaron a la casita blanca, el abuelo Lark estaba en el columpio del porche. La abuela Lark le estaba sirviendo un vaso de leche. Mamá pasó tan rápido por delante de los dos que casi entró corriendo, haciendo caso omiso de las preguntas sobre quién era el hombre que la acompañaba y por qué creía que podía poner el pie en su porche.
Mamá notó que la ira aumentaba en la voz del abuelo Lark cuando entró corriendo en su cuarto. Empezó a echar toda la ropa que pudo sobre la colcha de la cama.
—¿Qué me olvido?
Echó un vistazo a la habitación.
Se acercó a la ventana abierta, pero en lugar de asomarse y centrar la vista en su padre —que, tumbado en el jardín, recibía la andanada de puñetazos que le asestaba papá—, miró las breves cortinas de algodón que enmarcaban la ventana. Eran amarillas y tenían unas florecitas blancas estampadas. Se preguntó si necesitaba cosas tan bonitas para decorar el sitio al que iba, fuera el que fuese.
—Sí —se contestó a sí misma.
Tiró de las cortinas hasta que la barra se rompió. Escuchó a su padre gritar al tiempo que sacaba las cortinas y las lanzaba al montón de ropa.
—Con esto bastará —concluyó, juntando los bordes de la colcha y echándosela al hombro como un saco.
Al salir cogió sus pendientes de camafeo de la cómoda.
—¿Cómo iba a olvidarme de ti? —le dijo a la chica grabada en cada pendiente justo antes de ponérselos.
Sintiendo que era más que una sola persona gracias a los pendientes, salió al jardín con menos miedo. Pasó junto a la abuela Lark, que seguía gritando. Para entonces, papá había agarrado al abuelo Lark del pelo y le estaba apretando la cara contra el suelo. Cuando lo levantó para que respirase, mamá vio que su padre tenía tres dientes menos que al empezar el día.
—Solo queda una cosa por hacer —le dijo papá a mamá sacando su navaja.
Agarró al abuelo Lark del cuello mientras este se retorcía y le puso la hoja contra la nariz.
—No.
Mamá levantó la mano.
Papá la miró y acto seguido miró la navaja.
—Lo siento, Alka —dijo él—. Pero te dije que iba a quitarle el alma, y eso es lo que voy a hacer.
Papá no vaciló en apretar el filo contra la piel del abuelo Lark. De repente, un chorro de sangre brotó a lo largo del metal. El abuelo Lark gritó de dolor cuando papá clavó más la hoja. Salió más sangre a borbotones que corrió por la mejilla del abuelo Lark. La abuela Lark desapareció en el porche, donde se escondió gimoteando detrás de un poste.
—Ya es suficiente —intentó decirle mamá a papá.
—Todavía no le he sacado el alma —repuso papá, cortando contra el hueso hasta que una tira de piel del abuelo Lark se desprendió de su nariz.
Papá sacó el cuchillo para poder ver el corte.
—Maldito seas —le dijo papá al abuelo Lark—, no tienes alma. No tienes ni una pizca de Dios en tu persona. Ya estás vacío y condenado, viejo.
Sin fuerzas para luchar, el abuelo Lark apoyó la mejilla en la tierra mientras papá se levantaba. Papá cogió la colcha del hombro de mamá y le dijo:
—Vámonos antes de que empieces a sentir lástima por este viejo cabrón.
—Descuida.
Ella sacó media tableta de chocolate del bolsillo de su vestido y se acercó a su padre. Él se dio la vuelta, se puso boca arriba y la miró. Ella le dejó el chocolate sobre el pecho.
Esperó a oír el chirrido de la puerta de la camioneta de papá abriéndose detrás de ella para escupir a su padre y marcharse.
Mamá pensaba que viajarían en silencio, pero papá le preguntó si le molestaba el olor a gasolina. En aquella época vivía en un pequeño cuarto alquilado en la parte trasera de una gasolinera. El cuarto tenía una ventana, donde mamá colgó las cortinas. Pusieron la colcha en la cama tapando la que él tenía debajo.
—Intentaré ser un buen marido —le dijo—. Un buen hombre.
—Eso estaría bien —asintió ella frotándose la barriga—. Eso estaría muy bien.
Cuando pienso ahora en mi familia, pienso en un gran campo de sorgo como en el que creció mi padre. Tierra marrón seca, hojas verdes húmedas. Un dulzor increíble en las cañas duras. Esa es mi familia. Miel y leche y todas esas tonterías