Sombra roja. Rodrigo Castillo

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Sombra roja - Rodrigo Castillo Poesia

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y Masculinidad…]

       [Espacio m. «Sé y está en siglos y siglos»…]

       [Las toallas hacen juego

       [(Ustedes mismos se hacen a ustedes mismos en Espacios)

       [En la ausencia de significado…]

       [Siete lenguas, catorce brazos violando a Mauricio…]

       [Escuchamos gruñir a El Mongol…]

       [El sol no deja de mirarnos fijamente…]

       [El Mongol está hecho un ovillo…]

       [Aliento de dientes de león…]

       [Mascamos la caña de azúcar como tabaco…]

       [El Almirante puntea la ruta a seguir…]

       Epílogo. El único lugar posible

       Semblanzas autorales

CRISTINA RIVERA GARZA

       V

       presente paralelo

      Esto es lo que ocurre: Matías ha dejado la puerta de la casa abierta y un pájaro de las Tierras Altas, un pájaro Común y Corriente, tan Común y tan Corriente como las palomas verdaderas de Tijuana, entra en la casa (del poema).

      Aletea.

      Aletea como imagino que aletea a veces

      la heterosexualidad. Con desesperanza. Con algo

      de prisa. Con ojos de jaula.

      Al paso de su vuelo caen fotografías y adornos. Edades. Susurros. Murallas.

      Y me detengo frente a todo eso y, con la misma inmovilidad de las esculturas súbitas, me pregunto, insistentemente, ¿«así que esto era el amor»?

      Y nadie, absolutamente nadie, ríe.

       VI

       una de sus manos iba siempre en una de las manos de la muerte

      Cuando yo todavía vivía en el Otro País y guardaba mi silencio como si fuera un Silencio de Años, me imaginaba, con frecuencia, a alguien así.

      Tenía dos nombres en lugar de uno. Y dos manos. Y tres piernas. Y cuatro ojos. Y demasiado de todo lo demás.

      Bífida, como se dice a veces de la lengua para indicar que está llena de peligros.

      Irresoluta, como se califica a menudo a las novelas sin final feliz.

      Fluida, como la condición Posmoderna o como la vida misma.

      Fumaba cigarrillos de esa manera en que he mencionado antes y, por eso, la reconocí. Esa grisura. Ese terco callarse. Su ropa del famoso clóset de 1940 y la mirada más allá del ventanal. Siempre. Su aleteo demencial. Su arremolinarse. Su no quedarse quieta.

      Le decíamos arándano aunque olía usualmente a Eau de Cartier.

      La llamábamos Abril aunque solía convertise en Noviembre o en Marzo con la misma realista docilidad. Era una mujer o una mujer. Soberana como la miel que le prestó el color a sus ojos. Cielística. Inacabada. A-punto-de.

      Bastaba con evocarla en la congregación del nosotras para que su cuerpo hiciera un nosotros.

      Viajaba a toda velocidad y no sola. Una de sus manos iba siempre en una de las manos de la muerte. Así se sentía a salvo. Protegida de las alas del mediodía y del pesar más blanco.

      Cuando yo vivía del Otro Lado de la Línea, silenciosa y exhausta, dentro de un Silencio de Años y sucia de días, me preguntaba, con frecuencia, si existiría alguien así.

       VII

       el gesto de la verdadera adicta

      A veces el Mar del Norte se transformaba en manto y había que verlo como algo ajeno.

      A veces se lo podía uno colocar sobre los hombros como cosa muy usada o querida, y sentir, dependiendo de incógnitos elementos, su calor o su extravío.

      A veces era posible sentarse en su orilla,

      sosegadamente. Y volverse escultura súbita o nube

      desmemoriada. O arena con filos.

      Todo podía pasar ahí en realidad. A veces había que sobrevolarlo como a un desastre. O alejarse como de la epidemia. O resignarse como ante la enfermedad.

      En más de una ocasión vimos la manera inesperada y no por ello menos natural en que emergió del agua la cabeza de Concha Urquiza.

      –Pero si usted está muerta –le recordábamos de inmediato.

      Y ella, sin ponernos atención, interrumpía cualquier comentario para pedirnos, con ese gesto desesperado del verdadero adicto, un cigarrillo. Por el amor de dios. Por lo que más quieran. Ya que había dado la primera chupada –honda, con placer, toda ella en otro lugar– y ya que había dejado desaparecer en el aire la bocanada gris, el humo de artificio, entonces nos pedía una toalla.

      –No saben la clase de frío que hace ahí –nos aseguraba sin atreverse a volver la vista atrás. Cuando constataba la sorpresa en nuestros rostros no era capaz de aguantar la risa.

      –¿Qué? ¿Ustedes son de las que creen

      que Los Sumergidos nunca tenemos frío?

      Éramos de ésas, ciertamente.

      Y, por serlo, guardábamos un silencio inconfesable y vergonzoso mientras bajábamos la vista.

      –Por lo menos –murmuraba luego en son de paz–

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