Sombra roja. Rodrigo Castillo

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Sombra roja - Rodrigo Castillo Poesia

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sin que se lo pidiéramos, sin que lo esperáramos siquiera, La Sumergida alzaba su copa y brindaba y chupaba ávidamente de su cigarrillo, todo a la vez, todo como si ya no tuviera tiempo o como si se le estuviera acabando el tiempo, mientras se quedaba como nosotras, sentada sosegadamente sobre la orilla de arena del Mar del Norte, resignada ante la enfermedad del agua y sobrevolando el desastre con la Mirada Oblicua de la que ha muerto más de una vez, de la que todavía no acaba de morir o de la que, muriendo, reincide como una verdadera adicta, con ese gesto de pordiosero y de mártir cruel y de princesa degollada.

       IX

       momento que define el concepto de la felicidad idiota

      (en el que la Autora, con su característico –aunque falaz– distanciamiento, intenta describir un paisaje, y un evento dentro del paisaje, pero sólo atina a hacer una larga u oscura pregunta)

      La palabra delfín nunca me ha gustado. Ese predominio de las primeras letras del alfabeto –de e, efe, i– ese acento que le quita el punto a todas las íes, esa verticalidad forzada por las puntas de la de, la ele y el garfio apenas disfrazado de la efe, el mal gusto de terminar en ene. Bi-silábica. Aguda. Una palabra con todas las agravantes de la gramática y de la evocación. Aún peor, de poderse, en plural. Ur-Kitsch. Una verdadera aberración. Entonces, ¿cómo descubrir la manera lenta, distraída, en que Tres Personajes Femeninos salieron del Paralelo 3 después de tomar enorme tazas de café y de fumar innumerables cigarrillos encerradas, de forma por demás ficticia, dentro de una duermevela olorosa a sal, y cómo en ese momento en que, ya casi escaleras arriba, se detuvieron porque habían alcanzado a observar una sombra, para entonces inexplicable, en la marea mercurial de un océano gris y relativamente pacífico, cuya similitud –me atrevería a decir, su interpenetración– con el cielo –porque el cielo también era mercurial y gris y relativamente pacífico– hacía que la pregunta «¿existió, alguna vez, el horizonte?» pareciera no sólo natura sino, además, necesaria, o de cualquier manera inevitable, mientras ellas, los Tres Personajes Femeninos, seguían ahí, al pie del malecón, pronunciando la bi-silábica y aguda palabra con un gusto retrógrado, es decir infantil, o cuando menos pasado de moda, uniéndola, de manera por demás reverencial a los vocablos «signo», «divinidad», «destino», como si formaran parte del mismo universo semántico, como si la bi-silábica, que ya para entonces pronunciaban, para colmo, en plural, pudiera compararse de alguna manera, aunque fuera mínima, con ésas otras, firmes y volátiles, enteras y heridas, con las que se hace la pregunta «¿existió, alguna vez, el horizonte?»?

      [retrocederá…]

       X

       una pelea con dios

      La Emergida llegaba a veces extasiada de dolor, sola

      como sobreviviente, olorosa a crystal y a semen.

      Cuando le preguntábamos dónde había estado contestaba que venía de Allá y, en sus ojos de madrugada química en su descalza voz de Ex-Muerta, en cada una de las lanzas que perforaban su costado alguna vez adolescente o divino, Allá sólo quería decir Tijuana sin Luciérnagas. La Más Verdadera. La Arpía.

      Nuestro pudor, como lo llamaba, le causaba suspiros escandalosos y delicadas sornas punzantes. Nuestras costumbres burguesas.

      –Su mar de mierda –balbucía. Y nos miraba desde ese lugar donde sólo se oye el punzar de las venas, el rasgar de la respiración. Y nos seguía viendo desde los largos pasillos vacíos, desde los pasillos laberínticos y rencorosos por donde sólo avanzaba el viento de los bárbaros. Y no dejaba de mirarnos desde la pecera. Y nos observaba.

      Adentro.

      Más adentro.

      Debajo del agua y de la tierra.

      Debajo del paladar.

      –Su puto mar de mierda –reiteraba entre dientes, con ese cansino hacer de cosa que ronda, con algo de obscena gravedad en el tono de la voz, con cierto anhelo de crimen–. Su puta mierda –deletreaba hasta que, poco a poco, con toda seguridad de la manera más lenta, aburrida tal vez o aquejada ya de ese agotamiento radial que se asocia a menudo con los recién resucitados, nos daba la espalda y se ponía a ver el inicio de la luz a través de los ventanales del cuarto.

      Microscópicamente.

      Las yemas de sus dedos sobre la superficie traslúcida

      y vertical.

      La frente. Las pestañas. La lengua.

      Esa manera suya de postrarse. Y de orar.

      –Están sucios –constataba después, mucho después, cuando con o a pesar de la fatalidad conseguía estar de vuelta–. Sucios de grasa y de tiempo.

       XII

       las feministas

      Pronunciaban la palabra. La escupían. La celebraban.

      Corrían.

      (Atrás de este vocablo debe oírse el pasar del viento).

      Hablaban a contrapelo. Interrumpiéndose.

      Ah, tan descaradamente.

      Vivían a la intemperie, que era el mismo lugar donde sentían.

      Supongo que así nacieron.

      No sabían de refugios, de techos, de amparos,

      de patrocinios.

      Iban heridas de todo (y todo aquí quiere decir la historia, el aire, el presente, el subjuntivo, el contexto, la fuga).

      Agnósticas más que ateas. Impactantes más que hermosas. Vulnerables más que endebles. Vivas más que tú. Más que yo. Estoicas más que fuertes.

      Dichosas más que dichas.

      Intolerantes. Sí. A veces.

      ¿Mencioné ya que eran brutales?

      Caminaban en días de iracunda claridad como musas de sí mismas

      (eso ocurría sobre todo en el invierno, cuando

      los vientos del Santa Ana iban y venían

      por los bulevares de Tijuana, arrastrando envolturas

      de plástico y el polvo que obliga a cerrar los ojos

      y negar la realidad)

      a la orilla de todo, bamboleándose

      eran la última gota que cuelga de la botella

      (la mítica de la felicidad y la aún más mítica

      que derrama el vaso y el sexo

      impenetrable en la mismidad de su orificio)

      y caían.

      El

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