La educación sentimental. Gustave Flaubert
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A su vuelta, contaban con él; el señor Dambreuse le dio recuerdos para el tío Roque.
Ya en casa, Frédéric no dejó de contar aquella acogida a Deslauriers.
—¡Estupendo! —dijo su amigo. ¡Y no te dejes engatusar por tu madrecita! Regresa a la carrera.
Al siguiente día de su llegada, después del almuerzo, la señora de Moreau se fue con su hijo al jardín.
Le dijo que se sentía muy feliz viéndole con una carrera, pues no eran tan ricos como se creía; la tierra daba muy poco, los renteros cumplían mal sus compromisos, y hasta ella misma se vio en el aprieto de vender su coche: en una palabra le expuso su situación.
En los primeros apuros de su viudez, un hombre astuto, el tío Roque, le había hecho algunos préstamos, renovados y prolongados muy a su pesar, y de pronto vino a reclamarlos, teniendo que someterse a sus imposiciones y entregarle, por un precio irrisorio, la finca de Presles. Diez años más tarde desaparecía su capital con la quiebra de un banquero de Melun. Por horror a las hipotecas, y para conservar unas apariencias beneficiosas para el porvenir de su hijo, y como el tío Roque se le presentara de nuevo, se echó en su brazos una vez más.
Pero al presente ya había liquidado con él. En resumen: les quedaban unos diez mil francos de renta, perteneciéndole a él dos mil trescientos; éste era todo su patrimonio.
—Pero ¡eso no es posible! —exclamó Frédéric.
La madre hizo un gesto, dándole a entender que "aquello era muy posible".
—Pero su tío le dejaría algo.
—Nada menos seguro.
Y, en silencio, dieron una vuelta por el jardín. Por último, lo estrechó contra su corazón y, ahogada por las lágrimas, le dijo:
—¡Ah, pobre hijo! ¡Cuántos sueños he tenido que abandonar!
Frédéric se sentó en un banco, a la sombra de una frondosa acacia.
Su madre le aconsejaba que entrara de pasante con el procurador señor Prouharam, quien le cedería su bufete, y si lo hacía valer, podría revenderlo y hallar un buen partido.
Frédéric ya no oía; maquinalmente clavaba sus ojos, por encima de la empalizada, en el jardín frontero.
Una muchachita de unos doce años, con el pelo rojo, se hallaba allí completamente sola. Se había hecho unos zarcillos con bayas de serbal; su cuerpecillo, de una tela gris, dejaba al descubierto sus hombros, ligeramente tostados por el sol; acá y allá, en su falda blanca, se veían algunas manchas de dulce, y en toda su infantil persona se descubría un cierto encanto de bestezuela joven, fuerte y delicada a un tiempo mismo. Sin duda le asombraba la presencia de un desconocido, porque se detuvo de pronto, con su regadera en la mano, clavando en él sus pupilas, de un oscuro y traslúcido verde.
—Es la hija del tío Roque —dijo la señora de Moreau—. El padre, para legitimarla, se ha casado hace poco con su doméstica.
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