La educación sentimental. Gustave Flaubert

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La educación sentimental - Gustave Flaubert Clásicos

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ante su vista. Cada copla era seguida de una larga pausa, y el soplo del viento en los árboles remedaba el ruido de las olas.

      La señorita Vatnaz, separando con su mano el ramaje de una alheña que le impedía ver el tablado, contemplaba fijamente al cantante, cejijunta, con las narices dilatadas y como hundida en un gozo verdadero.

      —¡Perfectamente! —dijo Arnoux-. ¡Ahora me explico por qué ha venido usted esta noche a la Alhambra! Le gusta Delmas, querida mía.

      Ella no quiso decir nada.

      —¡Oh, qué pudor!

      Y añadió, señalando a Frédéric:

      —¿Acaso por éste? De ser así, padecería una equivocación; ¡no hay muchacho más discreto!

      Los otros, que buscaban a su amigo, penetraron en la glorieta. Hussonnet los fue presentando y Arnoux les regaló puros y los obsequió con helados.

      La señorita Vatnaz, que se había ruborizado al fijarse en Dussardier, se levantó en seguida y, alargándole la mano, le dijo:

      —¿No se acuerda de mí, Augusto?

      —¡Cómo! ¿La conoce usted? —preguntó Frédéric.

      —Hemos estado en la misma casa —repuso Dussardier.

      Y como Cisy le tiraba de la manga, salieron; apenas desaparecido, la señorita Vatnaz comenzó a elogiarlo por su carácter, llegando hasta decir que era "la bondad personificada".

      Después se habló de Delmas, que podría, en calidad de mimo, tener éxitos en el teatro, entablándose por contera una discusión, en la que salieron a relucir Shakespeare, la censura, el estilo, los principios de la Porte-Saint-Martin, Alejandro Dumas, Victor Hugo y Dumersan.

      Como Arnoux había conocido a muchos artistas célebres, los jóvenes se acercaban para oírle; pero sus palabras se perdían entre los acordes de la música, y una vez el rigodón o la polka terminados, las parejas se dirigían a las mesas, riendo y llamando a los camareros; detonaban entre el ramaje los taponazos de las botellas de cerveza y de soda; chillaban como ratas las mujeres; a veces dos señores pretendían reñir; un ladrón fue detenido.

      Los bailarines, en desenfrenado galope, irrumpieron en las avenidas. Jadeantes, sonrientes y enrojecidos los rostros, desfilaban en un torbellino que hacía tremolar las faldas femeninas y los faldones de los fraques; los trombones rugían con más fuerza; el ritmo se aceleraba; detrás de los medievales claustros, tras de oírse unos chisporroteos, estallaron los cohetes; las ruedas de los fuegos artificiales comenzaron a girar; las luces de bengala, con sus resplandores esmeraldinos, iluminaron por un momento el jardín, y cuando estalló la bomba final, la multitud lanzó un prolongado ¡ah!, desfilando lentamente.

      Una nube de pólvora flotaba en el aire. Frédéric y Deslauriers discurrían paso a paso por entre la muchedumbre, cuando una escena inusitada los detuvo: Martinon recibía la vuelta de una moneda en el guardarropa, acompañado de una mujer de unos cincuenta años, fea, magnificamente ataviada y de muy discutible condición.

      —Ese buen mozo —dijo Deslauriers— es menos simplón de lo que parece. Pero ¿dónde está Cisy?

      Dussardier les señaló el café, y allí vieron al descendiente de los paladines, ante un ponche y en compañía de una mujer con sombrero rosa.

      Hussonnet, que se había ausentado hacía cinco minutos, reapareció al mismo tiempo.

      Una muchacha se apoyaba en su brazo, llamándole "gatito mío"

      —¡De ninguna manera! —le decía—. ¡No! En público no me llames así! Llámame más bien vizconde! Eso viste mucho y da un cierto aspecto de caballero de la época de Luis XIII que me agrada. ¡Sí, mis buenos amigos, una antigua conocida! ¿Verdad que es muy mona? —y le acariciaba la barbilla al decirlo—. ;Saluda a estos caballeros!

      ¡Todos son hijos de pares de Francia! ¡Los trato para que me nombren embajador!

      —¡Qué loco es usted! —suspiró la señorita Vatnaz.

      Y rogó a Dussardier que la acompañara a su casa.

      Arnoux los vio alejarse, y volviéndose luego a Frédéric, le dijo:

      —¿Le gusta la Vatnaz? No es usted franco en este punto. Me parece que oculta usted sus amores.

      Frédéric se puso pálido y juró que no ocultaba nada.

      —Es que no se le conoce a usted prometida —repuso Arnoux.

      Frédéric sintió deseos de decir un nombre cualquiera; pero como podían irle con el cuento a ella, se contuvo y respondió que, efectivamente, no tenía prometida.

      El comerciante se lo censuró.

      —Esta noche ha tenido la gran ocasión. ¿Por qué no ha imitado a los demás, que se han ido con una mujer?

      —Bueno, ¿y usted? - repuso Frédéric, impaciente ante tal insistencia.

      —Porque es muy diferente, hijo mío. Yo me voy en busca de la mía.

      Y, llamando a un coche, desapareció.

      Los dos amigos se fueron a pie. Soplaba el levante. Los dos iban silenciosos. Deslauriers se lamentaba de no haber estado brillante ante el director de un periódico y Frédéric se sumergía en su tristeza. Al fin dijo que el bailecito aquel se le había antojado estúpido.

      —¿Y de quién es la culpa? ¡Si no nos hubieras dejado por tu Arnoux!

      —¡Bah! Es lo mismo. ¡Hubiera sido inútil cuanto hiciera!

      Pero Deslauriers tenía sus teorías. Para conseguir las cosas con desearlas fuertemente era bastante.

      —Sin embargo, tú mismo, hace poco...

      —¡Mucho que me importaba a mí la cosa! —dijo Deslauriers parando en seco la alusión—. ¿Pretendo yo acaso enredarme con una mujer? —y declamó contra sus diabluras, sus estupideces; en suma, las mujeres le desagradaban.

      —¡Pues no presumes tú! —dijo Frédéric.

      Deslauriers se calló, exclamando a poco y de repente:

      —¿Quieres apostarte cien duros a que consigo la primera que pase?

      —¡Sí, aceptado!

      La primera que pasó fue una mendiga haraposa, y estaban a punto de desconfiar de su estrella, cuando en medio de la calle de Révoli descubrieron a una muchacha alta con una cajita de cartón en la mano.

      Deslauriers se acercó a ella bajo las arcadas; pero la muchacha, torciendo bruscamente por el lado de las Tullerías, se dirigió en seguida por la plaza del Carrousel, lanzando miradas a diestro y siniestro.

      Corrió hacia un coche; pero Deslauriers la alcanzó nuevamente. Marchaba junto a ella, hablándole con expresivos gestos. Por fin aceptó su brazo, y juntos continuaron a través de los muelles. Luego, a la altura del Chatelet, y por lo menos durante veinte minutos, pasearon por la acera como dos marinos que estuvieran de guardia. Pero de pronto

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