La educación sentimental. Gustave Flaubert

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La educación sentimental - Gustave Flaubert Clásicos

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style="font-size:15px;">      —¿Quieres dejarme tranquilo con tanto Arnoux?

      —¡Nunca! —repuso Deslauriers.

       ¡Siempre y en todas partes él!

       La imagen de Arnoux, cálida o fría...

      —¡Cállate! —exclamó Frédéric, amenazándole con el puño. Y añadió con más dulzura:

      —Bien sabes que eso me molesta.

      —¡Oh, excelente persona, perdóneme! —replicó Deslauriers haciendo una profunda reverencia--. En lo sucesivo, se respetarán los nervios de la señorita! ¡Perdóneme, se lo repito! ¡Acepte mis excusas.

      Y así terminó la broma.

      Una noche, tres semanas más tarde, le dijo:

      —No hace mucho he visto a la señora Arnoux.

      —¿Dónde?

      —En la Audiencia, con el procurador Balandar. ¿No es una mujer morena, de mediana estatura?

      Frédéric asintió, aguardando a que Deslauriers hablase. A la menor palabra de admiración se desahogaría por completo; incluso estaba a punto de reverenciarlo; pero el otro seguía sin despegar su boca; por último, no pudiendo contenerse por más tiempo, le preguntó, como quien no quiere la cosa, lo que pensaba de ella.

      Para Deslauriers, "no estaba mal, aunque no tenía nada de extraordinario".

      —¿Eso crees? —dijo Frédéric.

      Con el mes de agosto llegó la hora de su segundo examen. Quince días de trabajo eran suficientes, según la opinión general, para imponerse de las asignaturas. Frédéric, no dudando de sus fuerzas, se sorbió de un trago los cuatro primeros libros de Procedimientos, los tres primeros del Código penal, una parte del civil, con anotaciones del señor Poncelet, y algunos trozos de Procedimiento criminal. La víspera, Deslauriers le hizo dar un repaso, que duró hasta la mañana, y para aprovecharse hasta el último minuto le continuó haciendo preguntas mientras iban por la calle.

      Como se celebraban varios exámenes a la vez, en el patio había muchas personas, Hussonnet y Cisy entre ellas; cuando se trataba de compañeros, no faltaban a tales actos. Frédéric, después de revestirse la tradicional toga negra, penetró, con tres estudiantes más y seguido de una turba, en un salón grande, iluminado por algunas ventanas sin cortinas y con bancos alrededor de las paredes. En medio, unas sillas de cuero rodeaban una mesa cubierta con un paño verde, que separaba a los examinados de los señores del tribunal, todos con sus togas rojas, sus mucetas crladas de armiño sobre los hombros y sus birretes con galones de oro en la cabeza.

      Frédéric era —mal número— el penúltimo de la lista. A la primera pregunta, sobre la diferencia entre convenio y contrato, se trabucó, confundiendo el uno con el otro; el profesor, que era una buena persona, le dijo: "No se haga usted un lío; tranquilícese." Luego, después de dos preguntas fáciles, contestadas ambiguamente, se pasó a la cuarta. Frédéric se desconcertó con tal principio. Deslauriers, que se hallaba enfrente, entre el público, le decía, por señas, que aún no se había perdido todo. En la segunda pregunta, sobre Derecho criminal, estuvo pasable; pero después de la tercera, relativa al testamento místico, como el profesor permaneciera impasible mientras él hablaba, redobló su angustia, pues Hussonnet juntaba las manos para aplaudir, en tanto que Deslauriers se encogía de hombros a cada paso. ¡Llegó, por último, el instante de probar su suficiencia en Procedimientos! Se trataba de la tercera prueba. El profesor, extrañado de haber oído teorías opuestas a las suyas, le preguntó bruscamente.

      —¿Es ésa su opinión? Pues ¿cómo concilia usted el principio del artículo 1 351 del Código civil con su extraordinaria arremetida?

      Como se había pasado la noche sin dormir, Frédéric sentía una fuerte jaqueca. Un rayo de sol, deslizándose por entre las rendijas de una persiana, le hería el rostro. De pie y contoneándose detrás de la silla, se retorcía las guías del bigote.

      —¡No dejo de aguardar su respuesta! —dijo el hombre del galoneado birrete.

      Y molesto sin duda por los gestos de Frédéric añadió:

      —¡No la sacará de su bigote, seguramente!

      Aquella gracia hizo reír al auditorio, y el profesor, halagado en su vanidad, se dulcificó y le hizo aún dos preguntas acerca de las citaciones y los sumarios, acogiendo las respuestas con signos de aprobación.

      Terminado el acto, Frédéric volvió al vestíbulo.

      Mientras el bedel le despojaba de la toga para ponérsela inmediatamente otro, le rodearon sus amigos, acabando de confundirle con sus contradictorias opiniones sobre el resultado del examen, que a poco lo daba a conocer una voz sonora desde la puerta del aula: "El tercero.. suspenso."

      —¡Despachado! —dijo Hussonnet—. ¡Vámonos de aquí!

      Ante la portería encontraron a Martinon, arrebolado, conmovido, radiantes los ojos y ceñida la frente por la aureola del triunfo. Acababa de sufrir sin tropiezos su último examen. Ya no le quedaba más que la tesis; antes de quince días sería licenciado. Su familia conocía a un ministro; se le presentaba "una hermosa carrera".

      —Ese, a pesar de todo, te vence —dijo Deslauriers.

      Nada tan humillante como ver a los necios triunfar en tales empresas donde uno fracasa. Frédéric, mortificado, repuso que aquello le importaba poco. Sus pretensiones eran más elevadas; y como Hussonnet se dispusiera a marcharse, lo llamó a un lado para decirle:

      —De esto, ni una palabra allí. ¿Estamos?

      El secreto era fácil, puesto que Arnoux se marchaba al día siguiente a Alemania.

      Por la noche, al llegar, Deslauriers halló a su amigo en muy diferente tesitura: saltaba, silbaba, admirándose el otro de aquel cambio de humor. Frédéric declaró que no iría a casa de su madre y que dedicaría las vacaciones al estudio.

      Al enterarse de la marcha de Arnoux se sintió presa de un gran júbilo. Podría presentarse allá abajo completamente a sus anchas y sin temor a ser interrumpido en sus visitas. La convicción de una seguridad absoluta le daría ánimos. En fin, no se vería alejado ni separado de ella! Algo más fuerte que una cadena de hierro le ataba a París y una voz interior le decía que se quedase.

      Algunos obstáculos se oponían a ello, pero los zanjó escribiéndole a su madre; en primer término le confesaba su derrota, ocasionada por un cambio en el programa —una desgracia, una injusticia— ; además, a todos los grandes abogados —y citaba los nombres— les había sucedido lo mismo. Pero pensaba presentarse otra vez en noviembre, y como no te nía tiempo que perder, aquel año no iría a casa; por último, pedía, además del dinero del trimestre, doscientos cincuenta francos para atender a los gastos que el repaso de las asignaturas —cosa muy útil— le ocasionaría: todo ello adobado con palabras condolidas y apesadumbradas y con mimoserías y protestas de amor filial.

      La señora Moreau, que le aguardaba al día siguiente, se entristeció con doble motivo. Ocultó la desgracia de su hijo y le respondió que "fuera a pesar de todo". No quiso ceder Frédéric y sobrevino la desavenencia. Al fin de la semana, no obstante, recibió el dinero del trimestre, con la suma destinada a los repasos, suma que sirvió para pagar unos

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