La educación sentimental. Gustave Flaubert

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La educación sentimental - Gustave Flaubert Clásicos

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a distancia su copa; luego, poniendo sus brazos cuan largos eran sobre el mantel, exclamaba que ya no se podía comer en París. Por último, y no sabiendo qué pedir, Regimbart encargó unos frijoles en aceite "de una manera sencillota", los cuales, sin ser por completo de su gusto, lo apaciguaron un poco. Después sostuvo con el camarero un diálogo acerca de los antiguos mozos de los Provenzales. ¿Qué había sido de Antonio? ¿Y de un tal Eugenio? ¿Y de Teodoro, el pequeño que servía siempre abajo? El trato que por aquel entonces se daba aquí era mucho más esmerado, y había borgoña de las mejores marcas, como no volverá a verse más.

      A continuación se trató del precio de los terrenos en las afueras: se trataba de una infalible especulación de Arnoux. Puesto que él no quería vender a ningún precio, Regimbart le fijaría alguno, y, de sobremesa, aquellos dos señores comenzaron a hacer cálculos y más cálculos con un lápiz.

      Para tomar el café se encaminaron a uno que había en un entresuelo del pasaje del Saumon. Y allí aguantó Frédéric a pie firme interminables partidas de billar, remojadas con infinitos bocks de cerveza, y allí permaneció hasta las doce de la noche sin saber por qué, por cobardía, por necedad, clavado por la confusa esperanza de un acontecimiento cualquiera favorable a su amor.

      ¿Cuándo volvería a verla? Frédéric se desesperaba, hasta que una noche, a fines de noviembre, Arnoux le dijo:

      —Ayer volvió mi mujer, ¿sabe?

      Al día siguiente, a las cinco, entraba en casa de ella.

      Comenzó dándole el parabién por la mejoría de su madre, tan gravemente enferma.

      —No lo crea. ¿Quién se lo ha dicho?

      —Arnoux.

      Un leve "ah!" escapó de su boca, añadiendo que en un principio tuvo serios temores, desaparecidos ya.

      Ella se hallaba junto al fuego, hundida en la tapizada poltrona, y él en un diván, con el sombrero en las rodillas; la conversación, abandonada por ella a cada instante, fue penosa, y el joven no hallaba la ocasión propicia para hablar de sus sentimientos. A unas palabras suyas, lamentándose de estudiar para abogado, ella repuso:

      —Sí... lo comprendo... los negocios... —y bajó la cabeza como absorbida por ciertas reflexiones.

      Se sentía sediento por conocerlas, incluso no pensaba en otra cosa.

      Las sombras del crepúsculo los envolvían.

      Ella se levantó, pues tenía unos encargos que hacer, reapareciendo a poco tocada con una capota de terciopelo y una capa guarnecida con piel de marta. Frédéric se atrevió a ofrecerse para acompañarla.

      No se veía ya; el tiempo era frío, y una espesa bruma, desvaneciendo la fachada de los edificios, corrompía el ambiente. Frédéric lo aspiraba con delicia, al sentir en su brazo la presión del de ella, a través del enguate del vestido; su mano, además, aprisionada en guantes de gamuza con dos botones, su pequeña mano, que él hubiera querido cubrir de besos, se apoyaba en la manga de él; oscilaban un poco al andar, por lo resbaladizo del suelo, antojándosele al joven que iban como mecidos por el viento y en medio de una nube.

      El luminoso resplandor del bulevar lo devolvió a la realidad. La ocasión era que ni de encargo, y el tiempo apremiaba. Al llegar a la calle de Richelieu —tal se propuso— le declararía su amor; pero casi al punto, frente a un almacén de porcelanas, se detuvo ella resueltamente, diciéndole:

      —Ya hemos llegado; mil gracias. Hasta el jueves, como de costumbre, ¿no es así?

      Y otra vez comenzaron las comidas. Mientras más trataba a la señora Arnoux, su decaimiento aumentaba. La contemplación de aquella mujer le enervaba, como el uso de un perfume demasiado fuerte.

      Aquello se infiltraba hasta lo más profundo de su ser, convirtiéndose en una casi exclusiva manera de sentir, en un nuevo modo de existencia.

      Las prostitutas que se hallaban a la luz de los faroles, las cantantes al lanzar sus gorgoritos, las amazonas en sus caballos al galope, las burguesitas a pie, las modistillas en sus ventanas; todas las mujeres, en fin, le traían a la memoria a la otra, bien por semejanzas, bien por violentos contrastes. Contemplaba en las tiendas las cachemiras, las tiras de encaje, las arracadas de pedrería y se las imaginaba ciñendo sus caderas, prendidas de su blusa, fulgurando en la negrura de sus cabellos. En la cesta de las floristas se abrían las flores para que ella las escogiese al pasar; en los escaparates de los zapateros los chapines de raso, con su orla de plumas, se diría que aguardaban su pie; todas las calles conducían a su retiro, y para llevar a él con más ligereza se estacionaban los coches en las paradas; París convergía en su persona, y la gran ciudad, con todas sus voces, como una inmensa orquesta, en torno de ella vibraba.

      Cuando aparecía por el Jardín de Plantas, la contemplación de una palmera le transportaba a países remotos. Viajaban juntos, a lomo de los dromedarios, bajo los toldos de los elefantes, en el camarote de un yate, por entre los azulados archipiélagos, o bien, uno al lado del otro, en sendas mulas campanilleras, tropezando acá y allá, por entre el yerbaje, con las rotas columnas. Algunas veces se detenía en el Louvre ante los cuadros antiguos, y su amor, que se adentraba hasta en los tiempos idos, la sustituía por los personajes de las pinturas. Peinada al uso del siglo XV, rezaba, hincada de rodillas, detrás de una vidriera con marco de plomo. Gran señora, en tierras de Castilla o Flandes, permanecía sentada, con su almidonada gorguera y su emballenado y abullonado traje. Descendía después por una escalinata de pórfido, en medio de los senadores, bajo un dosel de plumas de avestruz, vestida de brocado.

      Otras veces soñaba que la veía con pantalones de amarilla seda, sobre los cojines de un harén; en suma, cuanto era bello, el cintilar de las estrellas, ciertos aires de música, la elegancia de un giro, un contorno, hacíanla surgir en su pensamiento, por insensible y repentina manera.

      En cuanto a lo de intentar que fuera su amante, era seguro que toda tentativa sería inútil.

      Una noche, al llegar, Dittmer la besó en la frente; lo mismo hizo Lobarias, diciendo:

      —Usted me lo permite, puesto que es privilegio de los amigos, ¿no es así?

      Frédéric balbuceó:

      —Me parece que todos somos amigos.

      —Pero no todos ancianos —repuso ella.

      Aquello era una manera indirecta de rechazarle de antemano. ¿Qué hacer, por otra parte? ¿Decirle que la amaba? Le rechazaría, con muy buenas palabras, sin duda, o bien, llena de indignación, lo arrojaría de su casa. Cualquier cosa era preferible al horrible destino de no verla más.

      Envidiaba el talento de los pianistas, las cicatrices de los soldados, y hasta deseaba una enfermedad peligrosa, por si de este modo conseguía atraerla.

      Le admiraba una cosa, y era que no estaba celoso de Arnoux, y no podía figurársela de otro modo que vestida: en tal manera parecía su pudor innato y de tal suerte hundía su sexo en una misteriosa sombra.

      Sin embargo, pensaba en la felicidad de vivir con ella, de tutearla, de acariciar suavemente con la mano sus cabellos o de permanecer de rodillas, con los brazos alrededor de su talle y bebiendo el alma en sus ojos. Mas para esto hubiera sido necesario trastrocar el destino, e inútil para toda acción, maldiciendo a Dios y acusándose de su cobardía, se revolvía en su deseo como el preso en su calabozo. Una permanente angustia le ahogaba. Durante horas enteras permanecía inmóvil, o bien se deshacía en llanto; un día,

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