La educación sentimental. Gustave Flaubert

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La educación sentimental - Gustave Flaubert Clásicos

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el sábado, como a eso de las nueve de la noche. Las tres cortinas estaban cuidadosamente corridas; ardían la lámpara y cuatro velas; la caja de tabaco, llena de pipas, se veía en medio de la mesa, entre las botellas de cerveza, la tetera, un frasco de ron y algunas pastas. Se discutía la inmortalidad del alma y se establecían paralelos entre los profesores.

      Una noche, Hussonnet se presentó con un mozo fornido, de apocado continente y con una levita de mangas demasiado cortas. Era el muchachote aquel que el año último reclamaron como camarada en la Comisaría.

      Como no le fue posible entregarle a su jefe la caja con los encajes perdida en la refriega, aquél le acusó de robo, amenazándole con llevarlo a los Tribunales; ahora estaba de dependiente en una casa de transportes. Hussonnet se lo había tropezado aquella mañana en la esquina de una calle y lo traía porque Dussardier, por reconocimiento quería ver "al otro"

      Alargó a Frédéric la petaca, con todos los cigarros aún, pues la había conservado religiosamente, con la esperanza de devolverla. Los jóvenes le invitaron a volver, y así lo hizo.

      Todos simpatizaban. En primer lugar, su odio al Gobierno tenía la fuerza de un dogma indiscutible. Unicamente Martinon trataba de defender a Luis Felipe; pero los demás se le echaban encima agobiándolo con los lugares comunes de los periódicos: la fortificación de París, las leyes de septiembre, Prithard, lord Guizot, y esto de tal manera, que Martinon, temiendo ofender a alguno, se callaba. En siete años de colegio nunca se hizo acreedor a un castigo, y en la Facultad de Derecho sabía congraciarse con los profesores. Llevaba por lo general una gruesa levita color de almáciga y chanclas de goma; pero una noche se presentó con traje de recién casado: chaleco de terciopelo, corbata blanca y cadena de oro.

      El asombro aumentó cuando se supo que venía de casa del señor Dambreuse. En efecto, el banquero Dambreuse acababa de comprar al padre de Martinon una partida considerable de madera, y como el buen hombre le había presentado a su hijo, el banquero invitó a comer a los dos.

      —¿Había muchas trufas? —preguntó Deslauriers—. ¿Y has abrazado a su esposa, entre cortinas, sicut decet?

      Con esto, la charla derivó hacia las mujeres. Pellerin no admitía que hubiese mujeres hermosas —prefería los tigres—; además, la hembra del hombre era un ser inferior en la jerarquía estética.

      —Lo que a ustedes les seduce en ella es precisamente lo que la rebaja como idea; es decir, el seno, los cabellos.

      —Sin embargo —objetó Frédéric—, una abundante cabellera y unos grandes ojos negros..

      —¡Conocemos la cantilena! —exclamó Hussonnet—. Basta de andaluzas! ¡Yo estoy chapado a la antigua! ¡Dejémonos, en fin, de charlatanerías! Una mujer elegante y casquivana es más entretenida que la Venus de Milo. ¡Seamos sencillotes, como corresponde a unos buenos muchachos! ¡Y de costumbres disolutas, si podemos!

       ¡Corred, vinos generosos!

       ¡Dignaos sonreír, mujeres!

      —Es preciso ir de la morena a la rubia. ¿Es ésta su opinión, amigo Dussardier?

      Dussardier no dijo nada, y todos le acosaron para conocer sus aficiones.

      —Está bien —dijo, ruborizándose—; a mí me gustaría amar siempre a la misma.

      Y fue dicho aquello de tal manera, que por un momento todos callaron, sorprendidos los unos por aquel candor, y quizá percatados los otros del mismo anhelo de aquella alma.

      Senecal colocó en el jambaje de la chimenea su vaso de cerveza y declaró dogmáticamente que, siendo la prostitución una tiranía y el casamiento una inmoralidad, era preferible abstenerse. Deslauriers tomaba a las mujeres como distracción, y nada más. El señor de Cisy, a este respecto, sentía toda clase de temores.

      Educado bajo la férula de una abuela muy devota, la compañía de aquellos jóvenes la encontraba atrayente como un lugar peligroso e instructiva como una Sorbona. No se le regateaban las lecciones, manifestándose él lleno de celo, hasta el punto de querer fumar, a despecho de las náuseas que le atormentaban cada vez que lo hacía. Frédéric le rodeaba de atenciones, admirando el matiz de sus corbatas, las pieles de su paleto y sobre todo sus botas, finas como guantes y de una extraordinaria elegancia y pulcritud: en la puerta siempre le aguardaba su coche. Una noche de nieve, recién marchado el señor de Cisy, Senecal se compadeció de su cochero, declamando a continuación contra los lechuguinos y el Jockey-Club; hacía más caso de un obrero que de los tales caballeretes.

      —Yo, al menos, trabajo; soy pobre.

      —Ya se ve —dijo Frédéric impaciente.

      El pasante le guardó rencor por aquellas palabras.

      Habiéndole dicho Regimbart que conocía un poco a Senecal, Frédéric, para mostrarse cortés con el amigo de Arnoux, le invitó a las reuniones del sábado. El encuentro les fue grato a los dos patriotas. Sin embargo, sus opiniones diferían.

      Senecal —que tenía cabeza puntiaguda apreciaba las cosas de una manera sistemática, en tanto que Regimbart, por el contrario, en los hechos no veía sino los hechos mismos. Su principal inquietud era la frontera del Rhin. Se consideraba perito en artillería y se hacía vestir por el sastre de la Escuela Politécnica.

      El primer día, al ofrecérsele unos pasteles, se encogió desdeñosamente de hombros, afirmando que aquello eran cosas de mujeres, y no estuvo más amable las veces sucesivas. En cuanto las discusiones se elevaban un poco, murmuraba: ";Oh, nada de Utopías, nada de sueños!"

      En materia de arte —aunque frecuentaba los estudios, donde, a las veces, solía dar alguna que otra lección de esgrima—no eran más trascendentales sus opiniones. Comparaba el estilo de Marast con el de Voltaire y el de la señorita Vatnaz con el de la señora Staël, por una oda a Polonia "en la que había pasión". En fin, Regimbart molestaba a todos, y especialmente a Deslauriers, porque el tal ciudadano era uno de los íntimos de Arnoux; lo que no era óbice para que él ambicionara concurrir a la tertulia del comerciante, en la creencia de que le sería dado relacionarse provechosamente.

      "¿Cuándo vas a presentarme?", le decía Frédéric; a lo que éste respondía que Arnoux andaba muy atareado, o bien que se iba de viaje; por otra parte, no valía la pena, porque las comidas iban a terminarse.

      Si hubiera sido preciso arriesgar la vida para salvar a Deslauriers Frédéric lo habría hecho; mas como deseaba presentarse de la más ventajosa manera posible, y como cuidaba su conversación, sus maneras y sus costumbres, hasta el punto de que siempre iba a L'Art Industriel irreprochablemente acicalado, temía que Deslauriers, con su vieja levita negra, su vitola de procurador y sus ideas presuntuosas no fuera del agrado de la señora Arnoux, lo que podía comprometerle y aun rebajarle a él mismo ante los ojos de ella. Transigía de buen grado con los demás; pero su amigo precisamente sería para él un estorbo muchísimo mayor. A Deslauriers no se le ocultaba que el joven rehuía cumplir su promesa, antojándosele, además, que su silencio era como una agravación de la injuria.

      Hubiera querido ser su único guía y verle desenvolverse según el ideal de su juventud, y su holgazanería le sublevaba como una desobediencia y como una traición. Además, Frédéric, a cuestas siempre por el recuerdo de la señora Arnoux, hablaba con frecuencia de su marido, y Deslauriers, en vista de ello, dio en la gracia de repetir a troche y moche, a modo de muletilla y como resabio de idiota, el apellido del comerciante, viniera o no a cuento. Si llamaban a su puerta, respondía "Entre usted,

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