La educación sentimental. Gustave Flaubert
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Era un malestar nervioso; pero Deslauriers no creyó nada de aquello. Ante un sufrir semejante, sintió que su ternura se despertaba, y lo consoló. Un hombre como él dejarse abatir, ¡qué necedad! Pasa que tales cosas ocurren en la mocedad, pero después era perder el tiempo.
—Te estás echando a perder, Frédéric; ya no eres el mismo; exijo que te recobres y vuelvas a ser como eras, que así me gustabas. Anda, fúmate una pipa, animal. ¡Sacude esa modorra que me desespera!
—¡Es cierto! —dijo Frédéric—. ¡Estoy loco!
Deslauriers replicó:
—¡Ah, viejo trovador, bien sé por qué estás afligido! ¿Asuntos del querer? ¡Confiésalo! ¡Bah!, si una puerta se cierra, cientos se abren. De las mujeres virtuosas se consuela uno con las que no lo son. ¿Quieres que te haga conocer algunas de éstas? No tienes más que venir a la Alhambra. (Se trataba de un lugar de baile, inaugurado poco hacía en las alturas de los Campos Elíseos, y que a la segunda temporada se arruinó por su lujo, prematura en aquella clase de establecimientos.) A lo que parece, allí se divierte uno. ¡Vamos allá! Que te acompañen, si quieres, tus amigos, incluso Regimbart; paso por él.
Frédéric no invitó al último, y Deslauriers, por su parte, se privó de Senecal. Llevaron únicamente a Hussonnet y Cisy con Dussardier, y en un mismo coche se dirigieron los cinco a la Alhambra, a cuya puerta se apearon.
Galerías morunas se extendían paralelamente a derecha e izquierda; en el frente, el muro de una casa le servía de fondo, y en el cuarto lado —el del restaurante— figuraba un claustro gótico con vidrieras de colores. Una como techumbre china cubría el templete donde los músicos tocaban; el suelo, en los contornos, se hallaba asfaltado, y los farolillos a la veneciana, pendientes de los postes, ponían, vistos de lejos, como una aureola de multicolores resplandores sobre las parejas.
Acá y allá, en sus correspondientes pedestales, se veían tazas marmóreas de donde emergían sutiles chorros de agua. Entre el follaje se percibían estatuas de yeso, Hebés y Cupidos, embadurnados de oleosa pintura; y las numerosas avenidas, de menuda arena de un amarillo intenso y perfectamente rastrillada, hacían parecer aquel jardín mucho mayor de lo que era en realidad.
Los estudiantes se paseaban con sus amantes; los dependientes de novedades se pavoneaban con un bastón en la mano; los colegiales fumaban magníficos vegueros; los viejos solterones se pasaban un peine por sus teñidas barbas; había allí ingleses, rusos, sudamericanos, tres orientales con gorros turcos. Las entretenidas, las modistillas y las muchachas iban allí en busca de un protector, de un novio, de una moneda de oro, o sencillamente por el placer de bailar, y sus vestidos de túnica, color verdegay, azul, escarlata o violeta, se deslizaban, por entre ébanos y lilas, desplegándose al viento. Casi todos los hombres vestían trajes a cuadros; algunos llevaban pantalones blancos, no obstante el fresco de la noche. Los mecheros de gas comenzaban a encenderse.
Hussonnet, por sus relaciones con los periódicos de modas y los teatrillos, conocía a muchas mujeres, a las cuales enviaba besos con la punta de los dedos, y, de vez en cuando, abandonando a sus amigos, se iba a charlar con ellas.
Deslauriers, celoso de aquellas andanzas, se dirigió cínicamente a una rubia de alta estatura, quien, tras de contemplarle con hosquedad, le dijo:
—No; ¡nada de confianzas, buen hombre! —y le volvió la espalda.
Fue entonces hacia una morena bastota, loca sin duda, pues a las primeras de cambio se enojó, amenazándole con llamar a la policía si continuaba. Deslauriers se esforzó por reír, mas como descubriera a una menuda mujer sentada en un lugar aparte, se fue a ella, invitándola a bailar.
Los músicos, encaramados en la plataforma, y con posturas de mono, rascaban y soplaban a más no poder. El director de orquesta, en pie, llevaba la batuta de una manera maquinal. La gente, arremolinada, se divertía; las desatadas cintas de los sombreros rozaban las corbatas; los pies se hundían bajo las faldas; todo era un cadencioso saltar; Deslauriers, abrazado a la mujer menuda y poseído de la fiebre del cancan, se rebullía por entre las parejas como un enorme maniquí. Cisy y Dussardier continuaban su paseo; el joven aristócrata le hacía guiños a las muchachas, mas sin hablarles, a pesar de las exhortaciones del dependiente, porque se imaginaba que en casa de aquellas mujeres había siempre "un hombre con una pistola y oculto en un armario, del que salía obligando a firmar letras de cambio"
Volvieron al lado de Frédéric. Deslauriers no bailaba ya, y cuando se preguntaban todos cómo terminar la noche, Hussonnet exclamo:
—¡Mira! La marquesa de Amaegui!
Era una mujer pálida, de remangada nariz, con mitones que le llegaban a los codos y unos grandes y negros bucles que le caían sobre las mejillas, como orejas de perro. Hussonnet le dijo:
—Deberíamos organizar una fiestecita en tu casa, un sarao al estilo oriental. Procura recoger a algunas de tus amigas para estos caballeros franceses. Pero ¿qué es lo que te contraría? ¿Acaso esperas a tu hidalgo?
La andaluza estaba cabizbaja; conociendo las costumbres poco espléndidas de su amigo, temía no sacarle ni para sus refrescos; mas como deslizara la palabra dinero, Cisy ofreció cinco duros, que era todo su capital, y la cosa quedó decidida. Pero Frédéric ya no estaba allí.
Había creído reconocer la voz de Arnoux y visto un sombrero de mujer, y al punto se había escondido en el bosquecillo próximo.
La señorita Vatnaz estaba a solas con Arnoux.
—Perdóneme, ¿le molesto?
—De ninguna manera —repuso el comerciante.
Frédéric, por las últimas palabras de la conversación, comprendió que Arnoux había acudido a la Alhambra para hablar con la señorita Vatnaz de un asunto urgente, y sin duda no se hallaba completamente tranquilizado, porque le dijo con aire inquieto:
¿Está usted bien segura?
—¡Segurísima! ¡Le aman! ¡Oh, que hombre!
Y ella se mostraba contrariada, avanzando sus gruesos labios, en fuerza de rojos, sanguinolentos. Pero sus ojos eran admirables, ojos leonados con puntitos de oro en las pupilas, ojos llenos de viveza, de amor y de sensualidad, que iluminaban como lámparas la amarillenta piel de su enjuto rostro. Arnoux, que parecía gozar sus despreciativas repulsas, le dijo, inclinándose sobre ella:
—Es usted muy amable; déme un beso.
Ella, cogiéndole por las orejas, le besó en la frente.
Cesaron de bailar en aquel momento, y en el sitio del director de orquesta apareció un guapo mozo, demasiado grueso y con una blancura de cera. Usaba larga y negra melena, al modo nazareno; chaleco de terciopelo azul con grandes palmas de oro, y de su talante trascendía el orgullo de un pavo real y la estupidez de un pavo de los otros. Una vez que hubo saludado al público, entonó una cancioncilla. Se trataba en ella de un lugareño que refería por sí mismo su viaje a la capital; el artista hablaba en bajo normando, y se hacía el beodo; el estribillo,
Me he reído, me he reído
en este París perdido:
Y producía un entusiasta pataleo. Delmas, "cantante expresivo" de una excesiva malicia para que lo dejaran de la mano. Al punto le entregaron una guitarra, y suspiró una romanza que tenía por título El hermano de la Albanesa.