La educación sentimental. Gustave Flaubert

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La educación sentimental - Gustave Flaubert Clásicos

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tenido una idea de peluquero?" Y se sintió sobrecogido por la duda.

      Para saber si iría a casa de la señora Arnoux lanzó al aire por tres veces una moneda, y las tres veces el presagio fue venturoso. La fatalidad, pues, lo exigía. Y se hizo conducir en coche a la calle de Choiseul.

      Subió apresuradamente la escalera y tiró del cordón de la campanilla; ésta no sonó, y él estuvo a punto de desmayarse.

      Luego sacudió furiosamente el grueso borlón de seda roja. Dejóse oír un largo repiqueteo, que poco a poco se fue extinguiendo; pero nada, nada se oía. Frédéric tuvo miedo.

      Aplicó el oído a la puerta: ni un soplo; miró por el ojo de la cerradura: en la antesala sólo se veían los extremos de dos cañas, junto al muro, entre las flores de papel. Dio media vuelta para irse; pero cambió de opinión, golpeando esta vez la puerta ligeramente. Esta se abrió por fin, y en el umbral apareció, enmarañada la cabeza, el rostro arrebolado y hosco el talante del propio Arnoux.

      —¡Vaya! ¿Qué demonios le trae por aquí? Pase usted.

      Y lo condujo, no al gabinete ni a su cuarto, sino al comedor, donde se veía, sobre la mesa, una botella de champaña y dos copas.

      —¿Tiene usted algo que pedirme, querido amigo? —le preguntó con brusquedad.

      —¡No! Nada, nada —balbuceó el joven, intentando buscar un pretexto a su visita.

      Hasta que le dijo, por fin, que había ido para tener noticias suyas, pues le creía —por referencia de Hussonnet— en Alemania.

      —¡De ninguna manera! —repuso Arnoux-. ¡Qué cabeza de chorlito tiene ese muchacho! Todo lo entiende al revés.

      A fin de disimular su turbación, Frédéric iba de un lado a otro de la sala, y al tropezar con una silla dejó caer una sombrilla puesta sobreella, cuyo puño de marfil se hizo pedazos.

      —¡Dios mío! —exclamó—. Cuánto siento haber roto la sombrilla de la señora Arnoux!

      Al oír esto, el comerciante levantó la cabeza y sonrió de un modo extraño. Frédéric, aprovechando la ocasión que se le ofrecía para hablar de ella, añadió con timidez:

      —¿Podré verla?

      Estaba en su ciudad, junto a su madre enferma. No se atrevió a preguntar si duraría mucho aquel alejamiento; pero sí cuál era la tierra de la señora Arnoux.

      —Chartres. ¿Le admira eso?

      —¿A mí? No. ¿Por qué? De ningún modo.

      Después de esto, ya no sabían qué decirse. Arnoux, que había liado un cigarrillo, daba vueltas soplando, alrededor de la mesa. Frédéric, de pie delante de la estufa, contemplaba las paredes, el aparador, el pavimento, y por su memoria, se diría más bien que ante sus ojos, desfilaban encantadoras imágenes. Al fin se retiró.

      En el suelo de la antesala había un trozo de periódico apelotonado; lo recogió Arnoux y, empinándose, lo colocó dentro de la campanilla, para "continuar —dijo— su interrumpida siesta". Y añadió, dándole un apretón de manos:

      Hágame el favor de decirle al portero que no estoy en casa para nadie.

      Y apenas Frédéric volvió la espalda cerró violentamente la puerta.

      El joven bajó la escalera poquito a poco. El fracaso de aquella primera tentativa le hizo dudar del buen éxito de las otras. Entonces comenzaron sus tres meses de aburrimiento. Como no tenía nada que hacer, su ociosidad aumentaba la tristeza que le invadía.

      Pasaba las horas contemplando desde lo alto del balcón el deslizarse del río por entre los paseos cenicientos, ennegrecidos de trecho en trecho por el desagüe de las cloacas, con un pontón de lavanderas amarrado en la orilla, en la que a las veces se entretenían unos pilluelos bañando a un perro de aguas. Sus ojos, dejando a la izquierda el puente de piedra de Nôtre-Dame y otros tres puentes colgantes, se dirigían siempre al paseo de los Olmos, a un bosquecillo de añosos árboles semejantes a los tilos del puerto de Montereau. La torre de Saint-Jacques, el Ayuntamiento, Saint-Gervais, Saint-Louis, Saint-Paul, se alzaban entre los aglomerados tejados, y el remate de la columna de Julio resplandecía en Oriente como enorme estrella de oro, mientras que en el opuesto lado la cúpula de las Tullerías recortaba en el cielo su pesada y redonda masa azul. Por allí detrás debía de hallarse la casa de la señora Arnoux.

      Volvía a su cuarto y tendiéndose en el diván, se abandonaba a una desordenada meditación: planes de trabajo, proyectos de vida, acciones para lo venidero, hasta que al fin, y para librarse de sí mismo, se lanzaba a la calle y subía a la ventura por el barrio Latino, tan tumultuoso de ordinario, pero desierto en aquella época, porque los estudiantes se hallaban ya con sus familias en el rincón provinciano. Las grandes fachadas de los colegios, que el silencio parecía alargar, tenían un más sombrío aspecto aún; se oían toda suerte de apacibles rumores: el batir de alas en las jaulas, el rechinar de un torno, el golpear del martillo de un zapatero remendón, y los traperos miraban inútilmente a todas las ventanas. En el fondo de los solitarios cafés, la encargada de la caja bostezaba entre las repletas botellas; los periódicos permanecían perfectamente ordenados en las mesas de los salones de lectura; en los talleres de plancha, las ropas se balanceaban al tibio soplo del aire. De vez en cuando se detenía ante el escaparate de un librero de viejo; un ómnibus que pasaba rozando la acera le obligaba a detenerse, y así hasta que se veía delante del Luxemburgo, de donde no pasaba.

      A veces, y con la esperanza de una posible distracción, se dirigía a los bulevares. Después de atravesar callejuelas sombrías que exhalaban un húmedo vaho, llegaba a las grandes plazas desiertas, resplandecientes de luz, con sus monumentos que dibujaban en el empedrado festones de negra sombra. Pero los carros y los establecimientos comenzaban a surgir otra vez, y la muchedumbre le aturdía —los domingos sobre todo—, pues desde la Bastilla hasta la Magdalena aquello era un constante e inmenso ondular por el asfalto, entre el polvo, y en un rumor continuo; se sentía completamente desilusionado por la vulgaridad de los rostros, por la estupidez de las conversaciones y por la imbécil satisfacción que de aquellas frentes sudorosas se desprendía. Sin embargo, la conciencia de valer más que aquellos hombres atenuaba la fatiga de contemplarlos.

      A diario iba a L'Art Industriel, y para saber cuándo volvería la señora Arnoux preguntaba detenidamente por la madre de ella. La respuesta de Arnoux siempre era igual: "continuaba la mejoría"; su mujer, con la pequeña, estarían de regreso a la semana siguiente. Cuanto más se prolongaba la ausencia, mayor era la interesada inquietud de Frédéric, hasta tal punto que Arnoux, enternecido por semejante prueba de afecto, lo llevó a comer cinco o seis veces al restaurante.

      Frédéric, en aquellos largos vis a vis, se dio perfecta cuenta de que el comerciante de cuadros no era muy espiritual. Arnoux podía percatarse de aquel enfriamiento de su aprecio, y además la ocasión era que ni pintada para pagarle modestamente sus atenciones.

      Para hacer las cosas de la mejor manera posible vendió a un prendero toda su ropa nueva en cuatrocientos francos y, con otros cien más que le quedaban, se fue a casa de Arnoux, invitándole a comer, y como se encontraba con él Regimbart, todos juntos se encaminaron a los Tres Hermanos Provenzales.

      Regimbart comenzó por quitarse su levita y, contando de antemano con la deferencia de los otros dos, eligió los platos. Pero aunque tuvo a bien dirigirse a la cocina para hablar en persona con el jefe, y descender al sótano, del que conocía todos los rincones, y hacer subir al encargado del establecimiento, al que "dio un jabón"

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